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No le cuentes esto a nadie, por Reuben Morales

secreto

 

Hay una sustancia que pone en estado de alerta al ser humano y es mucho más potente que la cafeína y la cocaína. Es la frase: “No se lo digas a nadie”. Basta con escuchar “te voy a decir un chisme, pero no se lo digas a nadie”, para que el “no se lo digas a nadie” te quede retumbando en la cabeza. Inmediatamente las manos te empiezan a sudar, te sube la ansiedad, se acelera tu corazón, presionas los dedos de tus pies contra la suela del zapato y la boca te saliva. Además ocurre un fenómeno muy particular en tu cerebro. Te están contando el chisme y el hemisferio derecho se aboca a gozarse el cuento, mientras el izquierdo recuerda toda tu lista de contactos para ver a quién puedes contárselo apenas salgas de allí.

Te vas y ahora te sientes como un agente de la CIA que lleva un maletín con un millón de dólares. Te contoneas y te las echas frente a otros, viéndolos con lástima, mientras piensas “tengo una rolo de bomba que ni te imaginas”. Ahora llegas a reunirte con otra íntima amistad tuya. Le pides se acerque. Ésta ve venir algo bueno, pues te delatan tu sonrisa pícara, ojos brillantes y el dedo índice latigueando como si presenciaras una carrera de caballos. Le comienzas a develar el chisme, terminas de contárselo e ingenuamente firmas el contrato de confidencialidad diciendo “¡Pero no se lo digas a nadie!”. El ciclo vuelve a comenzar.

Esa bendita frase genera tanta energía en uno, que seguro gracias a ella se lograron varias proezas de la historia. El mito de la ciudad de El Dorado, por ejemplo. Seguro se originó cuando un indígena le dijo a un español: “Si caminas varios días hacia el sur, encontrarás una ciudad hecha de oro. Pero no se lo digas a nadie”. La verdadera artimaña del indígena no fue contarle sobre una ciudad dorada. Fue decirle “no se lo digas a nadie”.

La caída del muro de Berlín: otro caso. Seguro un opositor al régimen comunista se dio cuenta de que los trancazos no eran útiles y decidió llevar la protesta a otro nivel. Le dijo a un amigo: “Me dijeron que mañana derribarán el muro, pero no se lo digas a nadie”. Al día siguiente, toda Berlín del Este llegó al muro esperando la demolición y, cuando vieron que no pasaba nada, dijeron: “Bueno, ni modo, si ya nos echamos el viaje hasta acá, tumbémoslo nosotros”.

Pero si en cambio quieres aniquilar un chisme por siempre, cuéntalo como si fuera cualquier cuento banal. ¡En serio! Di el chisme más secreto que tengas mientras realizas una tarea cotidiana, como amarrarte los zapatos, por ejemplo. Cuando estés agachado, dándole a las trenzas, suelta: “El otro día entré al baño del gimnasio y vi a Ramón y a Pedro besándose en una ducha”. Y sigue dándole a tu zapato, como si nada. Quienes te escucharon pensarán: “¿Y éste soltó ese chisme así como así?… Pero si no lo dijo en voz baja y emocionado es porque Ramón y Pedro seguro ya hicieron su relación pública, yo no me enteré y ahora se van a casar en Ámsterdam. Mejor no lo repito para no quedar como un desactualizado. Voy a reaccionar como si me supiera el cuento”. Acto seguido, esa persona dirá: “¡Sí, vale, yo sabía!”. Y ahí morirá el chisme.

Ahora, si buscas hacerte famoso en las redes sociales, escribe un chisme en tus estados y colócale arriba “confidencial”. Si no, etiqueta a un influenciador de redes pidiéndole que no se lo diga a nadie. En una hora te harás viral. Por eso me gustaría finalizar esto pidiéndote algo encarecidamente. Si leíste el artículo y te gustó, hazme un gran favor. No se lo cuentes a nadie.

 

@reubenmorales

El chisme como cultura ... por Orlando Viera-Blanco

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«Seríamos una sociedad mejor si no transigiéramos al chismorreo. No hablar mal de nosotros, aun siendo cierto, es lo ganancial»

 

En el texto, Tomás de Aquino como antecedente medieval de la tolerancia moderna, Ezequiel Ellez Maqueo nos habla del «martirio» que debe enfrentar el filósofo, el político, el pensador o el ciudadano de a pie, para soportar al «charlatán de oficio». Importante revisar estas notas en un país, donde hablar mal de los demás, para no-pocos, es el pan de cada día…‎

Basilio de Cesárea cuenta de un campesino sencillo y sin letras, pero de una fe inquebrantable, llamado Barlaam -nacido al igual que el poeta griego en Cesárea de Capadocia-, quien se hizo célebre en 303, en tiempos de la persecución romana a los cristianos, por el emperador Diocleciano, cuando después de pasar por la cárcel, el escarnio, los azotes y el potro, sin una sola queja, fue llevado a rastras para un sacrificio al «padre de los dioses», Júpiter. Ante la negativa del procesado, los guardias extendieron a la fuerza su brazo para que la mano estuviese encima de las llamas. Le colocaron incienso en la palma para que al menor movimiento, la unta cayera sobre las brasas. Barlaam mantuvo firme su palma y la llama le consumió su mano, pero su corazón siguió impertérrito. Al final el fuego quemó por completo a Barlaam….

