Las catástrofes de la Gran Bretaña o cómo salir airosa de la adversidad, por Vicente E. Vallenilla
Todo lo pasado es prólogo.
Shakespeare
Pocas veces en la historia de las relaciones internacionales un país toma una inesperada decisión por mandato colectivo, con desconocidas consecuencias y que en el corto plazo, tienda a subvertir su nivel de poder y su grado de participación en la política mundial. Usualmente una variación de esa intensidad surge como resultado del enfrentamiento entre estados o como consecuencia de un conflicto interno. Esa redefinición estructural de su participación en el “sistema” internacional puede venir, por ejemplo, de un tratado, por guerra, por revolución, o acciones de similar índole y de ello pueda resultar un nuevo status quo. Pero lo que no es frecuente es que sin una force majeure que lo precipite, sino que por una votación mal concebida se proceda en ese camino inédito.
En el caso de Gran Bretaña, con pasado milenario y con un rol importante en las relaciones internacionales -particularmente destacado desde el siglo XVII hasta la mitad del siglo XX- pocas veces se ha enfrentado a situaciones como esta. Las más de ellas fueron procesos de transformación internos en la búsqueda de su particular identidad democrática, siempre sin afectar su ubicación de poder en el mundo.
En buena medida los enormes retos internos y externos de Gran Bretaña fueron producto del inmenso poderío económico y político acumulado por políticas planificadas, audaces, y hasta deliberadamente aventureras. La pérfida Albión del obispo Bossuet. Pero algunas de las conmociones mayores fueron provocadas por otros.
Un ejemplo se produjo con la inesperada independencia o separación de Estados Unidos. Generó un marasmo político y social, dentro y fuera del país. Cuatro primeros ministros en sucesión después del cese de hostilidades, el rey en entredicho, el ejército arruinó su prestigio, la economía quedó en ruinas, más impuestos y pobreza, las rutas comerciales se truncaron, los precios de todos los bienes muebles e inmuebles se desplomaron. La deuda pública se incrementó desproporcionadamente. La inflación pasó de 2.1 % en 1782 a 12 % al año siguiente. La inminente posibilidad de un estallido social o de guerra civil sacudió los cimientos de la capital imperial.
Pero Gran Bretaña siempre ha tenido un superávit de talentos y en los momentos cruciales de su historia las decisiones correctas de sus hombres de Estado han ayudado a darle un giro a la adversidad inminente. No todos los pueblos son tan afortunados.
El brillante William Pitt, (con quién inició su faena revolucionaria Francisco de Miranda) convenció al Parlamento de acordar en 1783 el Tratado de Paz con Washington. Se inició una alianza comercial con el enemigo del día anterior. Genial vuelco. El desastre de la decisión de la guerra de separación se conjuró con políticas inteligentes. Las rutas comerciales con el continente americano se restituyeron a plenitud. Pitt ordenó multiplicar las corrientes hacia la India. Se perdieron territorios en Canadá, pero ganó en actividad mercantil. Las empresas textiles que habían quedado en quiebra se reinventaron. Inglaterra volvió como líder mundial de la producción industrial y el comercio con su antiguas colonias americanas se duplicó en diez años. La prosperidad económica se restableció.
La Revolución Francesa y la guerra contra Napoleón Bonaparte también sorprendió en sus resultados a GB. Se convirtió en una amenaza existencial al reino de primer orden. Vino la guerra contra la amenazante revolución francesa y contra el emperador emanado de ella. Al final del proceso, a diferencia de la oportunidad referida, militarmente victoriosa se confirmó como gran potencia mundial pero se volvió a desencadenar una crisis interna política, económica y social de grandes proporciones: insoportables impuestos, desabastecimiento de comida, caída de los precios de bienes. Casi termina en una guerra civil. El conflicto europeo había costado al empobrecido país, 850 millones de libras (30 mil millones de libras actuales). Pero el reino como consecuencia de las famosas negociaciones de 1815 en Viena, se reafirmó como potencia en el delicado balance de poder mundial, logrando el control de las rutas marítimas del Indico, Atlántico y Mediterráneo.
La Segunda Guerra Mundial llevó al Reino Unido a sus límites nuevamente, en otro gran desafío histórico. El país concentró el mayor esfuerzo de resistencia al nacional-socialismo y al fascismo con el eminente Churchill. Londres salió victoriosa y aunque sus finanzas estaban diezmadas, superó las dificultades relativamente pronto, gracias al poder de recuperación generado fluidamente por Estados Unidos. Pero ahora, a diferencia de las grandes crisis precedentes, Gran Bretaña dejó de ser la superpotencia militar e industrial que había sido por más de doscientos años. El imperio había llegado a su fin. Accedió permanentemente al Consejo de Seguridad de la ONU como vencedora, aunque de limitado rango de acción, al tiempo que el rompecabezas de sus territorios fue desmontándose lentamente para dar paso a decenas de estados libres, ahora reunidos maternalmente en la Commonwealth o Mancomunidad Británica. Pero, en nuestra opinión, muy hábil al propiciar progresivamente la conformación en Londres del centro financiero mundial, a pesar de que las instituciones de Bretton Woods se radicaron en la superpotencia vencedora y es natural que en su territorio se estableciera ese centro. Con ello, Londres equilibró al nuevo balance de poder, cimentando además su independencia económica.
