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Fanatismo que asusta, y no es la yihad

CuadrosdeHugoChávez

Desde el 6 de diciembre he visto muchas manifestaciones de esperanza y alegría entre venezolanos de todo tipo. Eso incluye a opositores recalcitrantes del este de Caracas y a señoras de zonas populares a las que, hasta hace poco, les parecía impensable votar por lo que solían llamar “la derecha” en una elección. Tengo que reconocerlo, la sensación es contagiosa.

No obstante, a partir de esa fecha también he podido ver ciertas expresiones francamente muy alarmantes entre algunos sectores de la población. Facciones tensas, tonos estridentes, estallidos de insultos y amenazas y hasta gestos dactilares que simulan disparar “pepazos” a cabezas de supuestos desertores.

Tales manifestaciones invitan a la reflexión sobre un fenómeno de la psique humana que me resulta interesante, en el sentido de lo que interesa para tratar de entender cómo se combate. Me refiero al fanatismo.

Este comportamiento tiene distintas formas, algunas de las cuáles son inocuas, al menos para los demás. Por ejemplo, la admiración excesiva hacia algún artista histriónico o musical. A estos fanáticos los llamamos a veces “fans” y no pasan de ser fastidiosos para quienes no comparten su sentimiento.

Pero hay otros fanatismos que son bastante siniestros. Tal vez la primera imagen que muchos tengan de un fanático peligroso sea la de un hombre exclamando algo en árabe y detonando un chaleco de explosivos que lleva alrededor de su cuerpo justo después. Como es incorrecto asociar estrictamente este tipo de violencia con el islam, se puede pensar además en grupos de cristianos que se toman demasiado en serio el relato de Sodoma y Gomorra e incitan al castigo físico de homosexuales. Asimismo, existen conductas antisociales inspiradas por interpretaciones ponzoñosas del judaísmo, el hinduismo, etc.

Lo que quiero decir es que la religión es la característica humana más comúnmente asociada con el fanatismo nocivo. Pero hay una manifestación bastante recurrente a lo largo de la historia a la que no se le ha prestado igual atención: el fanatismo político. Resulta ser que las ideologías políticas pueden generar conductas extremas tanto como los credos sagrados. De hecho, el Diccionario de la Real Academia Española define al fanático como alguien “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”.

Si el fanático religioso defiende sin ninguna racionalidad un ordenamiento del mundo que juzga como divinamente incuestionable, el fanático político hace lo mismo con una visión de las relaciones de poder y la vida en comunidad igualmente infalible. Lo que ambos comparten es la exigencia de que un dogma en el que creen regule la sociedad, sin importar que la mayoría no lo apruebe.

Por supuesto, los dogmas políticos son incompatibles con la democracia moderna, ya que no aceptan el debate de ideas, la diversidad de pensamiento o el poder condicionado al consentimiento mayoritario. Es por eso que los fanáticos que los respaldan son propios de movimientos políticos nada democráticos, como el fascismo y el estalinismo.

A menudo, el núcleo ideológico de esos movimientos consta de teorías complicadas, cuya aprehensión requiere un esfuerzo intelectual considerable. Eso puede dificultar que las masas se enamoren de ellos (los invito a hacer una rápida lectura de cualquiera de las obras de Marx para que vean a qué me refiero). Pero, el reclutamiento de seguidores es más sencillo si la ideología se condensa en la figura de un líder carismático, en el sentido weberiano del término. Es decir, si una teoría se fusiona con el discurso y las acciones de un sujeto que logra una fuerte conexión emocional, o hasta mística, con la colectividad, esa teoría puede cosechar para ella un buen número de fanáticos, aun sin que los mismos necesariamente la entiendan cabalmente.

Cuando fanatismos políticos así se hacen con el poder, la coexistencia pacífica de opiniones diferentes peligra. Pongo un ejemplo que llevó a consecuencias dramáticas. A mediados de los años sesenta, Mao Zedong había perdido protagonismo en la propia República Popular China que él había fundado década y media antes. Su influencia mermó frente a sus rivales luego del fracaso de su demente “Gran Salto Adelante”, política comunal que produjo decenas de millones de muertes y de la que hablé en mi último artículo del año pasado.

