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El País: Halcones y palomas de la libertad de expresión

 

Je suis Charlie

 

 

Curiosamente, el miércoles del atentado en París sobraba indignación en el mundo en defensa del principio inalienable de la libertad de expresión. El jueves ya empezaron los peros, los sin embargos y los no obstantes, según muchas voces, justificados para no ofender la sensibilidad religiosa de los musulmanes. Algunos pasaron rápidamente del Je suis Charlie al “yo no soy Charlie”, expresando oposición a la sátira por irresponsable e innecesariamente provocativa. Fue como si de pronto surgieran los halcones y las palomas de la libertad de expresión.

Sea por temor o por ser políticamente correctas, surgió entre las palomas la desafortunada noción que la provocación en cuestión promovió el ataque. Es un argumento que revictimiza a la víctima. Uno piensa inmediatamente en la literatura feminista, por ejemplo, plagada de escenarios de esta naturaleza, desde el atuendo de la mujer en casos de agresión sexual hasta la inconveniencia de desafiar la autoridad del hombre en casos de abuso. Voluntariamente o no, es un razonamiento que casi siempre llega a una sutil justificación de la violencia en cuestión. Al final uno hasta puede olvidarse de la nada sutil diferencia que existe entre el grafito y el plomo.

Independientemente de ser un ultra de la libertad de expresión —como quien aquí escribe—o un moderado —como aquellos dispuestos a “partir la diferencia”— toca encontrarle sentido a tanto sinsentido, el ataque terrorista y el debate. Una primera reflexión es que las comunidades islámicas europeas tienen una tremenda disyuntiva frente a sí, un doble estándar de gigantescas proporciones que deben resolver. Gozan de los derechos y garantías que les otorga un Estado constitucional, mientras varios de sus miembros —que no son pocos, sean violentos o pacíficos— intentan restringir a otros el uso de esas mismas libertades. Como se dice en inglés: they can’t have it both ways.

Surgió entre las palomas la desafortunada noción que la provocación en cuestión promovió el ataque

Dicho de otro modo, en su amplia mayoría, las comunidades musulmanas son comunidades inmigratorias. En muchas de sus sociedades de origen —donde la vida colectiva está organizada bajo el paradigma del Islam— los individuos no gozan de los derechos que les garantiza la arquitectura del constitucionalismo liberal. No hay más que pensar en las personas que practican otra religión, en los homosexuales y en las mujeres que cometen adulterio. Si Charlie Hebdo invitó a la violencia con su sátira, pues la indefinición de los musulmanes sobre estos principios, y su persistente rechazo a la asimilación, contribuyen a su propia exclusión y, peor aún, alimentan a la derecha xenófoba y racista, igualmente antiliberal. El multiculturalismo es muy viable, es solo que la hipocresía no lo ayuda.

La segunda reflexión es que el derecho a la blasfemia, principio muy en juego en esta crisis, no existe por el deseo malévolo de ofender al creyente. Existe porque sin ese derecho no hay secularización, es decir, no es posible una real separación entre Iglesia y Estado, piedra basal del constitucionalismo y la democracia. Este principio es para la política lo que la separación entre el conocimiento derivado de la fe y los hechos objetivos comprobables son para la epistemología, un quiebre intelectual específico al racionalismo y el positivismo, ambos franceses en origen, justamente.

Dadas estas bifurcaciones políticas y cognitivas, el derecho a la blasfemia es el derecho a considerar al dogma religioso como una narrativa como cualquier otra, y por ende susceptible de la crítica a la que se somete a cualquier otra. La sátira de Charlie Hebdo, su sarcasmo, su burla —del Islam y de otras religiones por igual— es la misma burla que uno puede leer en la crítica de una película aburrida, de un libro mediocre o de una exposición de pintura poco estimulante. Simplemente se trata del derecho a rechazar verdades reveladas.

Las comunidades islámicas europeas tienen una tremenda disyuntiva frente a sí, un doble estándar de gigantescas proporciones que deben resolver

El problema de las palomas, aquellos dispuestos a renunciar a algunas libertades, es que pasan por alto que la libertad de expresión ya es un compromiso, un encuentro a mitad de camino y un acto de enorme moderación, la que deviene del hecho de darle a todos el mismo reconocimiento, la misma legitimidad. Desandar ese camino, y por ejemplo declinar o moderar ese derecho, primero, obliga a una sociedad a la autocensura y, en el largo plazo, la convierte en rehén de los déspotas.

