Ibsen Martínez, autor en Runrun

Ibsen Martínez

Las ideas en la guerra, por Ibsen Martínez

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Susan Sontag observa en su ensayo Ante el dolor de los demás: “En el centro de las esperanzas y de la sensibilidad ética modernas está la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, si bien inalcanzable, es la norma. Desde luego, no es así como se ha considerado la guerra a lo largo de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción”.

En Colombia se ha firmado un acuerdo de paz que puso fin a casi 7 décadas de atroz conflicto armado que dejó más de 6 millones de víctimas y centenares de miles de muertos. Otra “cifra dura”, equiparable a la de las víctimas, es la opinión de 50,23% de los 12.779.402 ciudadanos consultados en el referéndum de 2016. Ellos dijeron “No” al acuerdo alcanzado por las FARC y el gobierno colombiano.

El resultado del referéndum, favorable por un pelo al “No”, aunque carente de fuerza jurídica, invita a preguntarse si la mitad de los consultados está por la prolongación de la guerra. Tal como en Colombia alude a ellos la conversación pública, lo rechazado son los términos del acuerdo, y no la idea del retorno a la paz.

Tampoco ningún político colombiano y casi ningún columnista de prensa opuesto a los acuerdos se han manifestado, que yo sepa, abiertamente partidario de que el Estado siga en pie de guerra hasta que no quede un fóquin guerrillero de las FARC sobre la tierra. “La paz, sí, pero no a cualquier precio” es el motivo común de sus alegatos y lo ha sido, también, y muy acusadamente, de la precampaña electoral.

Sin embargo, a otra mucha gente nos intriga la tibieza con que la sociedad colombiana, en su conjunto, ha recibido el advenimiento de lo que se anuncia como retorno a la norma que echa de menos la Sontag: la paz.

¿Qué idea se han hecho los colombianos de la paz y de las muchas cosas buenas, tangibles o no, que ella permitirá alcanzar, ahora que los funcionarios de la ONU, supervisores del desarme se han marchado, dejándonos su visto bueno?

Ahora que las FARC anuncian campanudamente, con un congreso ideológico y hasta spots publicitarios, su decisión de participar en unas elecciones ateniéndose a las reglas de lo que durante muchas décadas se fulminó como obscena farsa burguesa, ¿qué será del aplastante cúmulo de ideas en favor de la guerra revolucionaria que Colombia ha producido desde el siglo pasado? Si la paz ha llegado al fin, ¿importa conocer de esa ideas?

Tal es el tema de uno de los libros más originales, mejor averiguados y absorbentemente bien escritos que haya producido la vasta literatura colombiana sobre el conflicto armado.

Nadie que lea Las ideas en la guerra (Debate, 2015), del filósofo colombiano Jorge Giraldo Ramírez, podrá conformarse después con el relato periodístico al uso que reduce las FARC, y al medio centenar de organizaciones armadas que signaron para mal la vida de los colombianos durante más de medio siglo, a una inevitable consecuencia de la desigualdad social o de la asfixia política.

En un país prolífico en rudas crónicas de la guerra y en entusiastas alegatos en pro de la violencia que discurren con una mezcla de aquiescencia hacia los sofismas de los violentos e hipócrita consternación ante el sufrimiento de las víctimas, Giraldo recorre la ruta de las ideas equivocadas sobre los fines y los medios que hicieron de Colombia un infierno de muerte y de odios.

Me gustará mucho comentar ese aleccionador libro en mi próxima entrega, la semana que viene.

@IBSENMARTINEZ

Bajamar y discordia, por Ibsen Martínez

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La comprensible bajamar de las protestas de la oposición venezolana que se prolongaron por más de 100 días y 163 muertos deja ver, ya a las claras, una dictadura feroz, despiadada y dispuesta a todo. Una dictadura sin precedentes que permitan columbrar el modo de derrocar a un posmoderno cartel de narcogenerales y fichas de lo que Teodoro Petkoff alguna vez llamó «la izquierda borbónica», esa que ni olvida ni aprende. Esa coalición es instrumento, a su vez, del protectorado cubano que vampiriza la riqueza petrolera, hoy muy menguada, pero que medida por estándares cubanos es riqueza al fin.

