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El miedo y el mar

Elías Pino Iturrieta
08/04/2020

@eliaspino 

“Qué locura confiar en el mar”, dice uno de los personajes en un coloquio de Erasmo. No estamos sino ante uno de los infinitos testimonios del pavor que provocan las inmensidades líquidas en los seres humanos, sobre el cual haremos breve viaje ahora con la guía del historiador Jean Delumeau. En un libro extraordinario que fundamentará sucesivas crónicas, El miedo en occidente (Taurus, 1989), Delumeau se detiene en las reacciones de nuestras civilizaciones, esencialmente terrestres, ante el misterio de los océanos. Desde el principio de los tiempos modernos, sin adelantos técnicos suficientes para atender los desafíos de su entorno, crece el miedo de los hombres frente a un universo que nadie controla con seguridad y que nadie ha podido dominar plenamente, ni siquiera en nuestros días.

Son muchos los motivos que provocan el pánico ante los océanos desde el principio de los tiempos modernos, pero uno sobre el cual se insiste radica en los elementos perniciosos, o que así se consideran en la cristiandad europea, que llegan por sus oscuros conductos. Más allá de los mares, en costas lejanas y cargadas de malas intenciones, habita un género humano cuya misión es la destrucción de los buenos hijos de Dios, objetivo que tratarán de cumplir a través de expediciones frente a las cuales se deben levantar murallas de rezos y pólvora. Los sarracenos y los berberiscos, por ejemplo, quienes aparecen en peligrosos navíos aprovechándose de las facilidades ofrecidas por el agua complotada con sus fuerzas para la destrucción de la humanidad. La idea encuentra soporte en las versiones clásicas sobre las criaturas malignas que acechan a los navegantes en el agua o en las costas, como las sirenas y  los estrabones, como Polifemo y Circe creados por Homero y por Virgilio.

Pero, así como facilita la llegada de enemigos letales, el mar también impide o ha impedido la propagación de la religión verdadera en las tierras dominadas por los infieles. Las historias sobre las pavorosas tempestades, o sobre las calmas infinitas que paralizaron el viaje de los cruzados a oriente para el rescate de los santos lugares, refuerza la idea de una especie de pacto entre Satanás y los océanos para estorbar el reino de Cristo. En ocasiones tales historias terminan con felicidad debido a las plegarias de los caballeros más piadosos, o a la intervención de una reliquia de los bienaventurados que los capitanes utilizan para salvar la vida y para cumplir el mandato papal de decapitar moros. Este pleito entre maldad y virtud encuentra igualmente soporte en la idea que predomina sobre la ralea de los marineros, a quienes se moteja de aventureros alejados de los mandamientos de la Iglesia y de las regulaciones del gobierno civil. Gracias al nexo que se establece entre la irrupción de las olas asesinas y el pecado de las tripulaciones, se incrementa la previsión de mantenerse en parcela conocida o de postrarse ante el confesor antes de arriesgarse en las embarcaciones.  Los hombres que permanecen en la tierra firme contarán con la serenidad de una “muerte seca”, acompañados de sacerdotes y familiares, mientras que los navegantes quedarán expuestos a las convulsiones solitarias de la “muerte mojada”.

En la época de los grandes descubrimientos geográficos se establece del todo la idea de los peligros del mar, debido a que proviene de la descripción de proyectos de navegación que tienen éxito y gozan de celebridad. Ya no se trata de cuentos fantasiosos, de enormidades nacidas en las tabernas de los puertos y en los rincones de las sacristías, sino de relatos incluidos en volúmenes de gran circulación que hablan de la expansión de Europa debido a sus progresos técnicos. En Os Luisiadas, uno de los textos más leídos en el siglo XVI, Camoens hace decir a Vasco de Gama: “Expresar en toda su amplitud los peligros del mar, mal comprendido por los humanos: tormentas repentinas y terribles, trazos de relámpago que abrasan el cielo, negros chaparrones, noches tenebrosas, fragores de trueno que conmueven el mundo, esto sería para mí una prueba tan grande como vana, incluso aunque mi voz fuera de hierro”. No está hablando un charlatán, sino uno de los exploradores más famosos de los tiempos modernos. También entonces llega hasta miles de lectores el libro de Pedro Mártir de Anglería sobre los viajes de los españoles después de los periplos de Colón. Anglería escribe con licencia de los reyes como Cronista Mayor de las Indias para multiplicar afirmaciones como las recogidas por Camoens, pero también para confirmar la existencia de monstruos marinos en batalla con los hombres que se entrometen en sus dominios.

El mar como elemento macabro se recoge en las pinturas de Brueghel y Goya, en las tradiciones recreadas por Rabelais, en el teatro de Shakespeare, en los Ensayos de Montaigne y los poemas de Ronsard, por ejemplo. Su presencia en grandes obras de los tiempos modernos remite a una permanencia cultural, a una sensibilidad continuada que se debe analizar con mayor atención. Como se ha atravesado el vuelo de los aviones, la perpleja civilización terrestre de la que formamos parte no lo ha relacionado todavía con los senderos que permitieron la llegada del coronavirus desde regiones exóticas, pero sobrarán los prejuicios para traerlo a colación.

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