Iván Gabaldón Heredia, autor en Runrun

Iván Gabaldón Heredia

Izquierda o derecha: falsa dicotomía, por Iván Gabaldón Heredia

Una argucia repetida hasta la saciedad por los promotores de la izquierda es ubicar toda oposición a sus doctrinas en el extremo opuesto del paisaje político, es decir, a la derecha. Esta argumentación falaz es asumida como hecho comprobado y arrastra otras falacias asociativas, pues agrupa de manera superficial palabras como izquierda con liberal y progresivo, o derecha con neoliberal, conservador y fascista.

En Venezuela esta distorsión ha sido parte del discurso chavista desde sus inicios, con la obvia intención de descalificar a la oposición política. Comenzando en 1958 Venezuela vivió cuatro décadas de alternabilidad democrática entre gobiernos de corte socialdemócrata, pero a partir de 1999 el país fue retóricamente dividido en dos partes antagónicas: los partidarios del proyecto utópico del chavismo y todos los demás, caracterizados como la derecha apátrida o, con más ligereza aún, la “ultra derecha fascista venezolana”.

Curiosamente esta supuesta derecha habría permanecido agazapada y silenciosa en la conciencia general de un país cuya idiosincracia mestiza y caribeña ha tendido siempre hacia lo igualitario. A pesar de múltiples errores, promesas incumplidas, oportunidades desperdiciadas, pecados de corrupción y actitudes fatuas de algunos sectores “escuálidos” (en la neo-lengua del demagogo), lo cierto es que Venezuela demostró durante la segunda mitad del siglo XX un genuino impulso hacia el progreso y la movilidad social. Los recursos del petróleo fueron aprovechados en buena medida para construir un país pujante que, no por casualidad, fue el destino elegido por muchos otros latinoamericanos cuando se vieron forzados a huir de auténticas dictaduras de derecha en sus países de origen.

Esa polarización discursiva forma parte integral del viejo método del poder autoritario, siempre necesitado de un enemigo, pero paradójicamente son muchas más las similitudes entre los proyectos autoritarios de izquierda y derecha que sus supuestas diferencias conceptuales.

El contexto geopolítico de la Segunda Guerra Mundial aporta evidencias concretas de cuán paradójica puede llegar a ser esa polarización. Ante la amenaza del nacionalsocialismo alemán con su inaceptable ideología de superioridad racial genocida, los líderes de EEUU, Inglaterra y la URSS lograron fraguar una improbable alianza con la meta común de derrotar a Hitler. Una vez superada esa dramática coyuntura el mundo sería testigo del descenso de la cortina de hierro, término acuñado por Churchill para alertar sobre el afianzamiento del régimen totalitario de Stalin en territorios ampliados por la guerra misma. Comenzaba así la Guerra Fría, un delicado acto de equilibrio armamentista y de constante discusión retórica.

El proyecto de internacionalización del socialismo patrocinado por la URSS izaría desde entonces la bandera de su triunfo sobre los nazis, y buena parte de la intelectualidad internacional la usaría para continuar defendiendo la Rusia de los sóviets a pesar de todos sus horrores, presentándola como muralla indispensable ante la posibilidad de nuevos avances fascistas. Es un discurso que todavía hace eco en las izquierdas irreflexivas del mundo y que caló profundo en América Latina, región que exhibe hoy en Venezuela el más reciente fracaso del credo socialista. En la Rusia de Putin se recicla esa misma saga histórica en un peligroso ejercicio revisionista para beatificar la idea del hombre fuerte, llámese Stalin, Putin, Erdogan, Bashar al-Ásad o Maduro, con el fin de posicionar al autoritarismo de nuevo cuño como alternativa válida a la democracia occidental.

Se omite en ese discurso pseudo-histórico referencia alguna al pacto Ribbentrop-Mólotov, compromiso de no agresión firmado en 1939 entre Hitler y Stalin que demostró la disposición de ambos tiranos a soslayar diferencias ideológicas a cambio de la paz necesaria para poder ejercer el totalitarismo en sus respectivos territorios y apoderarse, previo acuerdo entre tiranos, de otras naciones. Los partidos comunistas del mundo, tras airadas reacciones iniciales ante un pacto tan descaradamente pragmático entre archienemigos ideológicos, terminaron por obedecer las órdenes de Stalin y justificaron el acuerdo, cesando toda propaganda contra el fascismo y atacando en cambio a las democracias occidentales que enfrentaban a Hitler.

