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Oscar Arnulfo Romero

Ibsen Martínez Jul 06, 2015 | Actualizado hace 9 años
Pinches ideas por Ibsen Martínez

PinchesIdeas

 

Para irnos entendiendo traeré una anécdota del cantautor de salsa panameño Rubén Blades.

Es México, DF, son los años noventa y Blades canta en un gran anfiteatro. El auditorio se divide, a partes iguales y mutuamente excluyentes, en “güelfos ideológicos” y “gibelinos bailadores”.

Quienes bailan al son montuno de Buscando guayaba no están para las consignas antiimperialistas de, por ejemplo, Tiburón (“Si lo ven que viene, ¡palo al Tiburón! / Pa’ que no se coma a nuestra hermana El Salvador”). Y viceversa.

De pronto, cesa el baile y se escuchan los compases iniciales de El padre Antonio y su monaguillo, Andrés, auténtica elegía a la muerte de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, abaleado por sicarios en San Salvador, en 1980.

En este introito a una de sus más célebres canciones de protesta, Blades improvisa un discurso político que inflama a los ideológicos y desinfla a los bailadores. “En América Latina”, dice Blades, “podrán matar a las personas, pero nunca podrán matar las ideas”. A lo que un frustrado bailador, con una rezongona copa de más, responde gritando: “¡Ojalá mataran a todas las pinches ideas y dejaran tranquilas a las personas, güey!”.

Pues bien, las pinches ideas son parientes cercanas de las que Paul Krugman, ganador del premio Nobel de Economía en 2008, llama “ideas zombis”.

 

 

Según Krugman, una idea zombi es toda proposición económica “tan concienzudamente refutada, tanto por el análisis como por una masa de evidencia, que debería estar muerta, pero no lo está porque sirve a propósitos políticos, apela a los prejuicios, o ambas cosas”.

La diferencia específica entre las ideas zombis y muchas pinches ideas progresistas latinoamericanas radica en que las zombis están bien muertas y solo resta enterrarlas. En cambio, las pinches ideas están vivas, andan sueltas y en muchas ocasiones tienden a matar en proporciones genocidas.

Considérese la idea del delincuente como víctima rebelde, como “bandido social”, para usar la expresión del historiador británico Eric Hobsbawm. Resulta catastrófica como guía de políticas públicas que busquen sofocar la violencia criminal en un país de más de 28 millones que, en los 15 años de régimen chavista, registra ya 225.000 muertes violentas y donde, tan solo el año pasado, ocurrieron 25.000 homicidios impunes.

Pretender ver en un niño-sicario del microtráfico a alguien que puede ser persuadido de entregar su pistola Glock 9 milímetros a cambio de un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina puede parecer ingenuo misticismo moral, pero eso es justamente lo que proponía Chávez cuando, en su reality show, Aló, presidente, invitaba a los imberbes y despiadados malandros que siembran la muerte en Venezuela a convertirse en entrenadores de baloncesto en las barriadas marginadas de Caracas.

Mézclese semejante ñoñería con lo que va quedando de cierta marxista teoría del reflejo “¿Somos lo que vemos en las series gringas de TV?”, y tendremos la ordenanza de Nicolás Maduro prohibiendo la importación de videojuegos de contenido violento, causantes, según sus avispados viceministros, de la propensión de nuestros asaltantes a descerrajar un promedio de 15 disparos en la humanidad de sus víctimas.

¿Quién está matando a los venezolanos a ritmo de vértigo? ¿Quiénes son verdaderamente sus implacables, sañudos asesinos? Obviamente, aunque las cifras de muerte nos pongan detrás de Honduras en cuanto a número de homicidios por cada 100.000 habitantes, no hay en mi país un conflicto armado abierto semejante al de Colombia, con ejércitos claramente antagonistas. Tampoco es asimilable nuestra violencia a los patrones asociados al narcotráfico que imperan en México o Centroamérica.

¿Qué distingue, pues, la violencia criminal venezolana de las demás matanzas que ocurren en otras comarcas de nuestro sanguinario continente?

Las respuestas son complejas, provienen de distintos submundos, con dinámicas muy dispares que confluyen todas en el demencial matadero que es hoy mi país. Una de esas dinámicas responde a otra pinche idea: la del “pueblo en armas” como disuasivo de cualquier golpe de Estado contra la revolución bolivariana.

A comienzos del año pasado, grupos paramilitares de despliegue rápido, desplazándose por las ciudades en motocicletas de gran cilindrada, causaron la muerte de más de 40 manifestantes de oposición. Apoyados con dinero y material bélico por el Gobierno, han sido valorados desde siempre, primero por Chávez, y luego por sus actuales herederos políticos, como “garantes de la paz”.

