¡Me voy de Venezuela! por Carlos Dorado

¿Se acuerdan de Manolo, “el gallego”? El carpintero del que les hablé en mi libro: “El cura de mi pueblo quiere arreglar la iglesia”. Manolo siempre me decía: “A mí, Carlos, mis padres me hicieron en el suelo”. Serio, trabajador, con cara de pocas pulgas, y en el fondo es un pedazo de pan con un gran corazón. Lleva 44 años en Venezuela, y su mayor lujo es ver jugar al Real Madrid.
¿Su mayor orgullo?, sus dos hijos, Lito ingeniero de la Simón Bolívar, y Manoli que es arquitecto de la UCV. Esta hija, por aquello de que su padre hacía muebles, quiso construir un poco más y sólo le puso un poco de formación, a la formación que le dio su padre. ¡Vaya que lo logró! Ya anda por Londres, dando de qué hablar. Inclusive, recientemente le entregaron un premio, donde Manolo y Rosa su mujer no quisieron estar presentes, porque no hablan el inglés. ¡Quizás en el fondo es ese complejo de ser gente decente, que siempre desentona en un mundo bastante indecente!
Rosa, nunca le perdonó que la sacara de la conserjería, donde no pagaban alquiler (y por encima cobraban un sueldo), por un apartamento que compraron en la Candelaria. Me decía: “Carlos, ese dinero, podría estar en el banco” ¡Es que Manolo es un derrochador!” ¿Cuál será el concepto de derroche para Rosa?
Manolo me llamó, y me dijo: “Carlos, me voy de Venezuela”. ¡Otra vez Manolo con lo mismo! Siempre pensando en regresar. “Ahora sí, Carlos, esta vez es de verdad, ya tú sabes, Manoli está bien en Londres, terminó su postgrado y con un buen trabajo, y Lito quiere probar suerte en España”
¡Tenía que acompañarlos al aeropuerto! Llevaba muchos años disfrutando de sus principios y de sus valores. Manolo siempre fue ese ejemplo callado, en el que La Grandeza no tiene nada que ver con la grandeza. Íbamos todos callados, con esa mezcla rara, entre la esperanza de buscar un futuro y la desesperanza de haberlo perdido. Manolo y Rosa estaban cansados de sufrir cada vez que se hacía la medianoche y Lito no había llegado. Siempre temían lo peor. Iban tristes, dejaban atrás 44 años, toda una vida de trabajo, sueños e ilusiones.
A Lito se le veía feliz, ” por fin me voy; no me lo calo más. ¿Qué futuro tengo yo aquí, Carlos?”. Lito se va porque no tiene un futuro, Manolo se vino porque buscaba un futuro. ¿Por qué habrán cambiado el sitio donde se encuentra el futuro?, pensé para mis adentros.
Llega la hora de la despedida. Lito tiene prisa, pareciese que un segundo más fuese demasiado para él. Manolo no, quizás hasta quisiera parar el tiempo. Han pasado 44 años y se encuentra hoy en el mismo lugar. ¿Qué ha cambiado? Quizás sólo cambiaron sus sueños.
Le doy un largo abrazo, de esos que saben a una mezcla de solidaridad y admiración. A Manolo se le aguaron los ojos. Lito intentó alegrar el momento con un: “viejo, no seme vaya poner a llorar”. No lo hacía desde que murió su padre; pero en este momento la muerte para Manolo volvía a estar presente bajo la figura de país. Quizás Lito es todavía muy joven para apreciar el pasado. Esto sólo se da en los hombres, que por su edad, en el futuro les queda menos tiempo que en el pasado.
Los conocí en la Candelaria, fue uno de mis primeros clientes, los consideraba como familia. Fueron como una brújula que te guía, y la inspiración para llegar a grandes alturas; y también un consuelo cuando ocasionalmente uno falla.
Los veo alejarse, y una gran tristeza me embarga. Con los ojos aguados pienso: ¡Extrañaré a estos grandes constructores de futuro!
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