Espoleado por su psicopatía delirante Hitler puso en marcha en junio de 1941 la Operación Barbarroja contra Rusia, poniendo fin al pacto y abriendo otro gran frente de guerra que sería crucial para la derrota final del nazismo. El acuerdo había permanecido en efecto durante casi dos años, otorgando a Hitler y Stalin espacio para los primeros capítulos de sus campañas expansionistas y demostrando cómo los métodos de ambos tiranos eran más parecidos que diferentes. A Stalin le costó aceptar que Hitler había en efecto traicionado un acuerdo de tan probada utilidad para ambos estados totalitarios.

En 1945, al disiparse el humo de las últimas bombas, el proyecto totalitario de Hitler había caído pero la Unión Soviética seguía en pie. La consecuencia para las poblaciones civiles dentro del territorio expansivo de la URSS sería la perpetuación hasta casi fines del siglo XX de una gigantesca maquinaria de aniquilación de seres humanos que no solo se había adelantado en el tiempo a la de los nazis, sino que además demostraría ser mucho más insaciable en el conteo final de cadáveres. Ambas utopías, sin distinción de etiquetas políticas, coincidían así en las montañas de víctimas que sembraban a su paso.

Existe otra coincidencia significativa que prefieren olvidar los ideólogos de la polarización: tanto nazis como sóviets identificaron a los partidos socialdemócratas de sus respectivos países como enemigos a ser destruídos. La postura de la socialdemocracia, con su búsqueda de espacios razonables para el diálogo entre la clase obrera y el capital, era considerada una traición flagrante a la fórmula de la polarización. Los socialdemócratas fueron rápidamente perseguidos y eliminados sin piedad tanto por Hitler como por Stalin.

Para avanzar en la comprensión de estas coincidencias metodológicas es provechoso leer la obra de Timothy Snyder, historiador políglota que ha penetrado en las fuentes originales rusas, alemanas y centroeuropeas para emerger con terribles radiografías documentales de la perversidad del poder totalitario.

En su libro “Bloodlands: Europe Between Hitler and Stalin” (2010), Snyder describe el infierno de muerte que se materializó en los territorios que hoy ocupan Polonia, Ucrania, Bielorusia, Rusia y los países bálticos, analizando las interacciones, conflictos y similitudes entre los regímenes de Hitler y Stalin. En “Black Earth: The Holocaust as History and Warning” (2015), Snyder documenta el uso por parte de ambos totalitarismos de las emociones vinculadas al resentimiento, combustible ideal para la radicalización política. Explica también cómo, allí donde el Tercer Reich se apoderó de territorios que habían sido previamente ocupados por la URSS, resultó más fácil para los nazis implementar la exterminación de los judíos y de otras minorías, gracias a que los soviéticos ya habían adelantado la destrucción de la institucionalidad “burguesa”, de la familia tradicional y de los valores básicos de convivencia.

Señala igualmente Snyder que Hitler odiaba a los judíos en parte porque entendía que el concepto del ser humano como entidad con valor intrínseco (sujeto de derechos universales) provenía de la tradición judeocristiana y representaba un obstáculo para su plan de aniquilación brutal de los más débiles, requisito indispensable para la construcción de su utopía aria. Son esos mismos principios de valía individual los que entran en conflicto con el impulso utópico del socialismo marxista, el cual niega valor al individuo más allá de su pertenencia al colectivo y a una determinada clase social.

El discurso de la polarización apela a las emociones más básicas y oscuras del ser humano y seguirá siendo utilizado como arma política para beneficio de pocos y en detrimento de muchos. Para evitar caer en esa trampa es importante recordar que los totalitarismos son siempre más parecidos en su manera de ejercer el poder que diferentes en sus pretextos ideológicos. No importa de qué color se vista el tirano, siempre será el ciudadano común el que pague los platos rotos.

