Cuba y mis penas - Runrun
Samuel González-Seijas Jul 19, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Cuba y mis penas
Escuchar ‘Sueño con serpientes’ me dejaba embobado, suspendido. ¿Por qué no supe ver lo que tenía en frente? ¿Por qué fui instrumento de ideas que no eran mías?

 

@lectordepaso

Uso la palabra pena en su sentido de ‘dolor’, ‘tristeza honda’, pero también como la usamos en nuestro país, es decir, como ‘vergüenza’, ‘bochorno’.

Desde ambas recordaré qué es Cuba para mí. Tierra que jamás he pisado pero que me concierne siempre.

Aunque entonces no podía saberlo, mi primer acercamiento a lo cubano vergonzante fue a los siete años, cuando en casa se escuchaba la nueva trova. Mi padre ponía a Silvio y a Pablo de tanto en tanto, en una grabadora de esas que se usaban para los interrogatorios, alargada y con un asa para llevarla. Tampoco podía darme cuenta de lo que son capaces los objetos de revelar en sus usos y funciones. Era incapaz de ver ese sarcasmo artístico y político en mi querida grabadora de entonces.

Lo cierto es que la música de Silvio me quedó como una marca imborrable. De todo lo que allí se escuchaba, era a él a quien volvía siempre, fascinado por las imágenes que sus canciones me daban y que ya a esa edad podía ‘ver’ en mi mente.

La más repetida por mí era Sueño con serpientes. Escucharla me dejaba embobado, suspendido. Sus imágenes me metían en estado de trance. Me fascinaba viajar por dentro de aquella serpiente, como dice la letra, entrar por su boca, y dejarme caer en su entraña como un viajero privilegiado. Era prodigioso sentirlo.

‘La mato y aparece una mayor’ dice la letra. También: ‘con mucho más infierno en digestión’… increíble era cómo yo podía ir viendo, como si fuese proyectado en una pantalla de cine, todos los detalles que la canción me hacía agregar a sus imágenes iniciales.

Y ahí me quedaba horas, rumiando imaginaciones felices.

Eso fue por el año 78, más o menos. Nunca mi padre habló de política, ni de izquierda ni derecha, ni de revolución. Nunca escuché en casa mencionar a Fidel, a menos que ese nombre saliera de algún noticiero.

Ni siquiera hablaba de Cuba: ese nombre lo vine a escuchar asociado al béisbol y a otro tipo de música tiempo después, gracias a mis tíos siempre salvadores.

Pero para sentir pena por aquello, es decir por Silvio, la trova y eso, tuve que llegar a la universidad.

Entre ese año y mi llegada a la Escuela de Letras muchas cosas ocurrieron, como era de esperarse.

Silvio se borró de mis intereses adolescentes, desplazado por el rock y la salsa, el deporte, las caídas familiares, los primos y las vacaciones escolares, las novias que no tuve.

Y sin embargo, lo cubano seguía presente. No eso que más arriba llamé ‘vergonzante’ sino un lado distinto de una cultura que de a poco iba conociendo, aunque mi padre, sin explicar nada, seguía conectado a ‘eso’ de un modo que jamás llegué a conocer, ni siquiera cuando lo verdaderamente nefasto cubano era en nuestro país un asunto notorio.

Recuerdo que a mi padre, fotógrafo periodista del famoso Diario de Caracas, le fue asignado el trabajo de hacer un reportaje por los 25 años de la revolución. Recuerdo los preparativos, la ida y la vuelta. Luego, el trabajo publicado en páginas centrales. Las fotos, el malecón, las vistas, quizá la garita de un viejo fortín colonial. Todo en blanco y negro.

El texto no puedo traerlo de vuelta. No sé qué decía, si elogiaba o si condenaba. O si era un balance más o menos objetivo. Como se ve, Cuba venía por la acera de mi padre, o de algún modo, asociado a él.

Pero sin él, la Cuba mía, que yo consideraba feliz, me llegaba en los nombres de sus deportistas, Juan Torena, Sotomayor, Casablanca, Tany Pérez, Teófilo Stevens. Grandes nombres todos.

Jamás estuve politizado en esos años, tal vez porque la edad no me lo permitía, pero además porque el país tampoco. Venezuela no me llevaba por ahí, me hacía ignorar hasta su propia historia, sus reveses, sus disputas, sus aciertos. Eso que llamaban democracia.

Pero llegué a la universidad y eso lo cambió todo o casi todo. Entre otras cosas, allí, a la vuelta de cualquier pasillo, en los jardines, frente a los mesones de libros, sonreído y con un cigarrillo en la mano me esperaba Silvio Rodríguez.

Fue la locura.

Era como estar rodeado de agua por todas partes. Era como estar a punto de ahogarme sin saberlo y, además, feliz. No solo volví a escuchar aquellas canciones sino que ‘milité’ en su música. No encuentro otro verbo que lo exprese mejor. Y es de esperarse.

¿Qué otra cosa puede venir de un ambiente como ese, universitario de mis veinte años, en el que todo era una invitación a militar en algo?

Claro, estoy refiriéndome a la UCV, no a otras. Y la Nueva Trova era allí un clima, una estación.

¿Cómo podía sustraerme a su influjo?

Me aprendí todas las canciones, y escuché todos los discos, caminé tarareando, silbando, esos pasillos de mi felicidad, que no eran muertos porque, al contrario de lo que decía el propio Rodríguez en otra canción, nunca necesité la muerte de otro para ser feliz. Ni la muerte ideológica ni menos la física.

Y los años 90 me pasaron así, como en un sueño agradable del que, ajá, iba a despertar de golpe.

¿Por qué fui tan ciego, tan tonto? Y ¿por qué no supe ver lo que tenía en frente? ¿Por qué fui instrumento de ideas que no eran mías?

¿Qué me llevó a militar en una felicidad espuria?

Con esa ingenuidad ignorante leí, escuché, bailé de Cuba lo que pude. Me costó muchísimo separar el grano de la paja. Me costó matizar mi fascinación por Carpentier, Marruz, Vitier, Guillén, Diego, y otros que no menciono… Salieron al rescate: Cabrera Infante, Lezama, Piñera, Gutiérrez, Loynaz, Arenas, Octavio Armand, Vocal Sampling, Paquito D’ Rivera, Sandoval, Ibrahim Ferrer, Albita, la India. Y Celia que reina desde el cielo.

Dos largas décadas me ha tomado poner en orden lo cubano en mí, de encontrar sitio para la enorme marca que con el transcurrir y con lo que mi propio país o una parte de él quiso importar de allá; de saber dónde o con qué morirme de vergüenza y de qué no; de entender que Cuba puede cantarme otra música.

Otra letra también, que puedan sacarme de la honda pena que se lleva al pensar en la isla buena y maltratada; que me ayude a salir finalmente del estómago de aquella serpiente silvana, ahora entiendo que muy feroz y cruel porque me tragaba a mí y a sus hijos.

La gran lección de Cuba

La gran lección de Cuba

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