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El cáncer del poder por Héctor Abad Faciolince

Muy apropiado el siguiente artículo de Héctor Abad Faciolince, publicado en El Espectador:


El cáncer del poder

 

Aguirre, el mejor de mis amigos, siempre me dice lo mismo: “Hombre, yo tengo la sospecha de que me voy a morir”.

Después sonríe, irónico, porque él sabe y todos sabemos que la mayoría de la gente vive como si no tuviera siquiera la sospecha de esa certeza: nos vamos a morir. Y entre los seres humanos, los que menos sospechan que se van a morir, son los poderosos. Algo que distingue claramente a una sociedad abierta de una sociedad cerrada, es que los líderes máximos de las sociedades autoritarias son presentados al público como si fueran eternos. Para que la gente no se haga ilusiones ni se les oponga con alguna esperanza de cambio, su gobierno se presenta como irremediable, su “revolución” como eterna, su régimen como algo que durará para siempre. De ahí que sus enfermedades sean un secreto de Estado.

Los venezolanos son expertos en líderes máximos que parecen inmortales. Allá por 1935, durante semanas, no se atrevieron a celebrar el deceso del dictador Juan Vicente Gómez, pues éste había acudido varias veces al ardid de divulgar su falso fallecimiento para pasar por las armas a los traidores que festejaran su muerte. En Corea del Norte, donde impera un régimen comunista monárquico, no vale la pena celebrar que el dictador desencarne, pues para un Kim que se muere hay de inmediato otro Kim que lo sucede: Kim Il-sung, Kim Jong-il, Kim Jong-un… Por eso allá, para usar las palabras de García Márquez en El otoño del patriarca, nadie se atreve a lanzar “los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anuncian al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad ha terminado por fin”.

Cuenta Ibsen Martínez que en los mentideros de Caracas todo el mundo se ha vuelto oncólogo, por tratar de adivinar cuánto le queda de vida al coronel populista. Unos descartan el cáncer de próstata, porque no se trata con quimioterapia, y aseguran que si han ocultado tanto el lugar exacto de “la lesión” es porque esta tiene que estar situada en una zona íntima y casi innombrable del cuerpo. Los más doctos hablan de “leiomiosarcoma de vejiga”; otros disertan sobre cistectomía, metástasis en el piso pélvico, y uso masivo de esteroides. Especulan los supuestos expertos, cuando hay algo tan simple: todos, hasta Chávez, nos vamos a morir, y no importa mucho si es dentro de seis meses o dentro de seis años.

Importa todo, me dirán: seis años o seis meses significan que debo invertir ahora, o no, en bonos de deuda venezolana. Esta semana, por cuenta de la “otra lesión en el mismo lugar de la lesión anterior”, los bonos venezolanos subieron de precio. Como la vida es corta, seis años parecen muchos. Pero la historia es larga, y así como pasaron Juan Vicente Gómez y Pérez Jiménez, así como Franco se hundió en la muerte, lo mismo ocurrirá con Chávez. De él —como de mí— yo sospecho que se va a morir. Y la muerte o el golpe es lo único que nos libra de los dictadores, los cuales, por definición, nunca se dejan deponer por los votos.

Para que el buen candidato Henrique Capriles pueda ganarle a Chávez las elecciones, no bastará con que saque más votos (pues unos pocos votos de más los desaparece el régimen): tiene que arrasar en las urnas. Y arrasar en las urnas a un presidente con el barril de petróleo a más de cien dólares, es una tarea ardua. Sin embargo hay síntomas y símbolos que dan esperanza: el primero es que ya es evidente que Chávez no es eterno. El mismo hecho de que él haya prohibido la palabra muerte en la consigna “patria o muerte”, revela con claridad qué es lo que más teme y cuál es su más próxima y probable derrota: la palabra omitida. Los venezolanos tendrán que escoger entre la vida de su país, con un hombre sano, que es Capriles, frente a un coronel enfermo, Chávez, que si bien no es la muerte personificada, sí es un paciente. Si Capriles es inteligente, deberá tratar al enfermo Chávez con el trato humano que todos los pacientes merecen: no alegría, sino compasión. Y es lo que está haciendo.