En su libro “The Vision of the Anointed” (1995), el economista Thomas Sowell hace la siguiente disección de la falsa dicotomía izquierda-derecha:

“A pesar de que el libre mercado es claramente la antítesis del control estatal sobre la economía, que es lo que proponen los fascistas, la dicotomía entre izquierda y derecha crea la apariencia de que los fascistas son simplemente versiones más extremas de los conservadores, de la misma manera que el socialismo es la versión más extrema del estado de bienestar. Pero esta visión de un espectro político simétrico no se corresponde con la realidad empírica. Quienes defienden el libre mercado suelen considerarlo solo como un aspecto más dentro de una visión general en la cual el papel del gobierno en la vida de los individuos debe minimizarse, dentro de los límites necesarios para evitar la anarquía y mantener la capacidad de defensa militar ante otras naciones. El fascismo no es de ninguna manera una extensión de esa idea. De hecho es la antítesis de toda esa línea de pensamiento. Aún así mucha de la conversación en términos de izquierda y derecha sugiere que existe un espectro político que va desde el centro hacia los conservadores, y de allí a la extrema derecha y al fascismo mismo. La única lógica detrás de semejante conceptualización es que permite agrupar juntos a los variados oponentes de la visión de los iluminados de izquierda, para así descalificarlos a todos por vía de la culpa por asociación”.

Se trata por lo tanto de una visión polarizadora que se niega a reconocer la posibilidad de alcanzar compromisos razonables en el contexto de la democracia liberal y la economía de mercado. Los operadores políticos que aprovechan esa polarización seguirán dibujando el paisaje político como una línea recta que inicia en la izquierda, se extiende hacia el centro, continúa hacia la derecha y desemboca en el fascismo. Propongo en cambio que tomemos esa misma línea y juntemos sus dos extremos hasta formar un círculo flexible. Veremos entonces cómo la izquierda y la derecha quedan conectadas juntas, mientras el centro razonable se ubica en el punto más alejado de ambas, al otro lado del círculo. No importa qué nombre le pongamos a ese espacio, será provechoso habitarlo si alberga diálogos constructivos y nos mantiene alejados de los impulsos totalitarios de la polarización.

Iván Gabaldón Heredia. ABR/2019.

IGH

De tiranías, saboteadores y mentiras, por Iván Gabaldón Heredia

SÍNTOMA INEQUÍVOCO DE LA TIRANÍA es la negación sistemática de todos sus errores. Incapaz de aportar soluciones a los problemas, levanta montañas de mentiras y culpa de cada fracaso a un enemigo ad hoc. Está escrito con sangre en el manual del culto a la personalidad: el líder supremo quedará libre de toda mácula. Él no es un hombre, él encarna la voluntad del pueblo hecha hombre. Pónganle los ganchos a los culpables, esos saboteadores apátridas, fascistas y terroristas.

No se trata de un método original del socialismo del siglo XXI. Llegó desde Cuba en notas garabateadas décadas atrás por los alumnos cubanos de la KGB. Agitprop. Compromat. Nomenklatura. Contrarevolución. Revisionismo. Diversionismo. Sabotaje. Vigilancia. Gulag. Los soviéticos hicieron de la persecución estatal una aberración de mil cabezas y los cubanos aprendieron bien la lección.

En la URSS las variaciones del delito de sabotaje eran infinitas. Las acusaciones podían venir de cualquier parte y el sistema alcanzaba su cúspide cuando eran niños quienes denunciaban a sus propios padres. Bastaba el artículo 58 del Código Criminal para enviar a un ciu-dadano al gulag o al paredón. La confesión era solo una formalidad inducida con tortura, pues el veredicto estaba decidido de antemano. Si la revolución te está investigando, algo debes haber hecho. Te tocan diez años y cuando estés allí, por cualquier error, tuyo o nuestro, te damos diez o veinte años más.

Durante dos décadas el método ha sido aplicado con bastante eficacia en Venezuela, aunque con el aderezo burlón de nuestra idiosincrasia tropical. Expropiar, reprimir, vigilar, encarcelar, silenciar, secuestrar, torturar, asesinar, robar, mentir, confundir, engañar, adoctrinar, envilecer, repartir un poquito a cambio de quitarlo todo. Aferrarse al poder por todos los medios al son de la salsa, aunque el tirano ni siquiera sepa bailar. Seguir robando. Y en cuanto a producir riqueza y valores… eso nunca fue parte del método.

Pero se escuchan voces agoreras en las propias filas de la revolución. Para sorpresa de muchos el tirano original resultó mortal y el sustituto más mediocre que su padre. Se pavonea con disfraces de dictador tropical, talla XXXL, mientras los pozos de petróleo se secan y el país colapsa a su alrededor. Custodiado por mercenarios, celebra su propia estulticia bailando desnudo. Es objeto de burla, ese mecanismo de defensa psicológica contra la desesperanza. ¡Maduroooo…! La gente, simplemente, no se lo cala más. Hasta los chinos lo miran desde lejos con los ojos más apretaditos que de costumbre.

