Cuando el serbobosnio Gavrilo Princip, militante paneslavo, asesinó el 28 de junio de 1914 al archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austro-Húngaro, se desató una serie de acontecimientos que desembocaron en la “crisis de julio” y luego en la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, el estudio de los conflictos políticos ha tenido que esforzarse no sólo por identificar y explicar las causas, sino además separarlas de los meros pretextos. Un pretexto es un hecho que se usa para justificar públicamente ciertas acciones. Lo que el pretexto oculta son las condiciones y, sobre todo, las intenciones hostiles e intereses inconfesables, en otras palabras, el pretexto oculta a las causas.
Los recientes eventos en instalaciones diplomáticas estadounidenses en Libia y Egipto son una señal de desencanto de lo que el año pasado comenzó a la llamarse “primavera árabe”. En varias ocasiones y espacios advertimos sobre lo idílico del tratamiento que medios e intelectuales le dieron a ese proceso político regional, pero las líneas de hoy apuntan a advertir otra cosa, la confusión entre pretextos y causas. Un ataque como el ocurrido en el consulado de Estados Unidos en Bengasi no es una simple respuesta indignada. Corrió por todo el mundo, y fue aceptada, la tesis según la cual la causa del ataque era la difusión de un video en el que se profanaba el nombre y la reputación del profeta Mahoma. No cabe duda de lo que una acción como ésa significa para radicales islámicos, basta recordar todo lo que generó en 2010 el caricaturista danés Kurt Westergaard. Además, Clausewitz advierte que aun en las guerras en donde los objetivos políticos estén mejor definidos, los sentimientos hostiles aflorarán más allá de la razón. Sin embargo, el armamento empleado y el grado de daño alcanzado distan mucho de ser parte de una simple reacción airada. El video parece ser el pretexto que, de forma consciente o no, oculta las causas reales.
A pesar del bajo nivel de participación de Washington en la intervención en Libia, producto de la política de Obama bajo la doctrina de “smart power” (que preferimos llamar “de compromiso selectivo”), y de la lenta, zigzagueante, pero progresiva retirada estratégica de los Estados Unidos de sus posiciones terrestres hacia una geoestrategia marítima y litoral con énfasis este-asiático, los agentes violentos que se desataron desde la crisis del gobierno de Gadafi siguen identificando a ese país como el enemigo máximo. Bien sea por el poderío económico y militar que detenta, el lugar privilegiado que tienen en la actual cultura occidental, o por una combinación de esos factores, las fuerzas radicales islámicas siguen en guerra, principalmente, con los Estados Unidos. Y esa es una realidad que ni aun toda la buena voluntad y astucia de Barack Obama podrán cambiar.
Víctor M. Mijares