Pero el “Gran Timonel” no estaba dispuesto, ni siquiera luego de esta hecatombe, a ceder la conducción del barco. Para asegurarse de conservarla, hizo una jugada llamada Revolución Cultural. Apeló con su indiscutible carisma al pueblo para que limpiara al país de los elementos burgueses, capitalistas y tradicionalistas que, según él, perduraban en la sociedad china. Los principales agentes de estos elementos dañinos eran, desde luego, los rivales importantes de Mao.

Pero el fanatismo suscitado entonces no podía conformarse con sancionar a un puñado de hombres. La voluntad de persecución se volvió masiva y hubo, por tanto, millones de víctimas. Todo aquel al que se le notara una “actitud burguesa” era un potencial blanco. La atracción hacia Mao afectó sobre todo a los jóvenes. Aparecieron los guardias rojos, hordas de muchachos de ambos sexos, muchos de ellos adolescentes, dedicadas a identificar, capturar y castigar a los “enemigos de la revolución”. Mientras realizaban estas fatídicas actividades, enarbolaban el Libro Rojo, que reunía las tesis del maoísmo, y cantaban loas al líder supremo. Tan obsesionados estaban con defender estas ideas, que más de uno denunció a sus padres y maestros como “traidores” y los entregó a las autoridades de la dictadura.

Los detenidos eran sometidos a vejaciones, humillaciones y torturas de una naturaleza salvaje. Muchos murieron asesinados o se suicidaron, hartos del dolor. Sin embargo, Mao logró lo que quería: volver a ser el gobernante indiscutido de China, condición que retuvo hasta su muerte en 1976.

Al otro lado del globo, los venezolanos podemos felizmente decir que no hemos visto fanatismos de esa categoría, al menos desde el fin de la era de los caudillos. Pero hoy veo síntomas preocupantes en el oficialismo derrotado. Aun después de saberse minoría, descarta cualquier conciliación o cooperación con sus adversarios, conducta que sería propia de demócratas y que no le vendría mal al maltratado país. Su dogma marxista, presentado con la etiqueta sentimental del legado de Chávez, prohíbe “pactar con la derecha”.

En tal sentido, la jerarquía del PSUV se vale de los demás poderes del Estado para quitar atribuciones a la nueva Asamblea Nacional, elegida por una amplia mayoría de los votantes, y cederlas a un impopular Presidente. El Gobierno se empeña en radicalizar su proyecto para el país justo cuando más de la mitad de los ciudadanos le da la espalda.

Su accionar y retórica es transmitido a varios de sus seguidores. Estos realizan manifestaciones contra declaraciones de la oposición que nunca fueron hechas. Cuando se les muestran las pruebas de que los mensajes son falsos, se niegan a reconocerlo y siguen como si nada. Es la venda ideológica. Exigen que se impida la implementación de cambios desde el parlamento, aunque se les invite a hacer sus aportes a esas decisiones. En redes sociales denuncian a “traidores” (empleados públicos o beneficiarios de programas gubernamentales que votaron por la disidencia) y piden represalias contra ellos.

Venezuela no necesita estos fanatismos. Lo que el país requiere es una labor pública ardua que la saque de esta desesperante situación de salarios reducidos a polvo cósmico, colas eternas, anaqueles vacíos y hampa desbordada. Difícilmente veremos esto mientras un grupo minoritario, pero con mucho poder, se niegue a ceder ni un milímetro en la realización sus intereses dogmáticos.

Como nota final, quiero subrayar que no todos los oficialistas son así. Muchos saben que es por el bien de Venezuela el fin de la polarización y piden las medidas urgentes que el Gobierno se niega a tomar. Aunque no comparta su inclinación por la obra política de Chávez, la respeto, siempre y cuando no pretendan imponérsela a los demás.

