Simón: vergüenza y perdón
Son nuestros hábitos, nuestra identidad, nuestra irreverencia, nuestra rusticidad, alegría o delicadeza. Infinita nobleza redimida en un solo acto: Simón
Simón es nuestra historia que duele y confiere esperanza a la vez. Historia que recuerda y derrota el exilio como tabú. Es la vergüenza por el sacrificio de otros. Es la expresión de nuestra esencia grupal.
Una obra de arte, una escritura, un color, un documento. “No son más que indicios por medio de los cuales hay que reconstruir el individuo visible”. Y ese hombre –corporal y visible– no es más que una sospecha, un asomo de lo que somos. A través de esa “visibilidad”, las pequeñas grandes cosas, desde un diamante hasta una obra literaria, un cuadro, una escultura o una película, tienen un mundo interior, una verdad oculta, pero infinita…
Me propongo, después de haber quedado sin aliento y conmovido, “reescribir” la historia de Simón. No de la película, sino de lo que puede estar detrás de ella, debajo de ella, al interior de ella… que es el interior de Diego Vicentini, su creador, productor y director, para entender algunas cosas de nuestra esencia como pueblo, como nación, como destino. Para entender de lo que poco hablamos, que es del exilio.
Estoy avergonzado… y llora el alma
El historiador, apunta Omar Osorio Moretti en sus comentarios de la Historia de la literatura inglesa por Hipólito Taine, “podría colocarse en el seno del alma humana durante un período de tiempo, una serie de siglos o en un pueblo determinado […] podría estudiar, describir, contar todos los acontecimientos, todas las transformaciones, todas las revoluciones consumadas en el interior del hombre; y cuando hubiese llegado al fin, tendría una historia de la civilización en el pueblo y en el tiempo elegidos».
Diego Vicentini, director de Simón, muy joven productor y director del cine venezolano, a quien conozco desde niño por su hermosa amistad con mi hija Valeria, viene de vestiduras cultivas, muy típicas de Venezuela. Padres de linaje europeo y criollo, sembraron en Diego un profundo amor por Venezuela y nuestro gentilicio, por nuestra rusticidad o prolijidad, por nuestras virtudes o carencias, nuestra generosidad, vulgaridad o delicadeza. Ese melting pot entre riqueza y miseria, inflexiones y actitudes, espontaneidad, abandono o viveza, que producen una impronta capaz de quedar sellada como piedra fósil que sobrevive todos los tiempos y da cuenta de una sociedad que vive, padece y trata de redimirse antes de morir.
Esa huella perenne es Simón… Cuando escuchas los diálogos, las conversaciones, despierta nuevamente el dolor, la indignación, la alegría o la esperanza. Sentimos la revelación del alma. De qué vamos y de qué estamos hechos. Qué reposa en lo más subterráneo e íntimo de nuestro interior. La genialidad de un pequeño diálogo, nos conduce por caminos muy profundos del ser humano.
Y nos dice Simón: “Es que lo que hemos hecho [la calle] no ha sido suficiente […] Mientras nosotros enfrentamos con cartones y hojalatas a tanques de guerra y fusiles, otros veían la masacre por televisión… No ha habido suficiente gente, no ha habido suficiente fuerza, suficiente lucha y actitud. No ha sido suficiente conciencia… suficiente, suficiente, suficiente… Y si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer?”.
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Son nuestros hábitos, nuestra identidad, nuestra irreverencia, nuestra rusticidad, alegría o delicadeza. Infinita nobleza redimida…
Ese monólogo penetró en lo más sensible de mi corazón roto. Al límite de una actuación impecable, comencé a desplomarme en la butaca. No comprendía qué sentimiento me invadía al ver y escuchar aquella épica por la libertad, por la dignidad… El rodaje continuaba, pero me quedé atrapado en aquella frase a todo pulmón, de un David contra Goliat.
