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Franco

Sep 07, 2015 | Actualizado hace 9 años
Cuando las dictaduras caen por Sergio Dahbar

EjecucionesdelFranquismo

 

Las efemérides también enseñan. Dentro de 22 días, se cumplirán 40 años del 27 de septiembre de 1975, fecha infausta en la historia de España, cuando la dictadura de Franco se empeñó, contra la protesta internacional más enconada, en fusilar a cinco ciudadanos españoles, acusados de terroristas.

Tres pertenecían al Frente Revolucionario Antifascista Patriótico (FRAP): José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz. Y dos a ETA, Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot, ‘Txiki’. Fueron condenados a muerte por el último consejo de guerra del franquismo, por el supuesto asesinato de un guardia civil.

Recuerdo haber seguido el caso a través de las revistas Cambio 16 y Triunfo, donde escribía un magnífico e inolvidable periodista, Eduardo Haro Tecglen. Las compraba en el quiosco de Benito, en el cruce de las avenidas Solano López y Los Jabillos, en una Sabana Grande cosmopolita y bohemia. El mundo estero, junto a los familiares de los acusados, esperaba un indulto de última hora.

El clima de aquel momento se respira en estas líneas de la revista Cambio 16: “La Embajada española en Lisboa fue destruida y millones de manifestantes en casi todas las capitales europeas y en otras del planeta causaron destrozos en las propiedades españolas; los embajadores de los países de la CEE fueron llamados a consulta por sus respectivos Gobiernos e incluso se solicitó la reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU para votar la expulsión de España de los organismos internacionales…’’. Pero el indulto no llegó y los cinco detenidos fueron ajusticiados.

Dos meses después de los fusilamientos, falleció el dictador Francisco Franco. Ahí comenzó el martirio de familiares de las víctimas: se pasaron una vida tras la anulación de los consejos de guerra.

Se trata de otro capítulo infame, el de la llegada de la transición y la democracia, con las manos atadas. Doris Benegas, abogada de la familia Baena, sufrió miles de trabas para recuperar la copia del consejo de guerra. Recorrió tribunales una y otra vez, hasta que venció a la conspiración de silencio que se alzaba para proteger al franquismo.

Cuando pasaron 30 años de los hechos ocurridos, uno de los familiares de las víctimas se preguntó si realmente ese tiempo había transcurrido. En el año 2008 el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas recomendó derogar la Ley de Amnistía de 1977; reconocer la no prescripción de los crímenes de lesa humanidad; investigar los crímenes de la dictadura, reparar los daños causados y exhumar e identificar los restos de las personas desparecidas.

Los gobiernos españoles se han negado a seguir recomendaciones de Naciones Unidas porque “la anulación de los procesos permite, a quien lo considere oportuno, exigir reparaciones por errores flagrantes de la justicia, cometidos por tribunales ilegales en aplicación de leyes manifiestamente injustas’’.

Silvia Carretero tenía 21 años en 1975 y era la esposa embarazada de Luis Sánchez Bravo. Fue torturada por Billy, el niño y otros guardias civiles. Ante la posibilidad de que abortara, quedó en libertad y huyó a Francia, donde vivió hasta finales de 1976.

Esta efemérides, casi paradójica, me ha recordado dos cosas recurrentes en la historia. La primera: cuando los regímenes van a caer cometen atrocidades, o bien porque no entienden que van a caer y quieren mostrar su fuerza, o bien porque sabiendo que caen, quieren hacer mucho daño.

La segunda: las democracias que suceden a esos regímenes no siempre pueden hacer justicia. Aún así, Silvia Carretero no ceja en su empeño. Cada vez que se ve las marcas en su manos y muñecas, recuerda a su marido.

@sdahbar

Franco el bolivariano por Elías Pino Iturrieta

FranciscoFranco

 

En 1971, Ernesto Giménez Caballero escribe “El parangón entre Bolívar y Franco”, fragmento de un libro que circula en Madrid con el título deBolívar regresa a España, en el cual se informa sobre contactos de representaciones diplomáticas de América Latina con el dictador. En sus páginas abundan las loas para Isabel la Católica, “reina fundadora” de una comunidad de pueblos que de nuevo procuran la unión. Como prólogo de la publicación se incluye “El Generalísimo define”, texto que considera a don Simón como “uno de los grandes héroes de la emancipación americana, síntesis genial de esta raza nuestra, creadora de pueblos para la libertad”.

