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¿Es Venezuela una sociedad ultraconservadora?

@AAAD25

Junio. Mes de solsticios. De los padres. De Diablos de Yare y Chuao. De la Batalla de Carabobo. Del Sagrado Corazón de Jesús. De la reina del panteón romano. De parrandas de San Pedro y San Juan. ¡Del orgullo Lgbti…! Y, debido a esto, de la lloradera homofóbica. Tras milenios de discriminación, persecución y trato inhumano a personas sexodiversas, son los sujetos homofóbicos quienes dicen ser las verdaderas víctimas. Porque todos los entes poderosos e influyentes de la sociedad (elites políticas, grandes empresas, universidades, medios de comunicación, etc.) les están imponiendo una “ideología de género” opuesta a sus valores. Cada junio, cuando las personas Lgbti reafirman su identidad y reivindican sus derechos con especial insistencia, la victimización reaccionaria igualmente sube de tono.

Si estas denuncias ultramontanas son casi siempre ridículas dondequiera que aparezcan, en Venezuela lo son mucho más, considerando la influencia muy limitada del movimiento Lgbti criollo. Esta vez el paroxismo fue tal que el tímido despliegue de un arcoíris en el empaque de una galleta de coco produjo reacciones airadas por parte de individuos que estallaron en señalamientos de “adoctrinamiento” y una supuesta ubicuidad invasiva de los símbolos de la sexodiversidad.

No voy a perder mi tiempo ni a desperdiciar un artículo semanal argumentando por qué ver un dibujito de palmeras con siete colores no trastocará las preferencias sexuales de nadie ni obligará a adoptar posturas favorables a la sexodiversidad en su fuero privado. Obviamente quienes creen tal cosa ya atravesaron un umbral de fanatismo del que es muy difícil devolverse.

Más bien me propongo detenerme sobre la cuestión del conservadurismo en Venezuela. Específicamente sobre su grado y penetración. ¿Cuán conservadora es la sociedad venezolana?

Porque si bien la intensidad aumenta en el sexto mes del año, junio no es ni remotamente el único período cuando las actitudes homofóbicas salen a relucir. Y cada vez que sucede, sobre todo en forma de comentarios en redes sociales que se vuelven virales, la comunidad Lgbti y terceros que apoyan sus luchas incurren en una especie de lamento antinacionalista, alegando que el problema está arraigado en las raíces de la cultural patria de manera tal que Venezuela es una sociedad excepcional e irremediablemente reaccionaria. Su angustia es comprensible, pero no necesariamente la conclusión es correcta.

Mi primera observación, y es la primera para no relegar al final un punto de vista decepcionante, es que tener una idea clara sobre el nivel de conservadurismo de la sociedad venezolana pudiera ser imposible, de momento y por mucho tiempo más en el futuro. Abstracciones como el conservadurismo, la misoginia y la homofobia no son en sí mismos expresables en términos cuantitativos. Lo que sí se puede medir es la proporción de posturas ante cuestiones concretas como el matrimonio gay. Pero, mientras que en otras latitudes hay abundancia de tales datos, en Venezuela son tan escasos como hasta hace no mucho lo fue el arroz y hoy lo es la gasolina.

¿Por qué pasa esto? Bueno, sucede porque el flujo de información es un mercado como cualquiera, sujeto a las mismas leyes de oferta y demanda. Hacer estudios estadísticos de esa magnitud requiere un personal calificado. Cuesta mucho tiempo, esfuerzo y dinero. Si el interés en la sexodiversidad y otros temas sociales que generan polarización entre personas conservadoras y no conservadoras es poco, como en efecto ocurre en Venezuela, las encuestadoras dispuestas a asumir el costo de un estudio al respecto serán pocas, si es que las hay. La crisis económica, y en menor medida la política, son los asuntos que sí generan interés y las mantienen ocupadas.

Esta realidad no es nueva. Comparada con el resto de Occidente, Latinoamérica entró con rezago al terreno de los movimientos sociales igualitarios como el Lgbti y el feminista.

Ronald Inglehart, destacado politólogo fallecido el mes pasado, planteó que el florecimiento de inquietudes “post materiales” requieren cierto grado de desarrollo material que garantice la satisfacción de las necesidades físicas del grueso de la población (algo así como la Pirámide de Maslow aplicada a temas de interés público). Mientras que otras naciones latinoamericanas siguieron desarrollándose económicamente y dando cabida a polémicas post materiales, Venezuela recorrió el camino opuesto hasta caer en la crisis humanitaria actual, en la que a dichas polémicas se les dificulta mucho colarse entre las prioridades del ciudadano común, abrumado por el esfuerzo para apenas sobrevivir. Esta es también la razón por la que el movimiento Lgbti en Venezuela tiene un alcance relativamente muy limitado y por la que el aullido homofóbico sobre una supuesta omnipresencia de la “ideología de género” es tan absurda (como si Guatire fuera San Francisco de California). Aunque no tenga cifras que lo demuestren, por las razones ya aludidas, me atrevería a decir que solo un porcentaje infinitesimal de venezolanos está familiarizado con las tesis de Judith Butler, a favor o en contra. Asimismo, las referencias políticas desde el campo conservador a menudo son importadas, por lo general de Estados Unidos (algo de razón tuvo Mario Briceño Iragorry en llamarnos “pitiyanquis”).