Consumado el fraude electoral más escandaloso del último siglo latinoamericano, la conversación pública expresa estupor, abatimiento, desconcierto y rabia. La idea de que Nicolás Maduro haya podido salirse con la suya, haciéndose dueño del poder total, cuando todo parecía indicar la inminencia de un desenlace favorable al retorno a los usos democráticos, resulta intolerable para muchos.

Es muy propio del talante opositor venezolano el que nadie sepa hoy describir ese tan esperado desenlace. Sin embargo, no mentirá quien diga que en la trastienda de la mente de millones de venezolanos se fantaseaba con un pronunciamiento militar que obligase a Maduro a abandonar la escena. Esa figuración del fin invocaba la memoria ancestral que muchos venezolanos aún guardan de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958.

La escena primordial de nuestra ¿ya perdida? democracia sugería que al fragor de las sangrientas escaramuzas callejeras seguiría la irrupción de un mitológico militar imbuido de espíritu justiciero que pondría en fuga a la cúpula del cartel de Maduro facilitando la transición a un gobierno de concordia nacional. Lo que ocurrió, en cambio, fue algo que devolvió la iniciativa a la dictadura: un descomunal referéndum fraudulento cuyas consecuencias totalitarias se llevan adelante con impavidez, determinación y unicidad de propósitos.

Desde entonces, la ofuscación y la impotente rabia colectivas se desfogan en las redes sociales. Menudean en Twitter acusaciones de todo tipo. El culpable favorito, sospechoso de colusión y «colaboracionismo» con el régimen, es la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD). ¿Hay razón para ello? Veamos.

El régimen ha anunciado un adelanto de elecciones estatales para octubre que ha precipitado una masiva y se diría entusiasta inscripción de candidatos de la MUD a gobernadores. Y esto cuando, justamente, la dictadura persevera en encarcelar e inhabilitar a alcaldes de oposición elegidos por el voto universal y continúa reprimiendo brutalmente las marchas de protesta. Con ello ha arreciado el vendaval de dicterios contra la clase política. Los líderes partidarios de participar en las elecciones de octubre no han logrado hacer valer el argumento estratégico de que «no debe cederse ningún espacio a la dictadura».

Los políticos partidarios de acudir a las elecciones regionales han tratado de descalificar las críticas como infantiles efusiones de tuiteros iracundos, ignorantes de las complejidades de la política. Sin embargo, voces muy calificadas e insospechables de andar en tejemanejes, políticos de mucho relieve y predicamento, como María Corina Machado o el respetado exparlamentario Gustavo Tarre Briceño, también recriminan el olvido en que esos candidatos de oposición parecen haber dejado caer el mandato que en la consulta popular del 16J les otorgaron siete millones y medio de venezolanos: oponerse a la constituyente fraudulenta y a todos sus designios.

Tarre afirma que, al participar en esas elecciones, «se legitima, así sea bajo protesta, la autoridad de un árbitro que ya sabemos totalmente parcializado, culpable de innumerables delitos electorales y desconocida por buena parte de la comunidad internacional». La discordia opositora anuncia tiempos aún más duros y oscuros para Venezuela.

El País ES

@IBSENMARTINEZ

¿Fin del militarismo venezolano?, por Ibsen Martínez

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La camarilla militar fascista argentina, luego de asesinar durante casi una década a decenas de miles de compatriotas y hundida ya en un cieno de corrupción y latrocinio, quiso en 1982 contrarrestar su universal descrédito con una aventura patriotera y le dio por invadir las islas Malvinas. Luego del desastre militar que Margaret Thatcher y la Marina Real dejaron caer sobre las cabezas de los milicos torturadores y asesinos y que, al cabo, los desalojó del poder y abrió las puertas a la democracia, el secular militarismo argentino no ha vuelto a tener mayor beligerancia en la vida política de su país.

Al observar los actuales acontecimientos venezolanos, ¿no cabe acaso preguntarse si la denodada insurrección civil que desde abril pasado se opone al designio totalitario del asesino Maduro, pelele de narcomilitares, no será el episodio que, cambiando lo que haya que cambiar, represente para el también ya secular militarismo venezolano lo que el albur de las Malvinas para el argentino?

Considérese que desde 1830 han transcurrido 187 años en los que solamente hemos tenido 40 años de democracia representativa, sin que en ese lapso hayan faltado turbulencias golpistas. Chávez, militar golpista por excelencia, se envolvió hábilmente en el manto del culto a Bolívar, un fervor militarista profesado por civiles.