La tercera reflexión es que aquí no hay conflicto religioso ni choque de civilizaciones, una lógica que, por otra parte, desconoce que las peores barbaries de la historia de la humanidad ocurrieron dentro de las civilizaciones, no entre ellas. El argumento que Occidente es el gran enemigo de la militancia radical islámica pierde fuerza explicativa cuando uno ve que el genocidio en Siria, el secuestro de niñas en Nigeria y la matanza de escolares en Pakistán han ocurrido en nombre de los mismos principios religiosos con los cuales se ejecutaron a los caricaturistas franceses.

El término que falta en esta ecuación es la política, la política en el mundo árabe y en el Islam. La religión actúa como excusa discursiva para actores a veces estatales, otras no estatales, y últimamente protoestatales que buscan consolidar regímenes despóticos. El terrorismo es cada vez menos la respuesta a las lejanas invasiones de Afganistán e Irak, y cada vez más la consecuencia del dramático fracaso de la primavera árabe, la cuarta ola democratizadora que llegaría al medio oriente. La ola llegó, chocó contra el paredón en la explanada del autoritarismo y se retiró mar adentro para no regresar por el futuro previsible.

No hay más que mirar a Egipto, de quien nadie habla con ocasión de esta tragedia, el país más poblado del medio oriente donde el despotismo religioso de la Hermandad Musulmana perdió el poder en manos del despotismo secular de Al Sisi. No sabemos cuánto de aquel proyecto religioso se vehiculiza hoy por medio del Califato de Mosul, lejos de Egipto. Una vez más, el conflicto más profundo no es entre civilizaciones.

Y, finalmente, si se trata del lápiz como símbolo de las libertades fundamentales, quienes vivimos en la orilla occidental del Atlántico no podemos dejar de recordar a Bonil, el caricaturista ecuatoriano, verdadero halcón de la libertad de prensa y pionero del uso del lápiz como método de defensa de sus derechos. En esta parte del mundo es el Estado, en lugar del terrorismo, el que ataca la libertad de prensa. Lo hace con un sistema judicial esclavo del poder político. Si bien menos brutal es igual de arbitrario y con efecto similar: la autocensura primero, y luego la sociedad como rehén del autoritarismo.

La moraleja es que nunca se puede ser demasiado extremo, demasiado halcón, cuando se trata de la libertad de expresión. Nous sommes tous Charlie.

Twitter @hectorschamis

Tragedia en Francia: Las razones de la sin razón por Ricardo Angoso

ProtestasCharlieHebdo

 

Photo: @i_car

 

 

Algo estamos haciendo mal en Europa. En nombre de los valores y libertades del hombre, que están inspirados en esos principios eternos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, se ha permitido que una bestia irracional, criminal e incluso salvaje se haya instalado en el corazón del continente. Demasiada tolerancia hacia los bárbaros y demasiado tarde para comprender el problema. Y es que, como decía el general Douglas MacArthur, «la Historia de los fracasos de la guerra se puede resumir en dos palabras: Demasiado tarde. Demasiado tarde para comprender el letal peligro. Demasiado tarde para colocar todos los recursos disponibles para enfrentar ese peligro. Demasiado tarde para ponernos al lado de nuestros amigos.”

Hace tiempo que debíamos de haber comprendido que la bestia que ayer se manifestó en París, de una forma brutal e inhumana asesinando a doce inocentes, se estaba incubando en el interior de nuestras ciudades. Unas políticas migratorias absolutamente erráticas y sin ningún control abrieron  las puertas del continente a gentes sin escrúpulos, bárbaros sin principios y claramente contrarios a nuestro sistema de valores. Llegaron  muchos con buenas intenciones, pero también llegaron seres mezquinos y enemigos de la democracia. En las mezquitas de Europa, como ocurría en Londres, París, Madrid y Roma, algunos imanes llamaban a la guerra santa impunemente y reclutaban a hombres y mujeres para la yihad, es decir, para hoy ejecutar estos crímenes que estamos viendo en las pantallas de nuestros televisores. Era una obligación sagrada para ellos, una simple bestialidad para nosotros.

Nada de lo que está ocurriendo es ajeno a nuestra desidia y falta de interés por combatir la intolerancia y la brutalidad de unos grupos que actuaban con absoluta impunidad. Ya en la guerra de Bosnia y Herzegovina (1992-1995) contemplamos horrorizados como se reclutaban a yihadistas para combatir a los serbios y los croatas, ambos pueblos cristianos, y para expandir el Islam en el corazón de los Balcanes.

Los mismos grupos, la misma barbarie que llevó a un grupo de jóvenes musulmanes parisinos a asesinar a un joven judío, Ilam Halimi, tras torturarlo durante días ante el silencio cómplice de una sociedad que tenía que haber reaccionado de una forma más rotunda y contundente. No lo hizo y ahora estamos pagando las consecuencias. Habrá un Islam de paz y concordia, pero no es el que se está difundiendo hoy en día en las mezquitas y centros musulmanes de Europa.

