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Valores

Carlos Dorado Abr 12, 2015 | Actualizado hace 9 años
¿Fue mejor el pasado? por Carlos Dorado

Pasado

 

“Ustedes, los jóvenes sólo piensan en la música electrónica, en Google y en las redes sociales, y nos le gusta mucho el sacrificio ni el trabajo. Veo muy mal el futuro” ¿Qué padre, en algún momento de su vida, no le ha dicho esta frase  a un hijo? Ahora que somos padres,  viendo a nuestros hijos, vuelve a nuestra memoria: ¿será que el pasado fue mejor de lo que va a ser el futuro?

Un pasado como el mío, donde uno llegaba a la mesa antes que sus padres, y sólo con una mirada de estos era suficiente para permanecer callados, donde sólo cabía el obedecer, donde a los padres se les trataba de Usted, y la vejez representaba sabiduría y respeto; versus un presente en el que si los hijos vienen a comer es todo un acontecimiento, y donde la figura de padre es decorativa, y la vejez sólo representa un estorbo.

Una época como la mía, donde se jugaba en la calle con los amigos de la cuadra, y donde nuestra comunicación era cara a cara, sin importarnos mucho quién era cada uno, porque todos éramos iguales; versus un presente donde a los niños se les lleva a clases de todo: natación, tenis, etc., y donde terminan practicando de todo y de nada; donde la comunicación entre ellos es toda virtual, y donde dependen de la cantidad de seguidores que tengan en las redes sociales, para sentirse distintos.

Un tiempo como el mío, donde no éramos alérgicos a nada, sólo a las malas notas, donde los carros no tenían cinturón de seguridad, donde no había teléfono celular para estar todo el tiempo comunicados con los padres, donde si querías saber algo tenías que buscar un libro o preguntárselo a alguien que lo supiese; versus un presente donde son alérgicos a casi todo, donde los carros tienen cinturones y presumen de seguridad; pero cada día quienes los conducen son más inconscientes, donde hay teléfonos que hacen todo, pero no sirven para llamar a los padres; y donde no hace falta aprender de nada, porque Google te lo dice todo.

Una vida pasada como la mía, donde comíamos de todo y sólo nos importaba la apariencia y el sabor,  sin saber si era orgánico o natural, donde no había la descripción del producto, ni mucho menos cuántas calorías tenia, donde el café se tomaba con azúcar y se comía para engordar; pero casi todos éramos flacos; donde sabíamos quienes éramos y el psicólogo lo relacionábamos con los locos,  e íbamos al cine con la esperanza de robar un beso, y donde a las discotecas se iba a bailar; versus un presente donde lo que se come se mide por lo verde y las calorías que tiene, donde el café se toma con edulcorantes, donde se come para adelgazar, y  casi todos están gordos; donde van al psicólogo  todas las semanas para que les diga quiénes son, donde las películas se ven en casa, y a las discotecas se va a escuchar y acaso a bailar, pero solos.

¡Nada es tan poderoso como el pasado! Ya que a él nadie, ni nada  lo pueden cambiar, y es precisamente ahora cuando ya pasé los cincuenta que empiezo a darme cuenta de que la existencia sórdida, maldita y abominable que he llevado en el pasado sin antialérgicos, sin cinturones de seguridad, sin juegos virtuales, sin productos sin calorías, sin Google, sin psicólogos, y sin música electrónica… ¡fue muy feliz!

Mi madre me decía: “Carlos, la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”

Sin lugar a dudas, que hemos y estamos avanzando muchísimo en ciencia y tecnología, pero estoy seguro de que estamos retrocediendo en principios, valores y dignidad; y lo primero sin lo segundo, puede terminar siendo un infierno.