 

@AAAD25

CuadrosdeHugoChávez

Desde el 6 de diciembre he visto muchas manifestaciones de esperanza y alegría entre venezolanos de todo tipo. Eso incluye a opositores recalcitrantes del este de Caracas y a señoras de zonas populares a las que, hasta hace poco, les parecía impensable votar por lo que solían llamar “la derecha” en una elección. Tengo que reconocerlo, la sensación es contagiosa.

No obstante, a partir de esa fecha también he podido ver ciertas expresiones francamente muy alarmantes entre algunos sectores de la población. Facciones tensas, tonos estridentes, estallidos de insultos y amenazas y hasta gestos dactilares que simulan disparar “pepazos” a cabezas de supuestos desertores.

Tales manifestaciones invitan a la reflexión sobre un fenómeno de la psique humana que me resulta interesante, en el sentido de lo que interesa para tratar de entender cómo se combate. Me refiero al fanatismo.

Este comportamiento tiene distintas formas, algunas de las cuáles son inocuas, al menos para los demás. Por ejemplo, la admiración excesiva hacia algún artista histriónico o musical. A estos fanáticos los llamamos a veces “fans” y no pasan de ser fastidiosos para quienes no comparten su sentimiento.

Pero hay otros fanatismos que son bastante siniestros. Tal vez la primera imagen que muchos tengan de un fanático peligroso sea la de un hombre exclamando algo en árabe y detonando un chaleco de explosivos que lleva alrededor de su cuerpo justo después. Como es incorrecto asociar estrictamente este tipo de violencia con el islam, se puede pensar además en grupos de cristianos que se toman demasiado en serio el relato de Sodoma y Gomorra e incitan al castigo físico de homosexuales. Asimismo, existen conductas antisociales inspiradas por interpretaciones ponzoñosas del judaísmo, el hinduismo, etc.

Lo que quiero decir es que la religión es la característica humana más comúnmente asociada con el fanatismo nocivo. Pero hay una manifestación bastante recurrente a lo largo de la historia a la que no se le ha prestado igual atención: el fanatismo político. Resulta ser que las ideologías políticas pueden generar conductas extremas tanto como los credos sagrados. De hecho, el Diccionario de la Real Academia Española define al fanático como alguien “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”.

Si el fanático religioso defiende sin ninguna racionalidad un ordenamiento del mundo que juzga como divinamente incuestionable, el fanático político hace lo mismo con una visión de las relaciones de poder y la vida en comunidad igualmente infalible. Lo que ambos comparten es la exigencia de que un dogma en el que creen regule la sociedad, sin importar que la mayoría no lo apruebe.

Por supuesto, los dogmas políticos son incompatibles con la democracia moderna, ya que no aceptan el debate de ideas, la diversidad de pensamiento o el poder condicionado al consentimiento mayoritario. Es por eso que los fanáticos que los respaldan son propios de movimientos políticos nada democráticos, como el fascismo y el estalinismo.

A menudo, el núcleo ideológico de esos movimientos consta de teorías complicadas, cuya aprehensión requiere un esfuerzo intelectual considerable. Eso puede dificultar que las masas se enamoren de ellos (los invito a hacer una rápida lectura de cualquiera de las obras de Marx para que vean a qué me refiero). Pero, el reclutamiento de seguidores es más sencillo si la ideología se condensa en la figura de un líder carismático, en el sentido weberiano del término. Es decir, si una teoría se fusiona con el discurso y las acciones de un sujeto que logra una fuerte conexión emocional, o hasta mística, con la colectividad, esa teoría puede cosechar para ella un buen número de fanáticos, aun sin que los mismos necesariamente la entiendan cabalmente.

Cuando fanatismos políticos así se hacen con el poder, la coexistencia pacífica de opiniones diferentes peligra. Pongo un ejemplo que llevó a consecuencias dramáticas. A mediados de los años sesenta, Mao Zedong había perdido protagonismo en la propia República Popular China que él había fundado década y media antes. Su influencia mermó frente a sus rivales luego del fracaso de su demente “Gran Salto Adelante”, política comunal que produjo decenas de millones de muertes y de la que hablé en mi último artículo del año pasado.