Desde entonces la Gran Bretaña ha sido una potencia relativa que ha descansado en su pasado, en la “excepcionalidad” del pueblo británico, en una vinculación económica con la Europa continental y, por encima de todo, en una alianza político-militar con Estados Unidos (the special relationship). Eso le ha permitido participar en la política internacional de la post-guerra con determinado nivel, aunque en cónclave.
El fin de semana, el Reino Unido pareciera haber entrado sorpresivamente en otra de sus grandes crisis de envergadura histórica. Esta vez, por el momento, no hay un Pitt o un Churchill a la vista para liderar esa suerte de reversión tradicional de la adversidad en ciernes. La salida de la Unión Europea se puede catalogar en la misma dimensión de esos acontecimientos mencionados, cuyas consecuencias son impredecibles y espectaculares. Las noticias alrededor del mundo indican la perplejidad global y llueven las conjeturas de todo tipo. Al otro lado del Atlántico, lejos del berenjenal, intuimos el carácter trascendental de la decisión tomada.
Pueden haber dos vertientes en un breve análisis primario de esos alcances. El más obvio es el de naturaleza económica, dado que el grueso de la relación intra-europea es de naturaleza financiera y comercial. El otro, es el que subyace en las alianzas políticas y en su reacomodo como potencia intermedia en los asuntos mundiales.
Cerca de la mitad de las exportaciones británicas se destinan a la Unión Europea. Europa continental exporta menos del 10 % hacia la Gran Bretaña. Allí está el primer problema para los británicos. Perderá las preferencias arancelarias de su gran mercado europeo. Tendrá que negociar acuerdos bilaterales que evidentemente serán menos graciosos que los que disfrutaba ex ante. En cualquier caso, será un largo y doloroso proceso el redistribuir el destino de esas exportaciones por doquier. Las inversiones europeas, al no recibir el tratamiento comunitario se retirarán en busca de mejores condiciones, y aunque GB seguirá siendo atractiva para los inversionistas por su gran seguridad jurídica, el desplazamiento de empresas hacia el continente hará menos atrayente la inversión extranjera directa.
El otro problema a simple vista y que podría ser el de mayor impacto, es el de la condición de Londres de centro financiero del globo. Ni siquiera Nueva York, ha podido competir con la City en términos de centro financiero con las mayores ventajas comparativas.
Son obvias las condiciones que tiene Londres para ser intermediario preferido para la transacciones entre los americanos de norte y sur, asiáticos, africanos y europeos. La City es sede de 251 bancos extranjeros y el comercio de servicios financieros supera en la actualidad la astronómica suma de 100 mil millones de euros. Paradójicamente, ello tal vez sea una causa del british exit o Brexit. Londres es la fuente principal de riqueza económica en el reino. Asienta la mayor parte de los centros de estudio en un perímetro cercano y en ella reside la mayor parte de la actividad cultural de la GB. Esto le ha proporcionado una enorme riqueza. No así al resto del país, donde hay regiones con pobreza estructural que no se han beneficiado de esa fabulosa prosperidad generada por la interacción europea. Un chiste que circula en medios financieros es que por esa concentración monopólica del ultra-bienestar, Londres “debería declarar su independencia” del Reino Unido. Escocia, que votó por permanecer recientemente -y una razón fue el seguir siendo parte de la Unión Europea- puede reconsiderar su posición y buscar su independencia. Ya hay insinuaciones al respecto. Ello crearía un cataclismo aún mayor para la Gran Bretaña.
La otra dimensión también de consecuencias impredecibles está en el plano político. El Reino Unido se ha beneficiado desde la Segunda Guerra de un status especial en su relación con Estados Unidos. En estos setenta años han trabajado coordinadamente durante la “Guerra Fría”, en el Consejo de Seguridad y en múltiples conflictos bélicos. (en la guerra de las Malvinas, EUA tuvo que tomar la decisión de violar el tratado interamericano de Asistencia Recíproca para favorecer su alianza especial con GB).
A partir del final del enfrentamiento este-oeste, GB ha sido el eje pivotal de la relación geopolítica de Estados Unidos con los europeos. Ahora, para EUA es aún más necesaria para coordinar, desde dentro, la acción europea en el marco mayor de la OTAN frente a las amenazas que crecientemente percibe Europa. GB dejará en dos años a Estados Unidos sin ese gestor imprescindible.
Alemania aparece a primera vista como el país que se beneficiaría de este descalabro y parece estar preparado para ello por su poderío económico, sus fortalezas institucionales y por su reciente irrupción política gracias al activismo enérgico de su gobierno. Fráncfort y Berlín; la primera podría pasar a ser el centro financiero de los europeos, además de ser el motor económico. La segunda: en el campo defensivo, Alemania ha dado pasos hacia una cada vez mayor disposición para participar en operaciones militares y Berlín podría ser un interlocutor más perceptivo hacia los intereses de EUA que la secularmente contestataria Francia.
Las consecuencias son de todo orden y de todas las jerarquías. Desde aquel obrero inglés jubilado en Palma de Mallorca hasta aquella transnacional alemana que estableció su línea de producción en Leeds, enfrentarán múltiples consecuencias. Tomará años conocer las implicaciones, pero algo que pareciera inexorable es que se acelera ese desmontaje paulatino y suave de su condición de gran potencia de otra época, hacia ese rol en el siglo XXI de actor intermedio -sin duda moderno y creativo- nostálgico a la vez de aquellos días en que su flota navegaba los siete mares custodiando al imperio en que jamás se ponía el sol.