Continuidad del horror: del esqueleto de Bolívar a los cuerpos carbonizados de Policarabobo, por Isaac Nahón Serfaty - Runrun

 

Hay continuidad visual entre la imagen del esqueleto de Simón Bolívar difundida por televisión el 15 de julio de 2010 y las terribles fotos de los cadáveres de las personas que murieron en la sede de la policía del Estado Carabobo. En el primer caso, Hugo Chávez quiso mostrar urbi et orbi la apertura del sarcófago que contenía los restos del Libertador, con la excusa de investigar las “verdaderas” causas de la muerte de Bolívar. En el caso más reciente, las imágenes documentan el horror de lo que se califica como la peor masacre carcelaria ocurrida en Venezuela. Aunque los dos eventos sean distintos en su génesis y motivaciones, ambos representan la degradación del estado de derecho, de las instituciones y de la sociedad. Y dicha degradación queda capturada en las grotescas imágenes de un esqueleto inerme y de unos cuerpos carbonizados, como si se tratara de un gran cuadro panorámico que resume el daño que el chavismo le ha hecho a la psiquis del venezolano.

El evento mediático que Chávez creó alrededor de la profanación de la tumba de Bolívar fue un síntoma de la enfermedad que carcomía las entrañas del país. Hay varias lecturas de ese momento singular en la historia política y mediática de Venezuela. Una dice que todo fue parte de un ritual de brujería que le habría salido mal al demiurgo Chávez, que quiso adquirir los “poderes” de Libertador, pero que terminó siendo víctima de una supuesta maldición que le costó la vida. Otra lectura se enfoca en la ambición revisionista del Comandante Eterno, quien quiso recrear digitalmente el rostro de Bolívar, hacerlo más zambo y menos blanco, y probablemente darle algún parecido con el mismo Chávez. Cualquiera sea la interpretación que se le dé al evento de julio de 2010, lo que sí queda claro es la impunidad con la que se hizo. A Chávez se le permitieron muchas barbaridades, entre otras cosas, porque el boom petrolero le sirvió para aceitar una maquinaria clientelar y corruptora.  Pero el daño que han causado el populismo y la corrupción no puede explicarse solamente a partir de variables materiales (i.e. la cantidad de dinero repartido y robado). Existe una variable simbólica, difícil de cuantificar, que tiene consecuencias más profundas en el entramado institucional, social y mental de Venezuela.

Ocho años después de la profanación de la tumba de Bolívar llegamos a la masacre de Policarabobo. Según las cuentas oficiales, 66 detenidos y dos mujeres murieron después que se produjera un motín durante la hora de visita de familiares. Esta masacre forma parte de una larga lista de matanzas en las cárceles venezolanas. Aunque antes del chavismo también se vivieron horrores en las cárceles (basta recordar la matanza en el Retén de Catia el 27 de noviembre de 1992, día del segundo intento de golpe militar contra el entonces presidente Carlos Andrés Pérez), es probablemente en estos últimos 18 años que se han producido las más grandes atrocidades en las penitenciarías. Y todas ellas tienen sus expresiones visuales grotescas, como aquélla en la que los presos jugaban al fútbol con la cabeza de un hombre que habían decapitado.

Las imágenes son, pues, representaciones de un mal profundo. Las cárceles en Venezuela están en manos de grupos criminales, gracias a la complicidad de la misma ministra de Asuntos Penitenciarios, Iris Varela, quien por cierto no se ha pronunciado públicamente sobre la masacre de Policarabobo al momento de escribir estas líneas. La supuesta “pacificación” de las cárceles que habría logrado Varela, se hizo gracias a un acuerdo con los llamados “pranes” (líderes de bandas criminales). La ministra les dio el poder de controlar las cárceles, desde donde manejan sus operaciones (secuestros, tráfico de drogas, sicariato, etc.). Sin embargo, los problemas estructurales del sistema penitenciario venezolano se agravan. Los calabozos de las policías, como en el caso de Policarabobo, están sobrepoblados, llenos de personas que esperan ser procesadas judicialmente y eventualmente ser trasladadas a una cárcel, que también están a reventar. Las condiciones de vida de los presos se degradan por falta de comida y atención médica. Reportes recientes del Observatorio Venezolano de Prisiones señalan un incremento de tuberculosis, del VIH-Sida y de la desnutrición entre los que eufemísticamente el discurso oficial llama los “privados de libertad”.

El chavismo ha creado, por acción u omisión, una iconografía grotesca. Hugo Chávez, encantador de serpientes y maestro de lo esperpéntico, sentó las bases de una cultura de la muerte. Él adoptó el lema “Patria, Socialismo o Muerte” (variación del “Patria o Muerte” fidelista). Después la enfermedad lo obligó a cambiarlo por el “Viviremos y Venceremos”, reacción del llanero supersticioso que era. De todos modos, la muerte sigue siendo el destino del chavismo. Los partidarios de Chávez han creado un culto alrededor del fallecido presidente. Invocan a la parca constantemente en su retórica guerrerista. Y el país se muere debido a la incompetencia y corrupción del chavismo: mueren miles a manos de los criminales (criminales comunes o con uniforme), tantos otros por falta de medicamentos, muchos de hambre. Como en toda situación terapéutica, analizar esta cultura grotesca se hace necesario para ir exorcizando los males que el chavismo ha sembrado y profundizado en la sociedad venezolana. Desde la palabra hay que ir desmontando los mitos del chavismo.   

Isaac Nahón Serfaty

*Profesor en la Universidad de Ottawa (Canadá) y coautor, con Meir Magar, de la novela “La conjura del esplendor”