Es hora de hacer algo, de actuar y decir la verdad

Hace falta un mayor control policial de estas mezquitas, crear mecanismos de expulsión rápida de los que propagan estas ideas que hacen apología del terrorismo en su forma más inhumana y también, por supuesto, prohibir cualquier forma de propaganda radical islámica y poner a buen recaudo, quiero decir en la cárcel, a los más activos miembros de estos hordas de fanáticos. Es hora de actuar, de luchar, de decir la verdad y hacer algo.

Si seguimos así, presas de esta pusilanimidad y de no decir a las cosas por su nombre, nos volverán a atacar y la civilización occidental, basada en el respeto al diferente y la pluralidad social y política dentro de las reglas de juego democrático, acabará sucumbiendo y se derrumbará para siempre  dejando libre el camino al totalitarismo y el despotismo. La defensa del Estado de Derecho, ese logro de la civilización en donde la Ley prima sobre la fuerza bruta, es absolutamente compatible con la pluralidad religiosa, pero siempre desde el respeto al otro y a las ideas nuestros vecinos.

No es un fenómeno nuevo ni ajeno a occidente

Lo que ha ocurrido en París no es nada nuevo. Estos vengadores de Alá llevan conviviendo codo a codo con nosotros en nuestras escuelas, centros de trabajo y también en las calles; son las mismas alimañas que mataron al holandés Theo Van Gogh, simplemente porque les desafió con sus ideas y películas, y los mismos descerebrados que ya atacaron al periódico danés «Jyllands-Posten». No aceptan nuestras libertades ni nuestro modo de vida; luchan por destruir ambas cosas y quizá, fruto de nuestra infinita cobardía, lo acaben consiguiendo.

Las doce víctimas de París son unas más a unir a la larga lista de horrores. La intolerancia del Islam más radical hacia el no creyente se extiende por el mundo y la geografía del mal es muy amplia. En Argelia ya el Frente Islámico de Salvación (FIS) ha asesinado centenares de extranjeros que trabajaban allí, ha asesinado a sacerdotes y ha degollado a inocentes por el simple hecho de no ser musulmanes. Lo mismo podemos ver en otras latitudes, donde los cristianos son perseguidos, tal como ocurre en Egipto, Nigeria, Somalia, Siria e Irak. Estas semillas del odio y del terror se están expandiendo por todo el mundo.

Hasta Estados Unidos han llegado con ese rencor intenso de la mano de esos refugiados chechenos que perpetraron en su día la matanza de Boston durante un acontecimiento deportivo. ¿Cómo fue posible que un joven casi adolescente, Djokhar Tsarnaev, fuera capaz de participar de un acto deplorable y deleznable? Muy fácil: las redes sociales están llenas de esta propaganda criminal y en muchos centros religiosos se infunde este discurso demencial e intolerante que apela a la lucha armada y a la eliminación física del que no comulgue con sus ideas. La misma madre del terrorista, un ser lleno de  ira, locura, odio y resentimiento hacia todo lo que fuera algo distinto de su versión dogmática y fundamentalista del Islam, era presa de esas ideas si es que se le pueden dar ese nombre a semejantes aberraciones. Por no hablar de los iluminados del Estado Islámico, ISIS, esos «humanistas» que han decapitado en los últimos meses a todos aquellos no musulmanes que se encuentran en su camino hacia Bagdad, entre los que destacan periodistas occidentales, kurdos, cristianos iraquíes, mujeres liberales e incluso niños.

Desde la condena más rotunda de este atentado, que vuelve a poner encima la necesidad de vertebrar y articular mecanismos que permitan defender desde la Ley a nuestros sistemas democráticos frente a estas nuevas «maldiciones», hay que reconsiderar muy seriamente los peligros que bajo el paraguas democrático se guarnecen y desde la legalidad trabajan para subvertir nuestro orden político. Hace setenta años terminó la Segunda Guerra Mundial, en la que el mundo quedo aterrado al descubrir el Holocausto y el exterminio de millones de seres humanos -judíos, homosexuales, gitanos, rusos y un sinfín de nacionalidades y condiciones- a manos de los nazis. Sirva el recuerdo de las víctimas de hoy para poner sobre la mesa que las amenazas contra nuestras democracias siguen intactas y que debemos estar alerta. ¿Estaremos a tiempo?

Ricardo Angoso

rangoso@iniciativaradical.org

@ricardoangoso