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Muy apropiado el siguiente artículo de Héctor Abad Faciolince, publicado en El Espectador:


El cáncer del poder

 

Aguirre, el mejor de mis amigos, siempre me dice lo mismo: “Hombre, yo tengo la sospecha de que me voy a morir”.

Después sonríe, irónico, porque él sabe y todos sabemos que la mayoría de la gente vive como si no tuviera siquiera la sospecha de esa certeza: nos vamos a morir. Y entre los seres humanos, los que menos sospechan que se van a morir, son los poderosos. Algo que distingue claramente a una sociedad abierta de una sociedad cerrada, es que los líderes máximos de las sociedades autoritarias son presentados al público como si fueran eternos. Para que la gente no se haga ilusiones ni se les oponga con alguna esperanza de cambio, su gobierno se presenta como irremediable, su “revolución” como eterna, su régimen como algo que durará para siempre. De ahí que sus enfermedades sean un secreto de Estado.

Los venezolanos son expertos en líderes máximos que parecen inmortales. Allá por 1935, durante semanas, no se atrevieron a celebrar el deceso del dictador Juan Vicente Gómez, pues éste había acudido varias veces al ardid de divulgar su falso fallecimiento para pasar por las armas a los traidores que festejaran su muerte. En Corea del Norte, donde impera un régimen comunista monárquico, no vale la pena celebrar que el dictador desencarne, pues para un Kim que se muere hay de inmediato otro Kim que lo sucede: Kim Il-sung, Kim Jong-il, Kim Jong-un… Por eso allá, para usar las palabras de García Márquez en El otoño del patriarca, nadie se atreve a lanzar “los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anuncian al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad ha terminado por fin”.

Cuenta Ibsen Martínez que en los mentideros de Caracas todo el mundo se ha vuelto oncólogo, por tratar de adivinar cuánto le queda de vida al coronel populista. Unos descartan el cáncer de próstata, porque no se trata con quimioterapia, y aseguran que si han ocultado tanto el lugar exacto de “la lesión” es porque esta tiene que estar situada en una zona íntima y casi innombrable del cuerpo. Los más doctos hablan de “leiomiosarcoma de vejiga”; otros disertan sobre cistectomía, metástasis en el piso pélvico, y uso masivo de esteroides. Especulan los supuestos expertos, cuando hay algo tan simple: todos, hasta Chávez, nos vamos a morir, y no importa mucho si es dentro de seis meses o dentro de seis años.

Importa todo, me dirán: seis años o seis meses significan que debo invertir ahora, o no, en bonos de deuda venezolana. Esta semana, por cuenta de la “otra lesión en el mismo lugar de la lesión anterior”, los bonos venezolanos subieron de precio. Como la vida es corta, seis años parecen muchos. Pero la historia es larga, y así como pasaron Juan Vicente Gómez y Pérez Jiménez, así como Franco se hundió en la muerte, lo mismo ocurrirá con Chávez. De él —como de mí— yo sospecho que se va a morir. Y la muerte o el golpe es lo único que nos libra de los dictadores, los cuales, por definición, nunca se dejan deponer por los votos.

Para que el buen candidato Henrique Capriles pueda ganarle a Chávez las elecciones, no bastará con que saque más votos (pues unos pocos votos de más los desaparece el régimen): tiene que arrasar en las urnas. Y arrasar en las urnas a un presidente con el barril de petróleo a más de cien dólares, es una tarea ardua. Sin embargo hay síntomas y símbolos que dan esperanza: el primero es que ya es evidente que Chávez no es eterno. El mismo hecho de que él haya prohibido la palabra muerte en la consigna “patria o muerte”, revela con claridad qué es lo que más teme y cuál es su más próxima y probable derrota: la palabra omitida. Los venezolanos tendrán que escoger entre la vida de su país, con un hombre sano, que es Capriles, frente a un coronel enfermo, Chávez, que si bien no es la muerte personificada, sí es un paciente. Si Capriles es inteligente, deberá tratar al enfermo Chávez con el trato humano que todos los pacientes merecen: no alegría, sino compasión. Y es lo que está haciendo.

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