Tendré la audacia de empezar este artículo con una declaración que pudiera pasar por narcisista: desde que, hace tres lustros, abrí mi cuenta de Twitter (aún me rehúso a llamarlo “X” por capricho idiota de Elon Musk), mi número de seguidores nunca ha parado de crecer. Bueno, casi nunca. Creo que el único momento en el que esa cifra experimentó una tendencia contraria fue en torno a la elección presidencial estadounidense de 2020. En aquel entonces, cientos de personas dejaron de seguirme. Varias de ellas, no sin antes estallar en ofensas y acusaciones infundadas en mi contra. ¿Por qué?
Porque este servidor, antes de los comicios, emitió algunos comentarios críticos sobre el candidato a la reelección, Donald Trump, y, luego de la votación, puso en duda los argumentos del mandatario para cantar fraude y tratar de seguir en el poder como sea, llegando incluso a incitar un asalto al Capitolio de Estados Unidos, incidente que dejó varios muertos y no pocos destrozos.
Pero esas personas indignadas conmigo no eran alguna Mrs. Henderson, de Fort Smith, Arkansas, ni un Mr. Green, de Twin Falls, Idaho. Nada que ver. Eran venezolanos. Muchos de ellos, radicados en Venezuela y, probablemente, sin siquiera un historial de viajes a Estados Unidos. ¿A qué se debía, entonces, tanto apasionamiento y tanta inquina por opiniones sobre un político de un país ajeno? Para entenderlo, es necesario hacer primero un breve ejercicio de antropología y psicología de masas.
A lo largo de nuestra historia como nacionalidad, muchos venezolanos han tenido una tendencia a la búsqueda de un caudillo u “hombre fuerte”. Un líder que sientan que “los cuida”. Alguien osado, tenaz y autoritario que brinde cierta seguridad. Como ven, se trata de una figura arquetípica, en el sentido junguiano. Forma parte del inconsciente colectivo y se manifiesta sobre todo en tiempos de gran incertidumbre.
Desde luego, la tendencia no es cosa exclusiva de nuestro gentilicio. Cualquier pueblo puede incurrir en ella (además, Jung dixit, esos arquetipos pertenecen al inconsciente colectivo en tanto se extienden a las más diversas culturas a lo largo y ancho del mundo). Pero es innegable que las naciones latinoamericanas lo han hecho con una frecuencia mayor que la de otras regiones. Por algo, la palabra “caudillo” fue importada del castellano al inglés para designar este tipo de liderazgo. La prevalencia por estos lares tal vez sea consecuencia de procesos de socialización política que se remontan a la obediencia y pleitesía que se le prestaba al rey durante la Colonia.
De hecho, uno de los primeros caudillos en alcanzar esa posición fue alguien que suprimió el segundo gran intento de romper con Fernando VII: el “taita” José Tomás Boves. A partir de ese momento, otros hombres desempeñaron el papel, el último de los cuales fue Hugo Chávez.
Una vez desatada la ruina del país que aún padecemos y, vistos los sucesivos fracasos de la dirigencia opositora por ponerle fin, el desespero de millones de venezolanos por creer en un mesías los llevó a buscarlo allende nuestras fronteras. Creyeron encontrarlo en… Donald Trump. Es así como surgió el fenómeno del “magazolano”, un fanático que cree ciegamente en la virtud del caudillo anglosajón y se enfurece con quien sea que se atreva a ponerla en duda hasta de la forma más tímida. He ahí, a mi juicio, la causa de la rabia que inundó mis notificaciones de Twitter hace cinco años.
En parte se podía entender inicialmente que tanta gente hubiera depositado sus esperanzas en Trump. Después de todo, en su primer mandato, la Casa Blanca ejerció una presión sin precedentes sobre la elite gobernante venezolana para que aceptara una transición democrática negociada. En un momento hasta que se creyó a nivel masivo que Trump haría lo que fuera necesario para producir un cambio político en Venezuela. Pero a medida que pasaba el tiempo, quedó claro que ese tan mentado “Todas las opciones están sobre la mesa” no era más que una fanfarronada.
De todas formas, me atrevería a decir que, para el momento en que Trump perdió las elecciones de 2020 y cantó absurdamente que las mismas estuvieron amañadas, muchísimos venezolanos seguían viendo en él la promesa de un héroe y redentor. Impresión que se mantuvo, y quizá hasta se reforzó, durante los cuatro años de gobierno de Joe Biden, ya que este aflojó la presión a cambio de la expectativa de reformas democráticas en Venezuela, a la postre incumplidas.