Así las cosas, un día cualquiera, la nación entera se queda sin electricidad. Los días con sus noches se encadenan en anomia disfuncional, escenario perfecto para la multiplicación de las tragedias. Casi todos sabemos que la culpa la tienen las hijas predilectas del régimen, Oclocracia y Cleptocracia. Pero la tiranía, en voz de un psiquiatra que escapó del manicomio, acusa a los saboteadores.

El primer indiciado es el enemigo externo, ese Pérfido Imperio de siempre. Ha utilizado sus cañones electromagnéticos invisibles para sabotear en un instante silencioso al complejo hidroeléctrico del Guri. El segundo es el enemigo interno: un periodista “fascistoide” llamado Luis Carlos Díaz, culpable de pensar y hacer pensar. Lo secuestraron mientras pedaleaba su bicicleta rumbo a casa, por terrorista, fascista y saboteador. La orden fue excretada directa-mente por un tenebroso jefe de matones que, vestido de fascista y hablando como tal, denuncia fascistas por televisión.

Lo primero indigna pero da risa. ¿Cómo será el contraataque de la indómita revolución “bolivariana”? ¿Apuntarán hacia Houston sus cañones retóricos y descargarán la munición infinita de su propia coprofagia? ¡Imperio del Norte, temblad! ¡Hemos nombrado a Jorge Arreaza jefe de artilleros!.

Lo segundo indigna, a secas. La acusación es ridícula pero la realidad es contundente: el peso total de un estado policial envilecido se ensaña nuevamente contra un ciudadano de carne y hueso. La comunidad internacional protesta y el régimen anuncia que por ahora la aniquilación no será física, solo moral. El disidente ha sido silenciado, queda bajo vigilancia y sometido al vasallaje del régimen de presentación. Su esposa, también periodista de convicción democrática, está dando la batalla contra el cáncer. Magnífico, comentan los esbirros con sonrisa aviesa. Así tenemos por donde apretar. Más les vale no hacer ruido.

La acusación contra Díaz es inverosímil pero según la lógica perversa de la tiranía es inobjetable. Al opinar sobre el eminente colapso del sistema eléctrico nacional el saboteador realmente habría instigado dicho colapso. Stalin asoma su rostro bigotudo para recordarnos que, aunque en la URSS la ley no establecía específicamente el delito de intención, la hipotética preparación de un delito era tan punible como el crimen ya cometido. La dialéctica revolucionaria no admite diferencia entre la intención y el crimen en sí mismo, eliminando así la presunción de inocencia y demostrando su superioridad pragmática sobre la tradición legal occidental. Si la revolución te está investigando, algo habrás hecho.

Bajo esas premisas los esbirros hacen diligentemente su trabajo mientras el tirano vocifera discursos exultantes por televisión. Celebra la supuesta lealtad de un pueblo heroico que ha resistido durante días las penurias impuestas por el sabotaje apátrida. El problema ya ha sido resuelto, anuncia, somos testigos de otro triunfo épico de la revolución. Sus peroratas aún reverberan en el aire cuando, apenas días después, el sistema eléctrico colapsa nuevamente. La revolución no conoce el pudor y recicla las mismas excusas: ¡apátridas, saboteadores, terroristas! ¡Los tenemos identificados!. Y como toda mentira es mejor cuando se le agregan detalles, se nos deja saber esta vez que el sabotaje ha sido cometido “con un fusil”.

En su indulgente fantasía estalinista se les escapa un pequeño detalle: su ídolo Stalin habría enviado a todos los oficiales a cargo del sistema eléctrico directamente al paredón, empe-zando por los de mayor rango, para ser fusilados por idiotas. Por permitir reiterados sabotajes a las instalaciones bajo su custodia y por autosabotearse en su infinita ineficiencia. El momento sería perfecto para una buena purga de la nomenklatura. Nada como el terror para mantener en línea a los cómplices necesarios.

