Radicaleces por Gonzalo Himiob Santomé
Él nació en Catia, de su madre y de su padre heredó el cuerpo atlético, hermoso, y la piel lustrosa y muy oscura. Es lo que ahora llaman un “afrodescendiente”. Sin segundas intenciones, y con ese cariño indeleble que solo se guardan quienes crecen juntos, sus amigos el “portu” Joao y el “turco” Farid, lo llamaban “melao”, no tanto por el color de su piel sino por lo galante que era con las muchachas. Tanto así, que tras años de cortejo y mieles logró hacerse del corazón de la “catira” Patiño, la hija del “gallego” de la panadería, con la que se casó muy joven, enamorado de sus ojos grises.
Así vivió algunos años, feliz y desentendido, ganándose el pan y prosperando como prosperaban hace unos años todos los que se fajaban y daban lo mejor de sí mismos, hasta llegar a ser el dueño de su propio negocio. Vivía ajeno a cualquier debate sobre la discriminación racial, que nunca sintió, hasta que empezó a escuchar al gobierno hablar de la “identidad afrodescendiente” y del “racismo” en Venezuela. Era una bandera populista, fácil de promocionar como recurso electoral, y además metía el dedo en las llagas racistas, que sí las hay, del “imperio”, así que a nuestro amigo no le costó mucho sumarse a las filas de la militancia revolucionaria afrodescendiente. Repetía sin cesar, a quien le opusiera que en este país de bellos mestizos que somos todos, ser blanco, negro o trigueño no había sido en realidad un problema, gracias a Dios, la historia de los locales nocturnos en Caracas en los que alguna vez le habían impedido la entrada a alguien por el color de su piel o por sus orígenes, dejando por supuesto que eso lo cegara al hecho de que la verdad del racismo en Venezuela tiene su más claro rostro en las propias instituciones públicas, especialmente en las del sistema penal, que incluso ahora, pese a la retórica “humanista e igualitarista” oficial, siguen llenando las cárceles de personas cuyo mayor pecado es ser pobres, y también, tener ciertas características raciales y físicas determinadas. El que no me lo crea, que se asome a nuestras prisiones. Allí no tiene Andrés Eloy que pedirle a nadie que le pinte angelitos negros ni mulatos.
Pero eso no era importante. Tampoco lo era que en su propia casa, cada noche y en los níveos brazos de su mujer, se desmintiera la cháchara. “Melao” ya era un hombre con una causa, a la que se sumó con el fanatismo típico de los que descubren aguas tibias que jamás los empaparon. Era un activista radical. Bregó y luchó por la promulgación de una ley contra la discriminación racial, la que nunca había padecido, que entre otras cosas, menos mal, condenaba además de la deleznable discriminación por motivos de raza, la xenofobia y, paradójicamente, pues pretendiendo defender la igualdad partía de la base de que sus destinatarios finales eran especialmente débiles o “vulnerables”, el endorracismo.
“Melao”, sin embargo, ahora calla. Muchos callan, y en tal silencio hay, además de miedo, mucha hipocresía. En la frontera se persigue a nuestros hermanos colombianos, se les encarcela sin respetar ni las normas más elementales, se les expulsa sin base del país, se les marcan sus casas, se las derrumban tras quitarles sus pertenencias y hasta se sueltan contra ellos airados discursos de odio, basados solo en su nacionalidad. Algunos de ellos tienen la misma piel de ébano de “Melao”, pero como no es por eso que se les estigmatiza, sino por ser colombianos, a “Melao” eso no le hace ruido. Se olvida de que en la misma ley que él promovió, la misma por la cual él luchó, se prohíbe y se condena la xenofobia, la discriminación de las personas por su origen nacional. La radicalidad y vehemencia con las que ayer defendía su causa igualitaria y liberadora se le esfumaron, porque al parecer, para muchos, hay segregaciones malas y segregaciones “buenas”, discriminaciones intolerables y otras que no lo son tanto. Se le olvidó, se nos olvida, que si hoy es contra los colombianos, mañana puede ser contra los chinos, contra los árabes, contra los españoles, o contra cualquiera de nosotros. El odio no discrimina.
—
Ella es “feminista” radical. Así se proclama cada vez que puede ante quien quiera escucharla. Aunque cree en la igualdad de oportunidades y de trato entre los hombres y las mujeres, celebra con bombos y platillos las leyes sobre violencia contra la mujer promulgadas en nuestro país, sin reparar ni un segundo en su carácter discriminatorio y en sus francos vicios de inconstitucionalidad. Tampoco acepta que en Venezuela se abusa de estas normas desiguales en las que el hombre, el bueno y el malo, está en franca desventaja, llegando hasta el extremo de que se le priva, a veces hasta por años, de ver a sus hijos, causándoles, especialmente a los pequeños, graves e irreparables daños emocionales. Se engaña a sí misma creyendo que en ese pago de justos por pecadores se está saldando una “deuda histórica y cultural” con el género femenino. No se da cuenta, pero como somos iguales, y tenemos todos tanto virtudes como defectos, tanto el hombre como la mujer somos capaces de la misma bondad, y de la misma maldad.
Está absolutamente convencida de que nacer mujer, por sí mismo, le garantiza a cualquiera los galones de “buena madre”, pero que con los hombres y la paternidad “es distinto”, y aunque se piensa amplia y libre de prejuicios, está convencida de que “todos los hombres son iguales”.
Goza un ovario y parte del otro cuando las de Femen salen a protestar contra la consideración de la mujer como un simple objeto sexual, sin detenerse en que lo hacen con las tetas al aire, llamando así más la atención por sus atributos que por el sentido de su queja. También tiene su franelita que, con respecto al aborto, reza “Mi cuerpo, mi decisión”, sin darse cuenta de que cuando una mujer aborta no solo está desconociendo la existencia y derechos del “otro”, del hombre que la embaraza, que es también un ser humano que puede estar interesado en ser padre, incluso si le toca asumirlo solo, y en aceptar de buena gana sus responsabilidades; sino además de que el cuerpo sobre el que “decide” en tal acto no es el suyo, sino el de otro ser que, incluso como expectativa de vida, debe ser respetado. Eso sí, que no maten a ningún cachorrito por ahí, porque entonces sí se le enciende la vena animalista y corre corear consignas “a favor de la vida”.
Y ella también calla. Se cuentan ya por centenas las mujeres y las niñas a las que en nuestra frontera se les está privando de su hogar, de su paz y hasta de su dignidad, injustamente y de un plumazo, pero no es por eso, por ser mujeres, que se las veja y se las humilla, sino por ser colombianas, así que su feminismo en este caso “no aplica”.
Y así, ciegos, y de “radicalez” en “radicalez”, se van colando abusos y arbitrariedades que, es hora de que lo entendamos, cuando son contra unos son, a la vez, contra todos nosotros.