 

cdoradof@hotmail.com

 

Contra los “imperiólogos” por Elías Pino Iturrieta

 Imperio

 

Nadie puede negar la existencia de sociedades poderosas que extienden su influencia más allá de las fronteras nacionales para imponer políticas favorables a su interés. Es una realidad tan antigua como la fortaleza de determinado tipo de naciones frente a las comunidades del vecindario y aun de latitudes remotas. Es un fenómeno explicable en función de la debilidad de cierto tipo de comarcas, comprobada por el desafío de poderes foráneos que los obligan a sucumbir por la fuerza de las armas o a aceptar de mala gana fórmulas menos cruentas de dependencia. Verdades de Perogrullo, a las que se puede llegar sin necesidad de jurar por una determinada posición política.

También se sabe que este tipo de dominaciones son perecederas, o que lo han sido desde sus orígenes. Expansiones tan decisivas para la historia universal, como la romana en la antigüedad y la española en el comienzo de la época moderna, refieren a un proceso de ascenso de sociedades dotadas para las empresas del predominio, que conduce a hegemonías metropolitanas cuyo destino será, más tarde que temprano, la decadencia y la desaparición. Nada nuevo, por lo tanto, a menos que se incluya en el catálogo de tales expansiones la sanguinaria supremacía impuesta por los aztecas y los incas en sus respectivos escenarios antes del encuentro de América, tan digna de atención como las otras y habitualmente subestimada por los analistas del imperialismo, especialmente si se trata de estudiosos de “izquierda” aferrados a la insostenible idea del “buen salvaje”.

También se relacionan los fenómenos imperiales con los inflexibles procedimientos que ponen en práctica para el mantenimiento de su influencia: guerras, persecuciones, exterminios masivos, la asfixia de las vanguardias que se les oponen y la imposición de criterios mediante los cuales se establece la superioridad de la cultura conquistadora frente a la cultura de los conquistados. Si se considera que tales preponderancias no se relacionan con la beneficencia, ni son obra del altruismo sino de una búsqueda unilateral de utilidad, estamos ante una alternativa de comprensión que puede superar la esfera de los prejuicios y la rasgadura anacrónica de vestiduras, aunque no falten quienes consideren esta sosegada posibilidad de entendimiento como una postura de cipayos que termina en colaboracionismo. Tal vez podrán incluir entre los aportes de esa postura lo que viene en el párrafo siguiente.

Los imperialismos no son una imposición pura y simple, sino también una mezcla de valores y una fragua de sensibilidades que desemboca en la creación de una cultura en cuyos contenidos resulta difícil separar lo propio de lo ajeno, o lo genuino de lo artificial. El trapiche del tiempo va moliendo los diferentes ingredientes hasta hacerlos amalgama inevitable. Primero por las malas, pero después por disposición de las costumbres, se forjan mentalidades en cuyo fondo se confunden las regulaciones del colonialismo con la vida de unos hombres a quienes las pretendidas fuerzas del monstruo metropolitano dotan de voz propia. Los criollos de nuestros contornos en las postrimerías del siglo XVIII, por ejemplo, muy orgullosos de su criollaje pero también de su procedencia del tronco peninsular en el cual florecieron hasta adquirir madurez. No es fácil el entendimiento de estas vivencias para quienes consideran la Independencia como un corte abrupto y admirable con unos antecedentes dignos del basurero.

Queda el problema de atribuir a los imperios los males de las sociedades dependientes de sus decisiones. Si en su momento todo lo malo vino de Madrid, como ahora viene de Washington, si todo se hizo o se hace allá para desgracia de los millones de inocentes víctimas escarnecidas en las factorías, ¿cómo queda la historia de los hombres atados a la coyunda? Esa historia solo existe como remedo, como madeja de fracasos, como obra de unos pigmeos sin cabeza ni destino; o, en el más auspicioso de los casos, simplemente como asunto pendiente. Mientras aseguren los “imperiólogos” de la actualidad que todo es manejado por las huestes del señorío extranjero, nuestro papel será el de simples juguetes de una fuerza superior. Una memez imperial.

@eliaspino

El Nacional