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fanatismo político

Alejandro Armas Ene 15, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
Los toros bravos del civismo

Hemiciclo

 

 

Hace una semana discutí el problema del fanatismo político y sus peligros para la paz y la democracia, así como los alarmantes síntomas de este fenómeno que pueden observarse entre el oficialismo derrotado luego del 6 de diciembre. Semana y media después de la instalación de la nueva Asamblea Nacional de clara mayoría opositora, las señales han aumentado.

Es común que las calles de Caracas estén con poco tránsito un 5 de enero: ni las clases ni la actividad en numerosos centros de trabajo se han reanudado para esa fecha y muchos habitantes de la capital están más pendientes de divertirse en la playa o en el cine que de otra cosa. Pero esta vez las arterias citadinas estuvieron más vacías de lo normal. La gente temía que hubiera disturbios por el comienzo del primer período legislativo en el que el chavismo no es mayoría en 17 años.

Felizmente nada de eso ocurrió, y a pesar de que el ambiente en el hemiciclo estuvo caldeado durante toda la sesión, la misma concluyó sin incidentes graves. El propio Nicolás Maduro había ordenado la noche anterior un fuerte despliegue de seguridad y pidió a los seguidores de ambos bandos no acercarse mucho al Palacio Federal Legislativo. Quizás quería evitar una situación embarazosa en uno de esos días cuando la atención del mundo está enfocada en nuestro atribulado país.

Pero esa pasión por la ley y el orden poco duró. Durante las siguientes sesiones parlamentarias hemos visto cómo grupos radicales favorables al Gobierno se concentran alrededor del Capitolio con actitud de furia. Por lo general  no son muchos los que asisten a estas peculiares manifestaciones, pero lo que no tienen en números, lo compensan con agresividad. ¿Los blancos de su ira? Los diputados opositores y cualquier periodista que acuda a la Asamblea para cubrir sus actividades y que a los ojos de la turba se delate, por su aspecto o conducta, como trabajador de “un medio de derecha”.

Estas situaciones no serían tan alarmantes si los agitadores no pasaran de gritar consignas a favor del Gobierno e insultos contra la mayoría opositora, aunque algunos sean bastante soeces. Pero sí pasan de eso. Cuando los diputados de la MUD o los reporteros llegan al hemiciclo o salen, los de rojo comienzan a lanzarles basura o piedras. En la sesión del miércoles los primeros proyectiles fueron tomates y un corresponsal español fue alcanzado. Debo decir sobre este caso específico que es un acto particularmente ruin usar el jugoso fruto de tal manera, no solo por la obvia barbarie que supone, sino por el contexto de un país con una severa escasez de alimentos. Luego, ese mismo día, decidieron utilizar objetos más contundentes. Aparentemente acertaron a darle a la diputada Olivia Lozano (Voluntad Popular, Bolívar), dejándole lesiones en un brazo.

Es cierto que en todos estos incidentes la Guardia Nacional Bolivariana ha formado cordones de seguridad para impedir a los “rebeldes” ingresar a las instalaciones parlamentarias. Pero eso no es suficiente. ¿No es su deber además hacer algo para prevenir las acciones que, como se ve, hasta amenazan la integridad física de ciudadanos?

Solamente piensen si los agentes serían tan pasivos si los agresores llevaran franelas de “El que se cansa pierde” y las víctimas fueran los parlamentarios chavistas. Por muchísimo menos fueron detenidos los jóvenes hermanos Joselyn y Johan Prato. Su crimen fue presuntamente participar en un abucheo masivo a la ministra de Turismo (esposa de Diosdado Cabello) y la gobernadora de Falcón, durante una visita de estas dos señoras al Parque Nacional Morrocoy. Pasaron dos meses y medio presos, período durante el cual, según denuncias propias y de sus abogados, recibieron maltratos brutales. La mujer dijo que la obligaron a ingerir comida con gusanos.