Nací bajo una dictadura militar, la del oblongo y grisáceo general Marcos Pérez Jiménez, “nacionalista” caudillo de ladrones. Pérez Jiménez, es sabido, huyó del país una madrugada de enero de 1958 luego de varios días de sangrientos choques callejeros entre la policía y centenares de activistas de las dos organizaciones partidistas que protagonizaron la resistencia, Acción Democrática y el Partido Comunista.

Aquellos violentos disturbios siguieron a una huelga general tan bárbaramente reprimida que hoy se calcula que en solo tres días hubo unos 500 muertos. Esas muertes deben sumarse a las de los heroicos luchadores, mujeres y hombres, que, en el curso de una década, murieron víctimas de atentados o en las mazmorras de la policía política después de ser horriblemente torturados.

No es faltar a la verdad, sin embargo, señalar que los melindrosos militares, muchos de ellos antiguos perezjimenistas, que con morosidad se alzaron a cuentagotas en las últimas tres semanas de aquella década infame, lo hicieron solo luego de recibir, de parte de los intrépidos demócratas conjurados, toda clase de seguridades sobre su resolución de desafiar las balas y sobre cuál sería su futuro en el nuevo tiempo. Al final, los milicos recibieron, a partes iguales con los dirigentes demócratas, el crédito por la liberación de Venezuela. Sin poner un muerto.

La huelga general y el derramamiento de sangre que la siguió fueron la “prueba de amor” que, invariablemente, piden los militares venezolanos a los civiles antes de intervenir en el descabello del tirano de turno. Así funciona la vaina: esa fue la premisa detrás del fallido golpe de abril de 2012, el golpe seguiría a la ingobernabilidad. Es la misma que, oscuramente, alienta desde 2014 la estrategia de “calle y calle hasta que Maduro se vaya”. “Calle” y muerte a manos de los “colectivos” paramilitares hasta que un ser mitológico llamado el Militar Constitucionalista, que mora en las profundidades de los cuarteles, despierte, se haga presente y nos salve. Esa lógica se ha agotado, al parecer.

Luego de más de 100 muertes, hoy se enfrentan la desarmada ciudadanía y Maduro, defendido por generales envilecidos por la narcocorrupción, probadamente dispuestos a matar civiles. Sea cual fuere el desenlace de esta semana crucial, es difícil pensar que vuelva a ocurrir un 23 de enero.
Si ha de haber verdadera victoria democrática, esta debe ser civilista o no será.

@ibsenmartinez

El Nacional

Venezuela: el bosque avanza, por Ibsen Martínez

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El domingo pasado fuimos a votar por el Sí en el centro electoral de la calle 125B, en el norte de Bogotá. La multitud que se congregó allí, al igual que la que votó en la Plaza de Bolívar, dejó ver cuán grande es la comunidad venezolana opositora residente en Colombia.

Aunque la consulta no pudo realizarse en Medellín y Barranquilla (populosas ciudades donde es también muy notoria la presencia de emigrantes venezolanos), y se redujo a la capital colombiana y a Chía, un municipio de la Sabana de Bogotá, la participación habló inequívocamente del enorme predicamento del que goza hoy la MUD entre el electorado de Venezuela, dentro y fuera del país.

Según cifras del Movimiento Libertador, la agrupación opositora que, exitosamente y en poco más de 15 días organizó aquí el referéndum, alrededor de 30.000 venezolanos expresaron su rechazo a la fraudulenta elección de una asamblea constituyente convocada por Maduro para el 30 de julio. En las pasadas presidenciales venezolanas tan solo 3.000 ciudadanos votaron en Bogotá.

Todos los que votaron esta vez lo hicieron atendiendo exclusivamente a llamados difundidos por las redes sociales. Así ocurrió también en toda Venezuela y en más de cien lugares del mundo donde viven venezolanos que optaron por emigrar.

Muchos observadores de la escena habían señalado unánimemente que la consulta, desconocedora del obsecuente colegio electoral venezolano, sería por ello no vinculante para Nicolás Maduro.

Esto pudo ser cierto, pero solo en la medida en que ningún resultado electoral adverso ha sido jamás vinculante para el trapacero régimen chavista. Pensaban los analistas, con razón, que no sería la primera vez que el chavismo desconociese un mandato electoral para seguir con vida.