Cito este pasaje cristiano del poema de San Basilio de Barlaam, y su victoria contra el fuego, por ser correspondiente al dolor y a la resistencia, que el inocente debe demostrar frente a la calumnia. Como Barlaam, el tema es decidir si no hacer caso a la infamia, por charlatana y de baja ralea o al menos -filosóficamente»-, dedicarle un pensamiento, una impronta, una digna respuesta, al agravio, siendo lo cobarde, la ofensa libertina, y lo noble, desnudarla. Este columnista, como gemía el Quijote, «a riesgo de ser castigado por los dioses de la caballería», ha decidido asumir el reto de elevar mi brazo, frente al fuego del sabotaje intelectual (y espiritual), que comporta hablar mal de otro, olímpicamente. Porque como me decía un amigo «En Venezuela hablar mal es el deporte nacional…».

El problema que aquí subyace, es la necesidad -decía- como pensadores, como ciudadanos de a pie, como parte de una idiosincrasia que me empeño en ilustrar, de deponer ciertas creencias (y carencias), que poco respetan ‎el honor del otro, en medio de la contradicción de la pluralidad de opiniones. ‎El conflicto pasa por adoptar una actitud epistemológicamente correcta, frente al calumniador, al hablador de saco pues, dicho en hispano. No incurrir en el absolutismo (Dixit Aquino) de la intransigencia, pero si transigir con sentido de preeminencia y autoridad… Ellez Maqueo nos habla de ‎relativismo absoluto o la imposibilidad de asumir absolutos morales. No somos dueños de la verdad, pero no podemos ser víctima dócil de la mentira. Dicho en cristiano: O plantamos cara o dejamos la controversia del tamaño del impostor (pobre y corta). Quizás se puede ignorar al calumniador. Pero lo que es inevitable, es desmentir la hablilla, el chisme, esa cháchara grupal y venenosa, que nos derrumba como nación.

Me gusta de los autores medievales como Tomás de Aquino, su aporte clásico a la tolerancia. Virtud que nos permite redimir diferencias conceptuales. Pero la cosa se complica cuando la discrepancia deviene en falsa imputación. ¿Cabe tolerarla? Si todo queda en un bocazas, no es inteligente, ni virtuoso, darle caña. Pero si la infamia se hace viral por gozar de la tribuna a los mal-hablados, el asunto toca encararlo… Una cosa es «soportar ciertas circunstancias y señalamientos en un ejercicio de adversidad intelectual, donde el silencio y la prudencia son aconsejables» (Ob. Cit). Otro es tolerar la impertinencia del cotillón; la resonancia tumultuaria de «las costureras»… El comentario aislado y fútil, puede ignorarse. Pero hacerse cómplices de la postilla, nos criminaliza a todos. Podemos asumir «el martirio» de un señalamiento incierto. Pero no me quemaré la lengua o la mano, frente al mal-hablado, al que repite y hace eco, regocijadamente.

Seríamos una sociedad mejor si no transigiéramos al chismorreo. No hablar mal de nosotros, aun siendo cierto, es más ganancial, que la impudicia que forja la intriga y la saña. Nos dice Santo Tomás: «El fuego más sutil, pero no menos disolvente, es el procedente de la influencia negativa de algunos factores culturales que juegan en nuestra contra, como la tendencia prevaleciente a lo frívolo y superficial…». Qué peor tendencia cultural que la banalización del chisme, tildándonos de delincuentes, lerdos o maledicientes (cuando no lo somos), por causa de los bajos sentimientos de conflictos afectivos no resueltos. «Dar crédito a errores, calumnias o falsedades, es desorientar el corazón de la gente sencilla, que nos quiere y nos admira», sentencia el Aquinate.

Si alguien habla mal de otro y usted no le conoce, por favor calle. Su silencio delatará la bajeza del perjuro. Pero si usted no le conoce, sólo responda: no lo sé, no me consta. Así el calumniado se habrá librado del morbo y el insidioso habrá quedado preso -a solas- en las llamas de su mediocridad.

 

@ovierablanco

vierablanco@gmail.com