Pero no estamos en la URSS y nuestro bufón tropical no es Stalin, aunque su vanidad le haga creer frente al espejo que el bigote le otorga cierto parecido. Tras la máscara de la ideología se esconde la única misión que le queda a la revolución bolivariana: seguir raspando la olla mientras puedan. Encerrados en su propia trampa, ciegos y sordos ante el horror de un país que muere cada día bajo el peso de tanta malicia y mediocridad, siguen encaramados en su montaña de mentiras. ¿Por cuánto tiempo más?.

Intuimos que duermen poco y mal, pues la lógica apunta a que el régimen tarde o temprano va a caer. Algunos ya han hecho maletas y otros han puesto sus familias a mejor resguardo en países llenos de shopping malls. La tiranía caerá, nos dice la voz de la esperanza, como caen todas las tiranías. Como caerá también la de Cuba, esa que ellos tanto admiran por confundir lo viejo con lo eterno. Pero el panorama es complejo y a diferencia de los tiem-pos de la Guerra Fría con sus bloques claramente definidos, el conflicto actual es asimétrico, tóxico y multipolar. A pesar de los renovados bríos de la resistencia democrática, ni la paz ni el futuro están garantizados. Mientras tanto el éxodo se acelera, pérdida incuantificable de un capital humano que el país necesita más que nunca.

Aleksander Solzhenitsyn, quien no solo logró sobrevivir a la URSS sino que además la desnudó ante el mundo, escribió en su lúcido y terrible Archipiélago del Gulag: “El poder ilimitado en manos de gente limitada siempre conduce a la crueldad”. En sus palabras al recibir el Premio Nobel señaló: “Todo hombre que haya celebrado la violencia como método deberá inexorablemente elegir la falsedad como principio”. Y completando un diagnóstico que se aplica perfectamente a esta vapuleada Venezuela, vaticinó: “Solo se puede mantener el poder sobre la gente mientras no se le haya quitado todo. Cuando le has robado todo a un hombre, ya no lo tienes en tu poder – es nuevamente libre”.

Ya casi nos lo han quitado todo, hasta la luz y el agua. Si llega el momento de ser libres, en medio de la celebración y con la mirada puesta en el futuro, nos servirá bien recordar otra frase de Solzhenitsyn: “Una gota de verdad puede contrarrestar un océano de mentiras”. Necesitaremos un océano de verdades para reconstruir a Venezuela.

El reportaje de The New York Times o la verdad de los condicionales, por Iván Gabaldón Heredia

Sobre el polémico reportaje de The New York Times que pone la responsabilidad de la quema de ayuda humanitaria sobre los hombros de la oposición venezolana, y sin negar a priori que eso podría haber sucedido (al parecer por accidente de ser cierta esa versión del NYT), comparto algunas consideraciones personales:

Es posible argumentar que la óptica del NYT en esa nota tenga como marco una línea editorial de severa crítica a la administración del abominable hombre naranja que gobierna en los Estados Unidos, línea crítica que en general se agradece. Esta nota habría otorgado una oportunidad perfecta para exhibir como mentirosos a John Bolton, consejero de Seguridad del gobierno de EEUU; a Mike Pompeo, secretario de Estado, etc. Buscaría demostrar el NYT cómo el tema Venezuela es manejado con oportunismo por la actual administración norteamericana para fines de política interna en EEUU, cosa muy probablemente cierta. Lamentablemente, en mi opinión, estaría haciendo lo mismo el NYT en pos de su agenda también hacia el interior de los EEUU.

Se argumenta, por contraparte, que dicha línea editorial no existe, pues el NYT sería prístinamente objetivo. El punto es debatible. No dudo que exista separación entre el departamento editorial y el noticioso del NYT, cosa que ha sido tema de debate en tiempos recientes. A la vez, es innegable que todo medio informativo tiene una orientación o tendencia de base, aunque ejerza buen periodismo (tendencia influenciada por la ubicación geográfica del medio, su tradición profesional e intelectual, la selección de sus periodistas y jefes de redacción, el público target al que se dirige e, incluso, a la conformación accionaria de sus propietarios). Negarlo sería negar, por ejemplo, las diferencias entre medios como el NYT y Fox News.

Uno de los problemas con el reportaje en cuestión es que se cubre las espaldas con el uso de palabras que implican presunciones especulativas, como por ejemplo: «Parece que fue la misma oposición» o “reconstrucción de lo sucedido sugiere que un cóctel molotov lanzado por un manifestante…”.