Ahora, sin embargo, se advierte el enorme significado político que entrañan los resultados de la consulta del 16 de julio.

En una columna anterior señalábamos que entre las mejores virtudes de la convocatoria opositora estaba la de haberle roto sorpresivamente el servicio a Nicolás Maduro, luego de cien días de protestas pacíficas y casi otras tantas víctimas fatales de la violencia desatada por el sanguinario aspirante a dictador.

En efecto, así ha resultado, y hoy el desconcierto cunde en la cleptócrata oligarquía chavista. La oposición ha asestado un golpe decisivo que, sin lugar a dudas, precipitará en el futuro inmediato la disolución del régimen de Maduro.

Quizá la historia contemporánea del continente esté discurriendo demasiado rápidamente como para tomar nota de que el régimen dictatorial que propició Hugo Chávez va a ser derrotado por la creatividad política demostrada por los líderes demócratas, apoyada vivamente por la gran mayoría de los venezolanos, y no por la fuerza de las armas.

Resulta irónico que sea precisamente un referéndum, la provisión constitucional impuesta por Hugo Chávez como arma absoluta de la “democracia directa”, lo que haya nutrido la inteligentísima estrategia opositora venezolana: darle una precisa forma electoral y pacífica al derecho a la rebelión consagrado en el artículo 350 de la misma Constitución refrendaria que Chávez se hizo aprobar un día antes de comenzar a violarla.

Los resultados de la consulta, “no vinculantes” para Maduro, sí lo han sido para el resto del mundo. Ellos testimonian que la MUD no solo representa y dirige a la masa opositora, sino que tiene la musculatura organizativa capaz de derrotar la intimidación y la violencia, y conducir el rechazo a la constituyente dictatorial.

Después del 16 de julio, el derecho a la rebelión ha cobrado forma electoral. Convocar a una huelga general que preludie el exilio de Maduro y un gobierno de unidad nacional que convoque a elecciones generales no luce hoy en absoluto descabellado.

 

@ibsenmartinez

 

Ibsen Martínez Jul 07, 2017 | Actualizado hace 7 años
Ambiente de toque, por Ibsen Martínez

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El beisbol es lengua franca en la cuenca del Caribe. En el español hablado en esta parte del mundo la palabra admite acento grave o agudo. Béisbol o beisbol; da igual: su duende y su hermenéutica son los mismos.

Tengo muy presente que la mayor parte del continente habla “fútboles” y que con seguridad no me haré entender de muchos lectores iberoamericanos, pero no sé hablar de lo que pueda ocurrir en Venezuela en las próximas semanas sino en parla beisbolera. El beisbol, como realidad y representación, se me antoja muchísimo más iluminador que todo lo que pueda sugerir el ver congéneres embocando balones a patadas en una malla, vaya dicho con todo respeto por los lectores de Arrigo Sacchi. Pues bien, lo que se presiente y se respira actualmente en Venezuela es lo que Buck Canel, un gran comentarista beisbolero de la era radiofónica, llamaría “ambiente de toque”.

Canel, valga la digresión, nació en la Argentina de padres estadounidenses y famosamente se le atribuye el aforismo “el beisbol es un deporte de pulgadas”. Para aclarar el significado de lo que, durante un partido de beisbol, pueda crear un ambiente de toque, forzosamente hay que hablar de una de las jugadas de más difícil ejecución entre todas las que alienta la doctrina estratégica llamada “pelota caribe”. Esta doctrina requiere que el equipo a la ofensiva haga avanzar sus jugadores base por base, a pulso, recurriendo a la astucia y la sorpresa más que a la fuerza. La pelota caribe prefiere “robar” almohadillas a “barrerlas” con un jonrón.

De todas las astucias caribes, la más exigente quizá sea el squeeze play, jugada a la que solo se recurre en un final de partido empatado, en la mismísima segunda parte de la novena entrada, con un hombre en tercera base, dos outs en la pizarra y cuenta máxima para el bateador. Comprendo perfectamente que, luego de leer esta jerigonza, cualquier amante del fútbol me mande a freír monos.