De vuelta a la esquina de San Francisco, tenemos evidentemente una Asamblea bajo reiterado acoso. El hecho es digno de generar preocupación no solo por lo visto hasta ahora, sino además porque recuerda uno de los episodios más lamentables de nuestra historia republicana, del que muy pronto se cumplirán 168 años.

Fue en la mañana del 24 de enero de 1848, a lo mejor una de esas en las que el Sol tropical brilla sin interferencia, pero modera la fuerza con que sus látigos azotan el valle a los pies del Ávila. Ahí yacía una Caracas mucho menos ruidosa e intranquila que la de hoy, sin cornetas ni reguetón a todo volumen. Pero habría sido mejor que esa calma hubiera resultado perturbada por una orquesta subida de tono con lo que sea que estuviera de moda entonces (¿Liszt? ¿El último vals de Strauss?), en lugar de la tragedia que de hecho aconteció.

El presidente José Tadeo Monagas, que súbitamente enarboló las banderas del Partido Liberal, mantenía un fuerte conflicto con la oposición conservadora en el Congreso. No es mi intención ahora defender un bando por encima del otro. Se debe recordar que las pugnas políticas del siglo XIX  criollo eran más entre caudillos que entre ideologías. Monagas fue un caudillo más. El caso es que la querella por cuál de los dos poderes podía hacer más frente al otro rápidamente se volvió peligrosa, y algunos seguidores de ambos juzgaron como buena idea saldarla con violencia.

Aquella mañana, frente al Congreso, con sus diputados adentro, se concentraron partidarios armados de Monagas. Corrieron entre ellos rumores sobre una supuesta acción golpista por parte de los parlamentarios, y se desataron los demonios. Los diputados, aterrados, intentaron huir del edificio, pero de inmediato se encontraron con la incontrolable muchedumbre. Varios de ellos fueron asesinados.

Luego de esta masacre, Monagas pudo gobernar sin oposición civil importante. El diputado Fermín Toro, que no asistió a la sesión del 24 de enero, se negó a formar parte de un Congreso sumiso ante la brutalidad. Cuando le solicitaron reincorporarse, respondió con una frase que contribuyó a inmortalizar su nombre en la historia nacional: “Decidle al general Monagas que mi cadáver podrán llevarlo, pero que Fermín Toro no se prostituye”.

Por mano propia o la de su hermano, el general  controló el país por una década, durante la cual fue un feroz perseguidor de sus adversarios. Al final su despotismo fue tan grande que logró unir a conservadores y liberales por una sola vez y con un único fin: salir de él, lo cual lograron con la Revolución de Marzo de 1858.

Los sucesos del 24 de enero tiñeron de sangre un suelo muy cercano a aquel ensuciado hace poco con el visualmente similar jugo de tomate. El Congreso de la época estaba en el Convento de San Francisco, justo al frente del recinto actual de la Asamblea. Ojalá  más temprano que tarde esa intersección vuelva a ser sitio de calma, haya o no sesión legislativa. Ni por asomo queremos otro “fusilamiento del Congreso”, como algunos llaman lo que ocurrido esa vez.

De entre las penas de aquel sombrío capítulo de la historia venezolana vale la pena rescatar el papel desempeñado por Fermín Toro. Sin importar sus ideas políticas, no está mal rememorar su defensa de la vida política civil, en momentos en que se pretende usar el culto a los uniformados para tapar los graves problemas nacionales.

En ese sentido al menos, los nuevos diputados pueden verse en el espejo de Toro. Ellos mismos deben ser toros, pero no como los que caen en la provocación del manto rojo, embisten y luego son cruelmente asesinados. Deben ser toros que solo se vuelvan bravos para proteger el civismo que Venezuela quiere recuperar.