Pero aunque no contemos con datos cuantitativos, sí tenemos indicios cualitativos de un conservadurismo fuerte en la sociedad venezolana.

Para empezar, somos un país mayormente cristiano, en su variedad católica. La Iglesia católica es uno de los entes más apreciados en Venezuela. Suele aparecer entre los mejores posicionados en sondeos de opinión pública. Su voz tiene impacto. La sociedad venezolana sigue siendo bastante devota si se la compara con la de varios países europeos, aunque quizá no tanto como otros latinoamericanos (México, por ejemplo). No es mi intención en este espacio formular una crítica a la postura oficial de la Iglesia ante la homosexualidad, pero todos sabemos cuál es y no creo que nadie se atreva a negar que buena parte de la homofobia es de raíz religiosa. Y si el catolicismo ha perdido algo de terreno en Venezuela en las últimas décadas, no toda esa feligresía se ha alejado del cristianismo, sino que se mudó a iglesias protestantes evangélicas, cuya actitud hacia las personas Lgbti no es mejor.

Otro elemento digno de atención en la sociedad venezolana es el machismo. Es decir, la adhesión a roles de género tradicionales que exaltan la masculinidad y degradan la feminidad. El “macho criollo” es uno de los estereotipos más conocidos del imaginario popular nacional. Dominante, ambicioso, bravo y promiscuo. El que siempre consigue lo que quiere. De la mujer se espera lo contrario: modestia, recato, delicadeza y sumisión. Está para servir y dejarse guiar. Uno es “activo y superior”. La otra, “pasiva e inferior”. Está de más decir que estas son concepciones extremadamente rudimentarias de los géneros y que no todos los venezolanos piensan así. Pero los hay. Muchos. Para la mentalidad, ultraconservadora, estos roles de género están férreamente ligados al sexo biológico y cualquier “desviación” es aberrante. La homosexualidad es por lo tanto inaceptable. Sobre todo la homosexualidad del hombre que adopta conductas y rasgos femeninos, puesto que así se “rebaja del plano superior al inferior”.

Estos y otros factores conservadores (en el sentido de que rechazan los cambios hacia una sociedad con igualdad de derechos y oportunidades entre heterosexuales y sexodiversos) son los pilares de la homofobia en Venezuela. Quizá no todos, pero algunos. Volviendo a Inglehart, uno pudiera pensar que el apoyo al movimiento Lgbti y el repudio están más o menos en la misma situación restringida, pues se trata de inquietudes posmateriales en un país doblegado por necesidades materiales. Pero no es así. La homofobia conservadora tiene la ventaja inherente de haber sido pasada de generación en generación por siglos. En cambio, los reclamos de la sexodiversidad son algo relativamente nuevo. Tienen que irrumpir para luego arraigarse. La oposición siempre estuvo ahí, latente. Solo ahora, cuando el movimiento Lgbti obtiene logros modestos pero quizá magnificados por la lupa del efecto viral en redes sociales (el respaldo de personalidades influyentes, gestos de universidades, empresas y unos pocos partidos políticos, etc.), la reacción homofóbica se manifiesta de forma altisonante.

En conclusión, Venezuela tal vez sea una sociedad mayoritariamente conservadora y homofóbica, aunque es imposible tener una idea exacta de las proporciones. La buena noticia es que nada de lo anterior es irreversible. No es que la cultura venezolana tenga un problema que la condene a la homofobia permanente. Lo que sucede es que el contexto de precariedad material dificulta mucho al movimiento Lgbti captar la atención, paso necesario para convencer a las masas de la justicia de sus exigencias. Por desgracia, veo poco probable que el panorama cambie mientras la inmensa mayoría de la población siga con estándares de vida deplorables, y todavía no se ve luz al final de ese túnel. No lo digo con ánimo de desalentar a los activistas Lgbti. El reto es inmenso pero confío en que mantendrán su lucha todo el tiempo que sea necesario.

Posdata: A todos en la comunidad sexodiversa, feliz Mes del Orgullo. Sé que aún hay mucha discriminación en el mundo. Sé que la decisión de mostrarse como lo que son es de ustedes solos, y que hay muchos casos en los que hacerlo no es tan sencillo como declararse fan de un artista de moda. Sé que no siempre es fácil ser ustedes, pero de todas formas les hago la invitación ontológica: sean ustedes, sin nada que ocultar.

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