Para un bateador, el squeeze play, o toque sorpresa, consiste, no en golpear, sino en acariciar, tocar apenas con el madero la bola que le lanzan, restándole ímpetu y haciéndola rodar suavemente en la grama interior, a contratiempo del ritmo de juego que espera el equipo defensor. Así, el bateador se sacrifica sin alcanzar siquiera la primera base pero, antes de que el árbitro sentencie el tercer y último out, el corredor de tercera se lanza a anotar el tanto decisivo. No bien el manager atacante ordena el toque, las graderías callan, como callan los tendidos a cierta hora grave de la fiesta brava, pues el toque sorpresa no siempre funciona y, antes bien, resulta catastrófico.

La Mesa de Unidad Democrática (MUD) venezolana ha llamado a los ciudadanos a declararse abiertamente en rebeldía constitucionalista y a continuar desafiando en las calles los designios totalitarios de un régimen inicuo y probadamente asesino. Pero al mismo tiempo, junto a importantes desprendimientos del chavismo, ha propuesto un toque de bola sorpresa: la Asamblea Nacional, de mayoría opositora y facultada para ello, someterá a consulta de los votantes la “convocatoria” a una fraudulenta asamblea constituyente hecha por Nicolás Maduro. Y esto solo semanas antes de lo que puede ser el zarpazo final del narcomadurismo contra la democracia y el Estado de Derecho.

Maduro no contaba con un plebiscito no oficializado por el obsecuente colegio electoral venezolano que, de realizarse plenamente, tendría el significado político de legitimar la insurrección general.

Tampoco los mandos del Ejército que se verán ante la disyuntiva de asesinar a sus compatriotas o hacer cumplir las leyes.

Hay ambiente de toque.

 

@IBSENMARTINEZ

El Nacional

Rómulo Gallegos: muerte de un premio, por Ibsen Martínez

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Se atribuye a Carlos Fuentes, cuando ganó en 1977 el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, la afirmación de que el capítulo inicial de la gran novela venezolana bien podía comenzar en el open house que cada año, por el mes de agosto, solía ofrecer la directiva del diario El Nacional en un fastuoso salón de un hotel caraqueño.

La observación casa bien con el cariz coloridamente plural y tolerante que ofrecía la sociedad venezolana durante el último cuarto del siglo pasado.

La poeta Ana Nuño cuenta que, siendo aún muy jovencita, su padre, el filósofo español Juan Nuño, que en los años cincuenta se exilió en Venezuela, se hizo acompañar de su hija a uno de aquellos festejos que comenzaban al mediodía, con la entrega de premios internos de la empresa editorial, y languidecían al caer la noche cuando el último achispado con corbata de quita y pon constataba que no quedase ya una gota de escocés que empinar ni un canapé que mordisquear.

“Bien, ¿qué te pareció?”, preguntó Nuño a su hija cuando iban ya camino a casa. La joven respondió altaneramente que el espectáculo de un ex comandante guerrillero entrechocando un vaso de whisky y canjeando chascarrillos con el coronel encargado de darle caza en el monte apenas unos años atrás le resultaba obsceno. Nuño se detuvo un instante para comentar que él había dejado un país donde por aquellos mismos años se fusilaba a presos de conciencia. “Prefiero mil veces esta promiscuidad que tanto te choca”.

Desde 1967, cuando Mario Vargas Llosa ganó la primera edición del Premio Rómulo Gallegos, la entrega del mismo comenzó a solaparse con el festejo del diario. Yo no cumplía aún 16 años cuando supe de La Casa Verde y ningún año fui tan dichoso como en 1973, cuando Gabriel García Márquez regaló la totalidad del premio otorgado a Cien años de soledad para que Teodoro Petkoff pudiese fundar un desprendimiento liberal del Partido Comunista. Mi juventud fueron los años que van de Palinuro de México a Mañana en la batalla piensa en mí. Y nunca me perdí el open house de El Nacional.

Cada presidente venezolano, entre 1967 y el ascenso al poder de Hugo Chávez, acudió, infaltable, a otorgar personalmente el premio, a despecho de que las ideas políticas de algunos ganadores no siempre fuesen de su agrado.

Hugo Chávez, en cambio, no tuvo nunca en mucho al premio. Siendo su epónimo don Rómulo Gallegos, maestro de escuela, primer presidente civil que en el siglo XX se dio Venezuela por voto universal y secreto, ¡y derrocado en 1948!, se entiende que la cosa urticase al militar golpista. Desde el principio optó por enviar un subrogado a la ceremonia de entrega. Uno de ellos, el inefable Nicolás Maduro, confundió la bandera de Puerto Rico con la de Cuba al premiar, en 2013, al escritor boricua Eduardo Lalo.