La conformación de estos grupos trasluce una intensa polinización cruzada entre un Gobierno ostensiblemente militar, la fuerza de choque paramilitar ¿irregulares llamados “colectivos”?, el nutrido lumpen del “micronarco” y, last but not least, un dantesco inframundo penitenciario, regido desde las cárceles por temidos capos que ordenan secuestros, asaltos, motines carcelarios y, desde luego, la contrata de sicarios. En un mismo colectivo pueden convivir todas estas categorías.

Añadamos demografía y escala a lo arriba dicho: en Venezuela actúan cerca de 12.000 bandas y circulan entre 7 y 12 millones de armas cortas y de guerra.

La idea del “pueblo en armas” ha alentado un descomunal gasto militar, incontrolado y corrupto, que desembozadamente surte de sofisticadas armas de guerra al hampa común. La corrupción de las policías, tanto nacionales como provinciales, y la perversión de la rama judicial, fomentan la universal impunidad de los delitos de sangre, al punto de que menos del 1% del cuarto de millón de homicidios registrados desde 1999 han sido policialmente resueltos, mucho menos desembocado en detenciones, imputaciones, juicios ni sentencias firmes.

Resultado de todo esto es que el hampa disputa ya a los cuerpos policiales, desmoralizados cuando no corruptos, no solo el control de populosas favelas y extensas zonas suburbanas, sino también potestades tributarias.

Es en medio de esta anómica efusión de sangre que transcurre la degradante crisis de abastecimiento, la desenfrenada espiral de hiperinflación y el implacable acoso a toda forma de protesta, por pacífica que ella sea. Mientras tanto, los legatarios de Chávez, calibanes convertidos en talibanes, perseveran ofuscadamente en prolongar la crisis terminal una pinche idea: el socialismo del siglo XXI.

El Pais ES

Beato Romero, profeta y mártir por Luis Ugalde

MonseñorRomero

 

Monseñor Romero era callado y tímido. Fue asesinado porque su voz se volvió libre, convertida en palabra de Dios que sale en defensa de los débiles, de los atropellados, de los campesinos ninguneados, para cuya vida digna no había lugar en El Salvador, ese pequeño país apropiado en exclusiva por un puñado de familias. Fueron bloqueados repetidamente los caminos democráticos y de paz hacia una vida digna para todos; fracasaron los intentos de desmilitarizar el gobierno y estalló la guerra para resolver el problema a sangre y fuego.

Monseñor Romero era un hombre de Dios, un arzobispo deseoso de que el gobierno resolviera los problemas; pero dolorosamente fue descubriendo que desde el poder se habían decidido a resolver el conflicto social con balas y represión. Veían como delito el ser miembro de las comunidades cristianas de base. A los catequistas de los pobres y a los pastores de los campesinos los fueron asesinando, hasta que acribillaron al padre Rutilio Grande, sj, el amigo y confidente espiritual de Romero, junto con dos campesinos que compartían su labor apostólica.

Rutilio y otros fueron  mártires que dieron su vida por la fe en Jesús, que es inseparable del amor y de la justicia. Al no querer hacer justicia, el gobierno se fue convirtiendo en delincuente negador de la vida.

Romero, como Jesús, en la oración se sintió llamado a hablar con la verdad y la fuerza de Dios y a convertirse en voz de los campesinos sin poder. Como el joven Jeremías, Romero sintió que Dios lo llamaba a hablar con palabras de fuego y, como el profeta, se resistió y le dijo a Dios que buscara a otro, pues él no sabía hablar (Jeremías 1,6); pero Dios le respondió: “No les tengas miedo, que estoy contigo”, “mira he puesto mis palabras en tu boca” (1, 8 y 9). De repente, la voz de Romero se hizo fuerte, poderosa, libre e indetenible. Cada domingo retumbaba por la radio para anunciar la paz y denunciar la guerra y los atropellos y, se escuchaba con esperanza en todo el país por cientos de miles, trascendiendo, incluso, las fronteras. Hasta que un día hizo un llamamiento directo a los hombres del ejército, guardia nacional y policía: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (…) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.

Estas palabras fueron su sentencia de muerte y Romero estaba dispuesto a dar la vida, porque aprendió de Jesús que nadie tiene más amor que el que da la vida y que quien la da por amor no la pierde, sino que la encuentra en la plenitud del Amor de Dios. Eso fue el 23 de marzo de 1980. Al día siguiente celebraba la misa en su capilla habitual y leía el evangelio del día: “Les aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.”. (Juan 12, 24). Y comentaba: “Acaban de escuchar en el Evangelio de Cristo que no es necesario amarse tanto a sí mismo y que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige, y, que el que quiera apartar de sí el peligro, perderá su vida. En cambio, el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás, este vivirá como el granito de trigo que muere, pero aparentemente muere (…) Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios exige”.

