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La estatura de un líder

La estatura de un líder
Elías Pino Iturrieta
06/03/2020

@eliaspino

Las circunstancias definen la magnitud de un liderazgo personal. Las posibilidades de dirigir con lucidez a un conglomerado no se decretan, no se resuelven en los despachos de las personas influyentes, sino cuando una figura elevada por sus pares se crece ante los desafíos que topa en el camino. Los conciliábulos de la dirigencia pueden escoger a uno de los suyos para que los represente, los comandos de los ejércitos pueden entregarse a un capitán para que los dirija en el campo de batalla, los cardenales deben escoger a su pontífice después de encomendarse al Espíritu Santo, pero no siempre aciertan.

El dirigente, el capitán y el papa se prueban en las lides de sus funciones, porque deben cumplir una misión que rebasa las fronteras de lo que se les pidió en un momento determinado y ante un aprieto específico.

Ahora se machacan estas verdades de Perogrullo para llamar la atención sobre el crecimiento del liderazgo de Juan Guaidó, que no solo ha llegado a alturas dignas de atención, sino especialmente al predicamento de exhibir autoridad de sobra para pedir el respaldo de la ciudadanía frente a la tragedia que se puede remediar bajo su control.

Guaidó no aparecía como designado por las disposiciones de un destino irrefutable, sino solo como el producto de unos tratos burocráticos que obligaban a refrescamientos en la dirigencia de la AN. Le tocaba el turno de encabezar el parlamento y de sobrellevar la carga con decoro, sin que nadie pensara que dependería de su figura la realización de hazañas memorables.

Sin embargo, la decisión de un grupo de sus electores lo puso frente a la posibilidad de retar al usurpador desde una posición que nadie avizoraba, desde una trinchera que nadie se había atrevido a cavar, y debió apechugar con un encargo que seguramente jamás le pasó por la cabeza.

Pero le tuvo que pasar, aunque nunca se imaginara en semejante trance. Lo importante del hecho no radica en que debió recibir de pronto la alternativa en una plaza con los graderíos cada vez más solos, sino en que se ha lucido en la lidia. ¿Cuántos lo conocían antes de que llegara a la presidencia del parlamento? ¿Aparecía en la víspera entre los ases de la baraja? ¿Estábamos familiarizados con su imagen, o con su cartel de dirigente universitario y de figura de un partido político? No, desde luego: era el debutante de la feria y una promesa en la ruleta.

La fundación de una ascendencia distinta de las habituales impidió que captáramos en toda su magnitud lo que traía en las maletas. Un discurso diverso que todavía necesita retoques, una juventud inusual en el centro de la tribuna, o lo que olía a inexperiencia excesiva; un porte alejado de los que atraían a las multitudes del siglo XX, una sencillez sin maquillaje como las de los individuos a quienes se dirige con naturalidad, una presencia sin el soporte de los desaparecidos partidos de masas, tapaban la mole rocosa de un ascenso que hoy no admite discusión. Debió corregir errores garrafales, como el disparate de La Carlota, o procurar su olvido; y distanciarse de influencias perniciosas, prominentes y menos conocidas, para llegar a una posición de hierro y cemento que lo ha colocado en lo más alto del pico. Escaló peldaños dorados en su reciente gira internacional, cuando fue interlocutor de los líderes del mundo democrático ante quienes no solo mostró argumentos solventes, sino también una presencia de ánimo que solo distingue a los estadistas experimentados. 

Así las cosas, ¿qué le faltaba a Guaidó para la consagración? Que se le percibiera como un hombre valiente, que mostrara coraje físico de manera elocuente. Lo que ha venido haciendo ha contado con el auxilio de dosis permanentes de osadía, pero su conducta ante la arremetida de los “colectivos” del oficialismo en Barquisimeto, sucedida hace poco, lo coloca en la vanguardia de los individuos templados e impávidos. Pese a que llegó a la ciudad en son pacífico, sin cuchillas ni pólvoras, no se arredró ante los disparos de unos matones, acompañó a sus seguidores sin ceder ante presiones bárbaras de gran peligrosidad y cumplió con la agenda pese a las pretensiones de una pandilla de malhechores que venían por su cabeza. Después se mostró reposado ante la opinión pública. Si las clientelas nacionales se postran ante los individuos bizarros, como afirmaban los  teóricos  positivistas, el más reciente del elenco les ha llovido del cielo.

Las encuestas lo colocan en altas escalas de aceptación, como ninguno de los de su orilla que le pueden rivalizar, pero necesita una aclamación clamorosa. Las manifestaciones de masas que está promoviendo son la mejor ocasión para refrendar una autoridad ganada a pulso, la confirmación de una alianza imbatible frente al continuismo de la usurpación. Un hombre solo no llega a la meta en la circunstancia venezolana. Por consiguiente, en la hora de los compromisos supremos debemos ser dignos de su liderazgo.

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