 

@AAAD25

Alejandro Armas Ene 08, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
Fanatismo que asusta, y no es la yihad

CuadrosdeHugoChávez

Desde el 6 de diciembre he visto muchas manifestaciones de esperanza y alegría entre venezolanos de todo tipo. Eso incluye a opositores recalcitrantes del este de Caracas y a señoras de zonas populares a las que, hasta hace poco, les parecía impensable votar por lo que solían llamar “la derecha” en una elección. Tengo que reconocerlo, la sensación es contagiosa.

No obstante, a partir de esa fecha también he podido ver ciertas expresiones francamente muy alarmantes entre algunos sectores de la población. Facciones tensas, tonos estridentes, estallidos de insultos y amenazas y hasta gestos dactilares que simulan disparar “pepazos” a cabezas de supuestos desertores.

Tales manifestaciones invitan a la reflexión sobre un fenómeno de la psique humana que me resulta interesante, en el sentido de lo que interesa para tratar de entender cómo se combate. Me refiero al fanatismo.

Este comportamiento tiene distintas formas, algunas de las cuáles son inocuas, al menos para los demás. Por ejemplo, la admiración excesiva hacia algún artista histriónico o musical. A estos fanáticos los llamamos a veces “fans” y no pasan de ser fastidiosos para quienes no comparten su sentimiento.

Pero hay otros fanatismos que son bastante siniestros. Tal vez la primera imagen que muchos tengan de un fanático peligroso sea la de un hombre exclamando algo en árabe y detonando un chaleco de explosivos que lleva alrededor de su cuerpo justo después. Como es incorrecto asociar estrictamente este tipo de violencia con el islam, se puede pensar además en grupos de cristianos que se toman demasiado en serio el relato de Sodoma y Gomorra e incitan al castigo físico de homosexuales. Asimismo, existen conductas antisociales inspiradas por interpretaciones ponzoñosas del judaísmo, el hinduismo, etc.

Lo que quiero decir es que la religión es la característica humana más comúnmente asociada con el fanatismo nocivo. Pero hay una manifestación bastante recurrente a lo largo de la historia a la que no se le ha prestado igual atención: el fanatismo político. Resulta ser que las ideologías políticas pueden generar conductas extremas tanto como los credos sagrados. De hecho, el Diccionario de la Real Academia Española define al fanático como alguien “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”.

Si el fanático religioso defiende sin ninguna racionalidad un ordenamiento del mundo que juzga como divinamente incuestionable, el fanático político hace lo mismo con una visión de las relaciones de poder y la vida en comunidad igualmente infalible. Lo que ambos comparten es la exigencia de que un dogma en el que creen regule la sociedad, sin importar que la mayoría no lo apruebe.

Por supuesto, los dogmas políticos son incompatibles con la democracia moderna, ya que no aceptan el debate de ideas, la diversidad de pensamiento o el poder condicionado al consentimiento mayoritario. Es por eso que los fanáticos que los respaldan son propios de movimientos políticos nada democráticos, como el fascismo y el estalinismo.

A menudo, el núcleo ideológico de esos movimientos consta de teorías complicadas, cuya aprehensión requiere un esfuerzo intelectual considerable. Eso puede dificultar que las masas se enamoren de ellos (los invito a hacer una rápida lectura de cualquiera de las obras de Marx para que vean a qué me refiero). Pero, el reclutamiento de seguidores es más sencillo si la ideología se condensa en la figura de un líder carismático, en el sentido weberiano del término. Es decir, si una teoría se fusiona con el discurso y las acciones de un sujeto que logra una fuerte conexión emocional, o hasta mística, con la colectividad, esa teoría puede cosechar para ella un buen número de fanáticos, aun sin que los mismos necesariamente la entiendan cabalmente.

Cuando fanatismos políticos así se hacen con el poder, la coexistencia pacífica de opiniones diferentes peligra. Pongo un ejemplo que llevó a consecuencias dramáticas. A mediados de los años sesenta, Mao Zedong había perdido protagonismo en la propia República Popular China que él había fundado década y media antes. Su influencia mermó frente a sus rivales luego del fracaso de su demente “Gran Salto Adelante”, política comunal que produjo decenas de millones de muertes y de la que hablé en mi último artículo del año pasado.