Pero el “Gran Timonel” no estaba dispuesto, ni siquiera luego de esta hecatombe, a ceder la conducción del barco. Para asegurarse de conservarla, hizo una jugada llamada Revolución Cultural. Apeló con su indiscutible carisma al pueblo para que limpiara al país de los elementos burgueses, capitalistas y tradicionalistas que, según él, perduraban en la sociedad china. Los principales agentes de estos elementos dañinos eran, desde luego, los rivales importantes de Mao.

Pero el fanatismo suscitado entonces no podía conformarse con sancionar a un puñado de hombres. La voluntad de persecución se volvió masiva y hubo, por tanto, millones de víctimas. Todo aquel al que se le notara una “actitud burguesa” era un potencial blanco. La atracción hacia Mao afectó sobre todo a los jóvenes. Aparecieron los guardias rojos, hordas de muchachos de ambos sexos, muchos de ellos adolescentes, dedicadas a identificar, capturar y castigar a los “enemigos de la revolución”. Mientras realizaban estas fatídicas actividades, enarbolaban el Libro Rojo, que reunía las tesis del maoísmo, y cantaban loas al líder supremo. Tan obsesionados estaban con defender estas ideas, que más de uno denunció a sus padres y maestros como “traidores” y los entregó a las autoridades de la dictadura.

Los detenidos eran sometidos a vejaciones, humillaciones y torturas de una naturaleza salvaje. Muchos murieron asesinados o se suicidaron, hartos del dolor. Sin embargo, Mao logró lo que quería: volver a ser el gobernante indiscutido de China, condición que retuvo hasta su muerte en 1976.

Al otro lado del globo, los venezolanos podemos felizmente decir que no hemos visto fanatismos de esa categoría, al menos desde el fin de la era de los caudillos. Pero hoy veo síntomas preocupantes en el oficialismo derrotado. Aun después de saberse minoría, descarta cualquier conciliación o cooperación con sus adversarios, conducta que sería propia de demócratas y que no le vendría mal al maltratado país. Su dogma marxista, presentado con la etiqueta sentimental del legado de Chávez, prohíbe “pactar con la derecha”.

En tal sentido, la jerarquía del PSUV se vale de los demás poderes del Estado para quitar atribuciones a la nueva Asamblea Nacional, elegida por una amplia mayoría de los votantes, y cederlas a un impopular Presidente. El Gobierno se empeña en radicalizar su proyecto para el país justo cuando más de la mitad de los ciudadanos le da la espalda.

Su accionar y retórica es transmitido a varios de sus seguidores. Estos realizan manifestaciones contra declaraciones de la oposición que nunca fueron hechas. Cuando se les muestran las pruebas de que los mensajes son falsos, se niegan a reconocerlo y siguen como si nada. Es la venda ideológica. Exigen que se impida la implementación de cambios desde el parlamento, aunque se les invite a hacer sus aportes a esas decisiones. En redes sociales denuncian a “traidores” (empleados públicos o beneficiarios de programas gubernamentales que votaron por la disidencia) y piden represalias contra ellos.

Venezuela no necesita estos fanatismos. Lo que el país requiere es una labor pública ardua que la saque de esta desesperante situación de salarios reducidos a polvo cósmico, colas eternas, anaqueles vacíos y hampa desbordada. Difícilmente veremos esto mientras un grupo minoritario, pero con mucho poder, se niegue a ceder ni un milímetro en la realización sus intereses dogmáticos.

Como nota final, quiero subrayar que no todos los oficialistas son así. Muchos saben que es por el bien de Venezuela el fin de la polarización y piden las medidas urgentes que el Gobierno se niega a tomar. Aunque no comparta su inclinación por la obra política de Chávez, la respeto, siempre y cuando no pretendan imponérsela a los demás.