Recientemente, Adán Chávez, hermano del extinto presidente y ministro de Cultura de la Bolivariana República, ha informado por boca de un ministril que este año el premio no dispondrá de los 100.000 dólares que tradicionalmente lo acompañan. Será convocado el certamen, cómo no, pero olvídense de la plata.

Ya en 2015 dejaron con la mano tendida durante seis meses al ganador, el colombiano Pablo Montoya. Es posible que la guerra económica desatada por la burguesía y el imperialismo yanqui exija que esos dineros se destinen a adquirir bombas lacrimógenas, tanquetas antimotines y munición de 9 milímetros para la proterva Guardia Nacional Bolivariana que ya, a poco de cumplirse 3 meses de protestas, ostenta una macabra cuenta de casi 80 asesinatos.

 

@IBSENMARTINEZ

El Nacional

Militarismo universal y secreto, por Ibsen Martínez

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La Guerra de las Malvinas trajo consigo la debacle del militarismo argentino. El descrédito total de los generales posibilitó el retorno a los usos democráticos. Nunca más los militares argentinos han vuelto a encarnar la catastrófica y sangrienta alternativa a las indignantes insuficiencias de la democracia en América Latina. La Guerra de las Malvinas representó para los argentinos de hace 35 años una bárbara “cura de caballo” para todo lo que Manuel Caballero, el desaparecido historiador venezolano, llamó la peste militar.

Nunca digamos “nunca más”, pero lo cierto es que los accidentes del siglo que corre han deparado a la Argentina más de una crisis de magnitudes terminales e intensidad preagónica. Sin embargo, a trancas y barrancas, hasta hoy en la Argentina ha prevalecido el voto.

Durante el último cuarto del siglo pasado, en Venezuela nos atrevimos a cantar victoria sobre el militarismo, pero la irrupción de Hugo Chávez en nuestras vidas desazonó por completo la creencia de que las dictaduras militares eran cosa del pasado. Tal vez “irrupción” no sea del todo la palabra justa para nombrar el ascenso de los militares al poder por la vía del voto. Fracasada su intentona golpista en 1992, Chávez obtuvo en 1998 el 56% de los votos.

 

Que Chávez haya condescendido a participar en unos comicios y convocado una Asamblea Constituyente para “refundar la república” no resta nada al hecho de que, al brindarse como candidato, el comandante eterno no ofrecía más que el prestigio acordado entre nosotros a los militares golpistas. Un militar subordinado al poder civil no vale tanto, por lo visto, como un oficial golpista.

Lo cierto es que el torcido prestigio de los oficiales felones seguía alentando, no solo entre los desdentados de la tierra, sino también en vastos sectores de nuestras élites desde que, en 1945, una conjura de coroneles “esclarecidos” y talentosos políticos populistas de la izquierda no marxista desalojaron del poder a los epígonos del dictador Juan Vicente Gómez.

Entre las provisiones que Chávez hizo colar en su “Carta Magna” está la restitución del fuero militar. No ser juzgados por tribunales civiles, sustraerse la republicana sujeción de lo militar a lo civil, esa fue una de las prerrogativas que solidariamente otorgó Chávez a un estamento que, tomado en conjunto, no representa sino un ínfimo porcentaje de la población. Llegar a gobernar solo con militares sería cuestión de tiempo. Y a pocos importó.

El culto a Bolívar, verdadera “teología” que da forma a la cepa venezolana del militarismo, ha sido paradójicamente una religión profesada por civiles. Nuestro bolivarianismo fue siempre un credo conservador y elitista hasta que Chávez lo puso de revés y lo convirtió en fervor autoritarista, no solo de las masas, sino de muchos intelectuales y comunicadores de izquierda. Una respetada periodista venezolana, antigua guerrillera en los años 60, salió de su semi retiro para saludar el golpe fallido de Chávez en 1992 con un libro reportaje titulado La rebelión de los ángeles. Los insurrectos ángeles bolivarianos que nos rescatarían de la rutinaria corrupción de los políticos, se comprende. En esto la buena señora obedecía a un reflejo característico de la vieja izquierda venezolana: el del putschismo.