Ahora, me parece que otro gallo canta. Trump está de vuelta, sí. Pero lo que ha hecho es repetir sus tácticas de presión intentadas entre 2019 y 2022, sin siquiera insinuar que está dispuesto a ir más lejos. Ya que la estrategia no dio resultado aquella vez, pienso que ahora hay mucho más escepticismo sobre ella, además de temores de que lo único que vean las masas sea sus efectos colaterales en términos de deterioro de la economía venezolana.
Pero eso no es todo. Lo que más pudiera estar terminando de desilusionar a los venezolanos sobre Trump es su marcado y cada vez más radical rechazo a la presencia de nuestros conciudadanos en suelo estadounidense (cosa que en su primer mandato no se veía, porque entonces no había decenas de miles de los nuestros tratando de asentarse en Estados Unidos). Advertidos estuvieron. Durante toda su campaña de 2024, Trump y compañía fueron muy sinceros en su intención de expulsar a personas en masa, incluyendo a venezolanos.
Cuando hice comentarios al respecto, la reacción de muchos fue de incredulidad y, de nuevo, ira. Tal vez uno de los últimos episodios de furor magazolano. Ahora algunas de esas mismas personas están llorando por la posibilidad de que les deporten a sus madres o hermanos. Dicen que “los engañaron”. Para nada. Repito: en eso Trump sí fue honesto. Razón tenían Deleuze y Guattari cuando señalaron que el deseo, desde el inconsciente, puede motivar juicios incluso en contra del interés propio consciente. Es así como las masas pueden aplaudir a un político que les dice a gritos que los va a perjudicar.
El gobierno de Trump invocó una ley arcaica de guerra para caracterizar la inmigración de venezolanos como una “invasión deliberadamente hostil”, cosa que las mismísimas agencias de inteligencia de Estados Unidos descartaron. El venezolano, sobre todo el hombre joven cuyo aspecto indica pobreza socioeconómica, es así caracterizado como un delincuente violento, con argumentos ridículos como la posesión de tatuajes que nada tienen que ver con bandas criminales. Cientos fueron enviados a un infame calabozo salvadoreño por tiempo indefinido, sin debido proceso ni derecho a la defensa.
Hubo quien justificó todo esto alegando que esos compatriotas entraron a EE. UU. sin autorización (como si eso fuera más que una falta administrativa que acarrea deportación, pero no el encierro en una cárcel de un tercer país). Pero luego vimos la revocación del parol humanitario y el Temporary Protection Status (TPS), afectando a cientos de miles de venezolanos que entraron a Estados Unidos siguiendo las reglas. Medida arbitraria y bastante cruel.
Por último tenemos la prohibición de viajes a Estados Unidos para venezolanos, bajo todas las categorías de visa disponibles para el público en general. En teoría no afecta a quienes ya tenían sus visas vigentes, pero eso significa que estos solo podrán mantener los viajecitos de compras en Miami Beach por un tiempo limitado. No hay quien se salve, en última instancia. Ni siquiera aquellos “venezolanos de bien” que, por razones vulgarmente clasistas, aplaudieron o excusaron la deportación de “marginales”.
Creo que, por todo esto, el fenómeno magazolano va a desinflarse y que, muy al contrario de lo que pasaba hace cinco años, ser magazolano se volverá algo cada vez más impopular entre venezolanos en general. Con pocas excepciones adicionales, solo aquellos que ya tienen garantizada su permanencia en suelo norteamericano por residencia permanente o ciudadanía, y que comparten el desdén de Trump hacia la venezolanidad (i.e. son endofóbicos), seguirán siendo magazolanos a capa y espada. A menos que ocurra un cambio político en Venezuela antes de 2029, los venezolanos preferirán que un demócrata gane las elecciones presidenciales de 2028 y revierta rápidamente las medidas de Trump contra venezolanos.
En realidad, el caudillismo siempre es una forma tóxica de abordar la política. Inclinarse hacia el caudillo de una tribu ajena es, además, por lo general una muy mala idea. Para colmo, en esta oportunidad la inclinación fue hacia un caudillo particularmente despreciativo de otras tribus. Por difícil que sea, tenemos que aceptar que ningún líder foráneo nos va a rescatar. Tendremos que hacerlo nosotros mismos.
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