Como Franco suscribe las letras, los lectores desprevenidos estarían de acuerdo en calificarlo de bolivariano, esto es, como discípulo de las ideas del inspirador de su entusiasmo. Pero tal vez solo esté arrimando la sardina de la Independencia para la brasa de la Hispanidad, no en balde aprovecha la ocasión para hablar de la existencia de una raza encarnada en un conjunto de pueblos cuya vocación conduce a la realización de grandes hazañas, entre ellas una escaramuza pasajera de padres e hijos que por fin se juntan en la familia marmórea de siempre para ascender otra vez a la cumbre de la historia. No pasa de allí el Generalísimo, pero Giménez Caballero se ocupa de revelar la definición que quedó pendiente y que convierte a su jefe en bolivariano.

Se sabe que Giménez Caballero fue propagandista del fascismo en España, promotor de la Falange y letrado cercano a Franco, trabajos en los que llegó al extremo de asegurar cómo el Caudillo superó al insurgente en la tarea que se propuso contra la monarquía. Franco se inspiró en Bolívar, de acuerdo con el panegirista, porque fue “gran lector y meditador sobre esa auroral y precursora figura hispanoamericana”. Pero cuando se refiere a la fuente como “auroral” y “precursora” apenas habla de un comienzo de historia, de la raíz de una planta que no ha crecido o que dará frutos debido al trabajo de una figura o de un suceso del porvenir. ¿Quién es esa figura? ¿Cuál es el suceso?

Leamos un fragmento de “El parangón entre Bolívar y Franco”: “Había que substituir una monarquía hereditaria –planteó ya Bolívar– que era la estabilidad, la continuidad y el orden de tres siglos, por un sistema republicano que era lo contrario, lo que él llamó ‘El hemisferio de la anarquía’. Y para ello solo cabía un presidente vitalicio (continuador del rey) con derecho de elegir su sucesor (continuidad del príncipe) y con un Senado hereditario (transformación de la antigua aristocracia). Y ese fue el gran triunfo político de Franco al encarnar tal pensamiento: presidente o jefe de Estado vitalicio, con un Senado o Cortes orgánicas. Y –son palabras textuales de Bolívar– ‘un ideal príncipe hereditario que asegure la continuidad, pero con mérito propio. ¿Qué fueron los príncipes hereditarios elegidos por el mérito y no por la suerte, sino los monarcas más esclarecidos? Harían la dicha de sus pueblos”.

La maniobra de Giménez Caballero parte del fracaso de la Constitución de Bolivia, cuya monarquía sin corona no se convirtió en realidad por el rechazo que produjo en los sectores liberales de Lima, Quito, Bogotá y Caracas. Ni Bolívar ni los bolivarianos pudieron superar el escollo, para que el proyecto de una república autoritaria condujera a la decadencia política del proponente y a la desaparición de Colombia. El designio de Bolívar fue “como arar en el mar”, concluye el escribidor, mientras el futuro “hace la interpretación decisiva: la del auténtico pensamiento bolivariano realizado en la historia: ni siquiera por el propio Bolívar, sino por Francisco Franco”.

De lo cual se deduce que Giménez Caballero fue un franquista redondo y sin fisuras, hasta el punto de disfrazar a su líder de bolivariano partiendo de una analogía cuyo anacronismo solo tiene cabida en los espacios de la propaganda política más burda. Sin negar que el cesarismo español del siglo XX pudiera encontrar mejores argumentos en la tela del uniforme de Bolívar, hispanidad aparte. Pero también sin dudar que, si alguien ya se atrevió a asegurar que Franco perfeccionó la obra inacabada del Libertador, cualquiera puede decir lo mismo sobre Chávez y Maduro.

 

 

El Nacional