Pero el “Gran Timonel” no estaba dispuesto, ni siquiera luego de esta hecatombe, a ceder la conducción del barco. Para asegurarse de conservarla, hizo una jugada llamada Revolución Cultural. Apeló con su indiscutible carisma al pueblo para que limpiara al país de los elementos burgueses, capitalistas y tradicionalistas que, según él, perduraban en la sociedad china. Los principales agentes de estos elementos dañinos eran, desde luego, los rivales importantes de Mao.

Pero el fanatismo suscitado entonces no podía conformarse con sancionar a un puñado de hombres. La voluntad de persecución se volvió masiva y hubo, por tanto, millones de víctimas. Todo aquel al que se le notara una “actitud burguesa” era un potencial blanco. La atracción hacia Mao afectó sobre todo a los jóvenes. Aparecieron los guardias rojos, hordas de muchachos de ambos sexos, muchos de ellos adolescentes, dedicadas a identificar, capturar y castigar a los “enemigos de la revolución”. Mientras realizaban estas fatídicas actividades, enarbolaban el Libro Rojo, que reunía las tesis del maoísmo, y cantaban loas al líder supremo. Tan obsesionados estaban con defender estas ideas, que más de uno denunció a sus padres y maestros como “traidores” y los entregó a las autoridades de la dictadura.

Los detenidos eran sometidos a vejaciones, humillaciones y torturas de una naturaleza salvaje. Muchos murieron asesinados o se suicidaron, hartos del dolor. Sin embargo, Mao logró lo que quería: volver a ser el gobernante indiscutido de China, condición que retuvo hasta su muerte en 1976.

Al otro lado del globo, los venezolanos podemos felizmente decir que no hemos visto fanatismos de esa categoría, al menos desde el fin de la era de los caudillos. Pero hoy veo síntomas preocupantes en el oficialismo derrotado. Aun después de saberse minoría, descarta cualquier conciliación o cooperación con sus adversarios, conducta que sería propia de demócratas y que no le vendría mal al maltratado país. Su dogma marxista, presentado con la etiqueta sentimental del legado de Chávez, prohíbe “pactar con la derecha”.

En tal sentido, la jerarquía del PSUV se vale de los demás poderes del Estado para quitar atribuciones a la nueva Asamblea Nacional, elegida por una amplia mayoría de los votantes, y cederlas a un impopular Presidente. El Gobierno se empeña en radicalizar su proyecto para el país justo cuando más de la mitad de los ciudadanos le da la espalda.

Su accionar y retórica es transmitido a varios de sus seguidores. Estos realizan manifestaciones contra declaraciones de la oposición que nunca fueron hechas. Cuando se les muestran las pruebas de que los mensajes son falsos, se niegan a reconocerlo y siguen como si nada. Es la venda ideológica. Exigen que se impida la implementación de cambios desde el parlamento, aunque se les invite a hacer sus aportes a esas decisiones. En redes sociales denuncian a “traidores” (empleados públicos o beneficiarios de programas gubernamentales que votaron por la disidencia) y piden represalias contra ellos.

Venezuela no necesita estos fanatismos. Lo que el país requiere es una labor pública ardua que la saque de esta desesperante situación de salarios reducidos a polvo cósmico, colas eternas, anaqueles vacíos y hampa desbordada. Difícilmente veremos esto mientras un grupo minoritario, pero con mucho poder, se niegue a ceder ni un milímetro en la realización sus intereses dogmáticos.

Como nota final, quiero subrayar que no todos los oficialistas son así. Muchos saben que es por el bien de Venezuela el fin de la polarización y piden las medidas urgentes que el Gobierno se niega a tomar. Aunque no comparta su inclinación por la obra política de Chávez, la respeto, siempre y cuando no pretendan imponérsela a los demás.

 

@AAAD25