Entonces mi mente viaja al pasado. Al día en que una mañana gélida e invernal en Canadá, recibí una llamada [de Diego Vicentini], para decirme, “Orlando, me siento mal, me siento culpable de haberme ido del país y no estar al lado de nuestra gente, nuestros jóvenes, para luchar a su lado. Quiero hacer algo por la causa”. Por aquellos días, un joven de Cumaná había llegado a Miami y me pedían darle ayuda… Le comenté a Dieguito –como cariñosamente le decimos– que lo llamara, que escuchara su experiencia… Hablé con aquél humilde muchacho, que había salido de las salinas de Araya a Brickell, huyendo de la persecución y la tortura. Le comenté que le llamarían, que estuviese atento…
Diego cumplió su misión y fue al encuentro con nuestro héroe cumanés, que hacía de valet parking en un hotel en Miami. “Ojalá pueda hacer algo Orlando”, me dijo Dieguito… Un ojalá que inevitablemente crea una barrera entre creer y no creer. Es el indicio, la sospecha de que algo puede pasar… Y cuando pasa, es porque el indicio se hace realidad.
La combinación de imágenes de Simón en la pantalla y en mi mente, dieron cuenta de lo que me inmovilizaba. No era solo el desgarro de lo que veía, sino de lo que, en algún momento, dudé que sucedería… Ese joven de Cumaná, uno de los inspiradores de Simón, fue llevado a la pantalla por Dieguito. Una historia que se contó “corta” [en un cortometraje] y ahora es una extraordinaria película que ya ganó un festival, pero mejor, el corazón de la gente. Y comprendí. El sentimiento que me invadía era de una irremisible vergüenza…
Vergüenza por aceptar vivir así. Vergüenza por sembrar en los corazones, de muchos de nuestros jóvenes, dudas sobre nuestras suficiencias o certezas de nuestras insuficiencias. Vergüenza por no merecer tanta violencia, torturas y despojos. Vergüenza por refrescar en mi memoria los límites, los extremos, las facultades, los sentimientos, la determinación, la voluntad de nuestros hijos, por dar la vida antes de confesar, de morir por la libertad, por nosotros mismos. Porque a pesar de tanto pundonor, sacrificio y valentía, desde una misma disidencia, seguimos enfrentados y divididos…
Vergüenza por no dar el ejemplo. Por ver masacres desde una película, vergüenza por no saber qué más podemos hacer para devolverle Venezuela a nuestros hijos, vergüenza por dudar de nosotros mismos, Vergüenza por estar en la sala…
Todas estas interioridades no son más que avenidas que se reúnen en un centro llamado Venezuela. Un mundo infinito, representado por un joven director, por sus valores, su crianza, su inteligencia, que hace de sus virtudes –humanas y técnicas– una acción visible puesta en escena con discursos impecables, sencillos, hermosos, emocionantes. Sensaciones de hoy y de ayer que salen a la luz como largas rocas hundidas en el suelo y rompen silencios estruendosos, rindiendo tributo a nuestro linaje. Simón es un hito a la sana vergüenza por un país herido. Esa es, entre muchas, la genialidad de Vicentini: despertar en nosotros una honesta reflexión. Y llora el alma…
La redención de un país
En un poema, un código, una imagen, una palabra, en un símbolo de fe, ¿cuál es nuestra primera reflexión? Es “observar con nuestros ojos, en nuestro interior, el hombre visible” [ob. cit] ¿Y qué buscas en él? La verdad, mi verdadero yo… Simón hizo aparecer mi hombre invisible… Palabras que llegan a nuestros oídos, ademanes, movimientos de cabeza, vestiduras, acciones, que son gestos dulces y amargos de nuestro plasma originario, lo típico de nuestra naturaleza como nación… Simón es el combatiente que aun habita en nuestro hombre interior. Un peregrino que lidia con su yo, con su culpa, con su consciencia… El arrojo, las lágrimas, las alegrías, el idilio o la verdad de Simón son las nuestras, si acaso convertidas en frustraciones y nostalgia.