 

@AAAD25

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CuadrosdeHugoChávez

Desde el 6 de diciembre he visto muchas manifestaciones de esperanza y alegría entre venezolanos de todo tipo. Eso incluye a opositores recalcitrantes del este de Caracas y a señoras de zonas populares a las que, hasta hace poco, les parecía impensable votar por lo que solían llamar “la derecha” en una elección. Tengo que reconocerlo, la sensación es contagiosa.

No obstante, a partir de esa fecha también he podido ver ciertas expresiones francamente muy alarmantes entre algunos sectores de la población. Facciones tensas, tonos estridentes, estallidos de insultos y amenazas y hasta gestos dactilares que simulan disparar “pepazos” a cabezas de supuestos desertores.

Tales manifestaciones invitan a la reflexión sobre un fenómeno de la psique humana que me resulta interesante, en el sentido de lo que interesa para tratar de entender cómo se combate. Me refiero al fanatismo.

Este comportamiento tiene distintas formas, algunas de las cuáles son inocuas, al menos para los demás. Por ejemplo, la admiración excesiva hacia algún artista histriónico o musical. A estos fanáticos los llamamos a veces “fans” y no pasan de ser fastidiosos para quienes no comparten su sentimiento.

Pero hay otros fanatismos que son bastante siniestros. Tal vez la primera imagen que muchos tengan de un fanático peligroso sea la de un hombre exclamando algo en árabe y detonando un chaleco de explosivos que lleva alrededor de su cuerpo justo después. Como es incorrecto asociar estrictamente este tipo de violencia con el islam, se puede pensar además en grupos de cristianos que se toman demasiado en serio el relato de Sodoma y Gomorra e incitan al castigo físico de homosexuales. Asimismo, existen conductas antisociales inspiradas por interpretaciones ponzoñosas del judaísmo, el hinduismo, etc.

Lo que quiero decir es que la religión es la característica humana más comúnmente asociada con el fanatismo nocivo. Pero hay una manifestación bastante recurrente a lo largo de la historia a la que no se le ha prestado igual atención: el fanatismo político. Resulta ser que las ideologías políticas pueden generar conductas extremas tanto como los credos sagrados. De hecho, el Diccionario de la Real Academia Española define al fanático como alguien “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”.

Si el fanático religioso defiende sin ninguna racionalidad un ordenamiento del mundo que juzga como divinamente incuestionable, el fanático político hace lo mismo con una visión de las relaciones de poder y la vida en comunidad igualmente infalible. Lo que ambos comparten es la exigencia de que un dogma en el que creen regule la sociedad, sin importar que la mayoría no lo apruebe.

Por supuesto, los dogmas políticos son incompatibles con la democracia moderna, ya que no aceptan el debate de ideas, la diversidad de pensamiento o el poder condicionado al consentimiento mayoritario. Es por eso que los fanáticos que los respaldan son propios de movimientos políticos nada democráticos, como el fascismo y el estalinismo.

A menudo, el núcleo ideológico de esos movimientos consta de teorías complicadas, cuya aprehensión requiere un esfuerzo intelectual considerable. Eso puede dificultar que las masas se enamoren de ellos (los invito a hacer una rápida lectura de cualquiera de las obras de Marx para que vean a qué me refiero). Pero, el reclutamiento de seguidores es más sencillo si la ideología se condensa en la figura de un líder carismático, en el sentido weberiano del término. Es decir, si una teoría se fusiona con el discurso y las acciones de un sujeto que logra una fuerte conexión emocional, o hasta mística, con la colectividad, esa teoría puede cosechar para ella un buen número de fanáticos, aun sin que los mismos necesariamente la entiendan cabalmente.

Cuando fanatismos políticos así se hacen con el poder, la coexistencia pacífica de opiniones diferentes peligra. Pongo un ejemplo que llevó a consecuencias dramáticas. A mediados de los años sesenta, Mao Zedong había perdido protagonismo en la propia República Popular China que él había fundado década y media antes. Su influencia mermó frente a sus rivales luego del fracaso de su demente “Gran Salto Adelante”, política comunal que produjo decenas de millones de muertes y de la que hablé en mi último artículo del año pasado.