Poco después, un disparo al corazón desde la puerta de la iglesia le quitó la vida en medio de la celebración eucarística. Hoy, de ese trigo que parecía morir, nace la espiga abundante del beato Oscar Arnulfo Romero. Su primer y más grande milagro ha sido unir a la Iglesia de El Salvador, derribar las sospechas y prejuicios políticos contra él en el propio Vaticano, que impedían ver que hablaba como obispo desde el Amor de Dios, que se levanta para defender la vida del pobre y del excluido.

Cuánta falta nos hace en Venezuela la fuerza del espíritu fuerte, del Amor de Dios que afirma a los débiles por encima de las armas, del poder y de la riqueza. ¡Beato Romero, ruega por nosotros, para que seamos capaces de defendernos como pueblo maltratado y democracia pisoteada y caminemos juntos hacia la reconstrucción reconciliada!

 

El Nacional

Feb 03, 2015 | Actualizado hace 9 años
El Faro: Así matamos a monseñor Romero

El máximo jerarca de la Iglesia católica, Francisco, reconoció este martes como “mártir” al arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero Galdámez, quien, según la Comisión de la Verdad, fue asesinado en 1980 por el fundador del partido ARENA, Roberto D’Aubuisson. El decreto firmado por el papa es un paso clave para la beatificación del obispo salvadoreño. Con motivo de esta noticia, la página El Faro publicó de nuevo este trabajo sobre los asesinos de Monseñor Romero

 

Puente sobre Rio  Lempa

El mayor D´Aubuisson fue parte de la conspiración para asesinar a monseñor Romero, aunque el tirador lo puso un hijo del ex presidente Molina, dice el capitán Álvaro Saravia. 30 años después, él y otros de los involucrados reconstruyen aquellos días de tráfico de armas, de cocaína y de secuestros. Caído en desgracia, Saravia ha sido repartidor de pizzas, vendedor de carros usados y lavador de narcodinero. Ahora arde en el infierno que ayudó a prender aquellos días cuando matar «comunistas» era un deporte.

Comienza a leer despacio, en voz alta: “Algunos años después de asesinar a monseñor Romero, el capitán Álvaro Rafael Saravia se quitó el rango militar, abandonó a su familia y se
 mudó a California”. En la mano sostiene varias páginas con la impresión de una nota periodística publicada hace cinco años. Se reacomoda los lentes -dos grandes vidrios sostenidos por un alambre-. Tiene las uñas rotas y sucias, y los ojos muy abiertos y agitados. Alertas. Vuelve a leer el primer párrafo. “Algunos años después de asesinar a monseñor Romero, el capitán Álvaro Rafael Saravia…” Hace una pausa y repite ese nombre, que no ha dicho en mucho tiempo: “El capitán Álvaro Rafael Saravia”.

Levanta la cabeza y me mira fijamente.

-Usted escribió esto, ¿verdad?

-Sí.

-Pues está mal.

-¿Por qué?

-Aquí dice “Algunos años después de asesinar a monseñor Romero”. Y yo no lo maté.

-¿Y quién lo mató?

-Un fulano.

-¿Un extranjero?

-No. Un indio, de los de nosotros. Por ahí anda ese.

-Usted no disparó, pero participó.

-30 años y me voy a morir perseguido por eso. Sí, claro que participé. Por eso estamos hablando.

Tiene las manos gastadas por la miseria y el trabajo del campo. Unas manos que nada tienen que ver con las de aquel piloto de la Fuerza Aérea convertido en lugarteniente del líder anticomunista salvadoreño Roberto d´Aubuisson, y después en repartidor de pizzas, lavador de dinero para la mafia colombiana y finalmente en vendedor de autos usados en California. Ahora ya no es nada de eso. Perdió un juicio al que no asistió, en el que fue encontrado culpable del asesinato de monseñor Romero.

-Cuénteme cómo fue.

-Se lo voy a contar todo, pero despacio. Esto es largo.

***

El primer encuentro. Saravia posa con su ficha en el listado de fugitivos más buscados del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos.