«Parece», «sugiere», pero el resultado final, la percepción que prevalece después de la lectura, es que ciertamente fue la oposición la que quemó el camión, e incluso queda insinuado como subtexto que hubo un complot acordado entre oposición y gobiernos de EEUU y Colombia para hacerlo de esa manera y culpar al régimen chavista. En realidad los acontecimientos se estaban desarrollando en tiempo real y de manera caótica, al igual que las declaraciones en torno a los mismos. No se desarrollaban en la comodidad de la sala de edición de video con aire acondicionado de los periodistas del NYT, a lo largo de días de pausado trabajo.

De hecho, y peor aún, más adelante el texto da directamente la razón a Nicolás Maduro cuando dice: «…la afirmación que sí sería confirmada por evidencia es la de que fueron los manifestantes quienes empezaron el incendio. ‘Trataron de montar el falso positivo de que supuestamente el pueblo’ había quemado los vehículos de carga ‘que traían comida podrida’, dijo Maduro el 27 de Febrero».

De nuevo el condicional, «sería confirmada», pero dando finalmente peso al discurso de Maduro.

Por cierto, si bien el reportaje del NYT trata de hilar muy fino en su indagación de los verdaderos contenidos de esas cajas quemadas (¿contenían realmente medicinas, o solamente implementos de uso médico como guantes y tapabocas, que en todo caso también son necesarios?), el periodista del NYT no se detiene a dedicar ni una frase a desmentir la aseveración de Maduro de que se trataba de «comida podrida».

El reportaje también incluye un link a otra nota del NYT en la cual se reflejaría cómo «el gobierno también ha hecho afirmaciones sin fundamentos». Sin embargo, al revisar esa nota, no se dice nada sobre la campaña de desinformación que acometió el régimen el mismo día de los acontecimientos, utilizando un video editado donde se exhibe a personas que aparentemente sostienen botellas de agua, pero que estarían quemando los camiones según la versión oficial. Versión de los hechos que, dicho sea de paso, no coincide con la versión del NYT.

Tampoco menciona ninguna de las dos notas la presencia de presidiarios armados para enfrentar a la población civil, movilizados con la presencia personal de Iris Valera, como se pudo ver claramente en los medios audiovisuales durante esos días. De hecho, le otorgan un rostro benévolo a los represores del régimen al incluir en el video la toma de un policía que pide tregua, cosa que puede haber sucedido pero que no configura un retrato completo de la actitud comprobadamente despiadada y violatoria de los DDHH exhibida durante años por esas fuerzas represivas
envilecidas en contra de la población civil.

Y finalmente, el supuesto carácter casi como de peritaje forense del que presume este trabajo del NYT ni siquiera establece la identidad del individuo que, accidentalmente o no, habría lanzado la molotov que «habría» iniciado el incendio. ¿Quién es?, ¿Podría tratarse, por ejemplo, de un infiltrado? Y en todo caso, ¿bastaría con ese trapo que se habría desprendido de la molotov para generar tan rápidamente un fuego de esa magnitud?. Creo que ese video del NYT difícilmente tendría peso probatorio en un hipotético proceso legal serio para establecer las responsabilidades a que hubiere lugar.

Son demasiadas las preguntas que quedan en el aire y no me queda claro que este reportaje «acerca la comprensión del hecho a lo que realmente pasó”, como argumenta un respetado colega que trabaja en ese medio (de cuyo profesionalismo y compromiso ético, es pertinente aclarar, no tengo ninguna duda). Se trata de situaciones caóticas y complejas que, para ser justos, difícilmente pueden ser explicadas a cabalidad en un reportaje con ese número de palabras y tantas suposiciones condicionales.

Yo seguiré leyendo el NYT (con ojo crítico, como hago con todos los medios), pero no creo que ese medio esté exento de la tentación tan en boga del «click-bait», entre otros males que pueden afectar al ejercicio periodístico en la actualidad. En este caso debe haber sido muy fuerte la tentación de presumir de lo que se supone habría sido un gran «scoop», al develar esa versión de los hechos de la manera que lo hicieron.

Definitivamente, no voy a poner este reportaje en mi carpeta de «grandes reportajes de todos los tiempos» como «ejemplo de excelencia periodística». Tampoco le quito todo mérito al resto del seguimiento que ha venido haciendo el NYT de la complejísima situación en Venezuela. Ni tan calvo, ni con dos pelucas.