Pero el “Gran Timonel” no estaba dispuesto, ni siquiera luego de esta hecatombe, a ceder la conducción del barco. Para asegurarse de conservarla, hizo una jugada llamada Revolución Cultural. Apeló con su indiscutible carisma al pueblo para que limpiara al país de los elementos burgueses, capitalistas y tradicionalistas que, según él, perduraban en la sociedad china. Los principales agentes de estos elementos dañinos eran, desde luego, los rivales importantes de Mao.

Pero el fanatismo suscitado entonces no podía conformarse con sancionar a un puñado de hombres. La voluntad de persecución se volvió masiva y hubo, por tanto, millones de víctimas. Todo aquel al que se le notara una “actitud burguesa” era un potencial blanco. La atracción hacia Mao afectó sobre todo a los jóvenes. Aparecieron los guardias rojos, hordas de muchachos de ambos sexos, muchos de ellos adolescentes, dedicadas a identificar, capturar y castigar a los “enemigos de la revolución”. Mientras realizaban estas fatídicas actividades, enarbolaban el Libro Rojo, que reunía las tesis del maoísmo, y cantaban loas al líder supremo. Tan obsesionados estaban con defender estas ideas, que más de uno denunció a sus padres y maestros como “traidores” y los entregó a las autoridades de la dictadura.

Los detenidos eran sometidos a vejaciones, humillaciones y torturas de una naturaleza salvaje. Muchos murieron asesinados o se suicidaron, hartos del dolor. Sin embargo, Mao logró lo que quería: volver a ser el gobernante indiscutido de China, condición que retuvo hasta su muerte en 1976.

Al otro lado del globo, los venezolanos podemos felizmente decir que no hemos visto fanatismos de esa categoría, al menos desde el fin de la era de los caudillos. Pero hoy veo síntomas preocupantes en el oficialismo derrotado. Aun después de saberse minoría, descarta cualquier conciliación o cooperación con sus adversarios, conducta que sería propia de demócratas y que no le vendría mal al maltratado país. Su dogma marxista, presentado con la etiqueta sentimental del legado de Chávez, prohíbe “pactar con la derecha”.

En tal sentido, la jerarquía del PSUV se vale de los demás poderes del Estado para quitar atribuciones a la nueva Asamblea Nacional, elegida por una amplia mayoría de los votantes, y cederlas a un impopular Presidente. El Gobierno se empeña en radicalizar su proyecto para el país justo cuando más de la mitad de los ciudadanos le da la espalda.

Su accionar y retórica es transmitido a varios de sus seguidores. Estos realizan manifestaciones contra declaraciones de la oposición que nunca fueron hechas. Cuando se les muestran las pruebas de que los mensajes son falsos, se niegan a reconocerlo y siguen como si nada. Es la venda ideológica. Exigen que se impida la implementación de cambios desde el parlamento, aunque se les invite a hacer sus aportes a esas decisiones. En redes sociales denuncian a “traidores” (empleados públicos o beneficiarios de programas gubernamentales que votaron por la disidencia) y piden represalias contra ellos.

Venezuela no necesita estos fanatismos. Lo que el país requiere es una labor pública ardua que la saque de esta desesperante situación de salarios reducidos a polvo cósmico, colas eternas, anaqueles vacíos y hampa desbordada. Difícilmente veremos esto mientras un grupo minoritario, pero con mucho poder, se niegue a ceder ni un milímetro en la realización sus intereses dogmáticos.

Como nota final, quiero subrayar que no todos los oficialistas son así. Muchos saben que es por el bien de Venezuela el fin de la polarización y piden las medidas urgentes que el Gobierno se niega a tomar. Aunque no comparta su inclinación por la obra política de Chávez, la respeto, siempre y cuando no pretendan imponérsela a los demás.

 

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