En 1979, Saravia, un indisciplinado capitán de aviación, querido por todos sus compañeros pero demasiado inclinado por el alcohol y las reyertas, terminó convencido por el mayor Roberto d´Aubuisson de trabajar con él en la formación de un frente anticomunista. Lo convenció en las visitas que D´Aubuisson, un mayor del ejército experto en inteligencia contrainsurgente, hacía a los cuarteles de la Guardia Nacional para reclutar a los oficiales para su lucha.

El mayor D´Aubuisson fundó un par de años más tarde el partido Arena y se convirtió en el máximo líder de la derecha política salvadoreña. Fue también el presidente de la Asamblea Constituyente de 1983 y prominente miembro de la Liga Anticomunista Mundial.

El capitán Saravia aún recuerda cómo, sentados en la arena de una playa salvadoreña y con una botella de ron entre ambos, D´Aubuisson lo terminó incorporando a su movimiento. Se perdió 15 días con él, se fueron a Guatemala, y le pusieron sueldo, un carro y lo demás que necesitara para cumplir el encargo del mayor: “Me vas a llevar unas cosas a mí, particulares”.

D´Aubuisson murió en 1992 de cáncer en la lengua, tras haber llevado a su partido a la presidencia de El Salvador y poco después de la firma de los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra civil. Para entonces, el capitán Saravia ya vivía en Estados Unidos, se había librado de un juicio en El Salvador por el asesinato de monseñor Romero y de otro en Estados Unidos por lavado de dinero. Se mudó a Modesto, una pequeña ciudad en el centro de California, y ahí vendió carros usados hasta 2004.

En octubre de ese año comenzó a huir de sí mismo, cuando el Centro para la Justicia y la Rendición de Cuentas (CJA), una organización no gubernamental con sede en San Francisco, California, le metió un juicio civil que lo encontró culpable del asesinato de monseñor Romero y lo condenó a pagar 10 millones de dólares a los familiares. Saravia desapareció poco antes del juicio y ahora vive oculto. Ha vuelto a un país en el que se habla español.

De él me dijo alguna vez un viejo arenero con fama de duro: “Saravia estaba loco. Te veía con un dolor de muelas y te preguntaba qué te pasó. Le decías que un dentista te jodió y al siguiente día el dentista estaba muerto”.

El capitán Álvaro Rafael Saravia fue un activo miembro de un grupo señalado como responsable de asesinatos y torturas, un escuadrón de la muerte. “Un sicópata”, lo llama Ricardo Valdivieso, uno de los fundadores de Arena.

El Archivo Nacional de Seguridad de Estados Unidos consigna información de la embajada de ese país en San Salvador, notificando a Washington el secuestro y asesinato de Carlos Humberto Guerra Campos en 1985. Su familia pago el rescate, pero él nunca apareció. Según la embajada estadounidense, los secuestradores fueron el Capitán Álvaro Saravia y “Tito” Regalado, el hombre que posteriormente sería jefe de seguridad de la Asamblea cuando D’aubuisson asumió la presidencia del Órgano Legislativo.

Saravia vivió rodeado de secuestradores y asesinos, pero niega su participación en este u otro asesinato. “Yo no dirigí nunca una operación para ir a matar a nadie. Se lo digo francamente”. Se le olvida que estamos sentados aquí precisamente porque participó en el asesinato más trascendente de la historia de El Salvador.

No niega la participación de su jefe, el mayor Roberto d’Aubuisson, en operativos clandestinos para matar a seres humanos, pero alega que esto lo hacía mediante contactos en otros cuerpos de seguridad.

En su agenda, que le fue capturada en la finca San Luis pocos días después del asesinato de monseñor Romero, están consignadas varias listas de armas y el teléfono de un hombre llamado Andy. Andy del Caribe. Un traficante de armas estadounidense que traía desde su país, por tierra, camionetas llenas de armamento que disfrazaba bajo revistas Playboy que regalaba gustosamente a los agentes de aduanas en todas las fronteras. Esas armas, dice Saravia, eran para su uso personal y para armar a los miembros del Frente Amplio Nacional, el FAN, que lideraba D’Aubuisson antes de fundar ARENA.

De su rompimiento con el mayor al que servía hay dos versiones. Una es la suya, según la cual se cansó de esa vida agitada y no sentía ya la confianza de D’Aubuisson, por lo que partió a Estados Unidos. Otra es de Ricardo Valdivieso, fundador de Arena y ahora director del Instituto Roberto d’Aubuisson: un día, durante las largas temporadas que pasaban en Guatemala conspirando, les llamaron de una cantina en Izabal para decirles que el capitán Álvaro Rafael Saravia estaba peleándose con varios hombres. Cuando lo fueron a traer, Saravia golpeó también a D’Aubuisson, y ahí acabó la relación.

 

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