Para ser justos, el golpismo es aún una soterrada propensión venezolana, repartida uniformemente entre todo el espectro político. La doctrina nunca expresada que promueve las sangrientas protestas callejeras y ya han cobrado más de 60 muertos predica que, en algún momento de la ingobernabilidad, entrará a escena un animal mitológico (el pundonoroso militar demócrata y constitucionalista) que desalojará a Maduro y sus narcogenerales del poder que usurpan.

Que esa sea hoy la esperanza es nuestra tragedia.

 

@ibsenmartinez

El País ES

El día que me quieras, por Ibsen Martínez

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El día que me quieras, del desaparecido dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas, ha sido el éxito teatral más consistente en las salas de Caracas desde hace cuarenta años.

Aún hoy, en medio de la inseguridad, el toque de queda impuesto por el hampa y la violencia política que atraviesa el país, el Grupo Actoral 80 escenifica la pieza a casa llena.

La obra especula argumentalmente con la visita del gran Carlos Gardel, «el zorzal criollo», a Caracas, en 1935, poco antes de morir el cantante de tangos. Gardel, «primer latinoamericano universal», pasa una velada en casa de una modesta familia caraqueña, los Ancízar.

No es el menor de los logros de Cabrujas disponer que sea Plácido Ancízar el pupilo del protagonista, un marxista dogmático llamado Pío Miranda.

Pío es el epítome de la mediocridad y del resentimiento, envueltos en máximas de redención social: un saco de yute lleno de aire, sostenido por un autocomplaciente supremacismo moral. Es el izquierdista «bueno para nada» que hay en toda familia. Es el novio crónico de María Luisa Ancízar, hermana de Plácido.

Para Plácido, en el comunismo todo es «clara y contundentemente distinto» porque «todo es de todos».

—Tú vas por la calle –dice Plácido, puesto a explicar la circulación de bienes de consumo en su utopía leninista– y se te antoja, qué sé yo, queso, chuleta, capricho… y entras al mercado, de lo más formal, y pides: «Dame, dame, dame». «¿Y por qué te voy a dar?». «Porque soy un hombre y pertenezco al género humano y tengo hambre». «¡Toma, toma, toma!». «¿No es así, Pío?».

El de María Luisa y Pío ha sido un noviazgo lo suficientemente largo –al subir el telón sus amores duran ya diez años– como para que Plácido, por magia empática, haya hecho suyos los ideales políticos de su improbable cuñado.

Pero Plácido simpatiza con las ideas socialistas de Pío Miranda del mismo modo desasido, sincrético y caribe con que Teodoro Petkoff afirma que los venezolanos se dicen católicos. «Sin creer ni dejar de creer».

Plácido Ancízar es igualitarista, pero eso no hace de él un demócrata. A Plácido lo animan anhelos justicieros, cómo no. Pero la separación de poderes, la noción del debido proceso, la idea de un parlamento bicameral o la necesidad de un poder judicial independiente se le antojan, en el mejor de los casos, una engañifa leguleya, ni siquiera una abstracción ilustrada y burguesa.

Igual que para muchos de sus compatriotas, Plácido se figura la justicia más bien como un episodio terminal, tajante, situado en el borroso futuro. La justicia para Plácido es cuestión de oportunidad y ajuste de cuentas: una voltereta retaliadora, metralleta en mano, no un dispositivo perdurable, pactado para zanjar diferencias y asegurar la convivencia ciudadana.

Igualitarista y justiciero, bajo el vellón de caraqueño simpático y cordial que es Plácido nos acecha, sin embargo, un violento.

Provisionalmente desarmado, aplastado por la feroz dictadura del general Juan Vicente Gómez hasta el nivel de la aquiescencia y la zalamería, Plácido es esencialmente un montonero premoderno.

No es un homme de système, como lo quisiera Pío. Lo de Plácido es la consigna populista –»dame, dame, dame; toma, toma, toma»– y, sobre todo, la posibilidad de un desquite sangriento.

Si alcanzó a vivir lo suficiente para hacerle violencia electoral al statu quo en 1998 –los personajes teatrales son en extremo longevos–, los instintos de Plácido lo llevaron a seguir a Hugo Chávez

«Los otros también robaban», diría hoy, pistola en mano, paramilitar motociclista, si le mostrasen un boliburgués chavista conduciendo un Audi A4.

 

El Nacional