Cuando llegaba al clímax de mi vergüenza, cuando estaba en la búsqueda de algún episodio que permitiera aliviar mi pena, un sentimiento me inmovilizaba y asfixiaba a la vez. Raramente no me permitía llorar inmovilizado en mis propias culpas, cuando siento que me abandona el último vestigio de racionalidad crítica devorada por mi constricción, emerge la más hermosas de las libertades. No la libertad física, la positivista, la que huele, toca, oye o ve, sino la libertad que también busca nuestro hombre invisible: la libertad espiritual…
Simón es tanto un constante digerir de contrastes, como un ejercicio continuo de discernimiento. A través de cada metáfora, el acento del verso, de un primer plano –nítido o difuso– un acumulado de indicios se convierte en una trepidante verdad. Es la confrontación entre el yo externo y el interno. Es conversar con nosotros mismos, escrutar lo más íntimo de nuestra consciencia para buscar la pieza que hacía falta para lograr la calma: el perdón.
Mientras nuestros ojos veían Simón, iban en indetenible movimiento, un volcán de emociones y concepciones que tratan de responder a la pregunta ¿por qué? Y de pronto, aun sin responderla, un abrazo se convierte en la expresión más sublime y elevada de nuestra humanidad, que hace romper en llanto a nuestro hombre invisible, llanto que brota como roca fundida por nuestros ojos y baja por nuestras mejillas hasta nuestras manos, “quemando todo a su paso”. Pero después del fuego vienen las cenizas, que son el alivio del alma… Simón también es perdón, la pieza que nos hace falta, que es la paz, la libertad espiritual. No es un perdón republicano, pero si espiritual.
¿Cómo una película de un joven de 28 años es capaz de penetrar nuestra más íntima invisibilidad y producir vergüenza y redención a la vez, en un solo acto? Termina Taine lanzando un derroche de belleza y admiración por la literatura de Goethe: “Mirad al promovedor y al modelo de toda la gran cultura contemporánea, a Goethe, que, antes de escribir su Ifigenia, pasa días dibujando las más perfectas estatuas, hasta que, llenos sus ojos de las nobles formas del antiguo paisaje, y penetrado su espíritu de las bellezas armoniosas de la vida antigua, logra reproducir en sí propio tan exactamente los hábitos y las inclinaciones de la imaginación griega, que da una hermana casi gemela a la Antígona de Sófocles y a las diosas de Fidias”.
Entonces llego a la génesis de mi fascinación por Simón. Es reencontrarme con nuestros hijos, con el hogar donde crecí. Es regresar a las formas más nobles de nuestros paisajes, modos y ademanes. Es revivir la belleza de nuestra crianza. Es recuperar nuestra identidad depositada como fósil, como huella indeleble, por una obra de arte –Simón– tanto conmovedora como reflexiva.
Esa ha sido la genialidad de Diego Vicentini: representar una realidad sin agraviar, sin rencores, sin morbo, reflujo ni intemperancia, donde el perdón redime la culpa, donde Simón es la Ifigenia, la hija de Agamenón [Sófocles], ese hijo[a] que no queremos sacrificar, donde subyace la duda entre hacerlo, evitarlo o inmolarnos, para impedir que Artemisa detenga los vientos favorables en Áulide… para aliviar nuestras propias tempestades. Donde reposa el perdón de Próspero, el perdón de nosotros mismos…
Es nuestra historia que duele y confiere esperanza a la vez. Historia que recuerda y derrota el exilio como tabú. Es la vergüenza por el sacrificio de otros. Es la expresión de nuestra esencia grupal. Es la manifestación más genuina de nuestra Venezuela, que son los hijos de la patria, que son nuestros hábitos, nuestra identidad, nuestra irreverencia, nuestra rusticidad, nuestra alegría, o delicadeza… Una infinita nobleza redimida en un solo acto: Simón.
Gracias Diego por esta joya del cine venezolano. Cumpliste tu misión. Hará mucho por la causa, que no es otra que entendernos, hablarnos y querernos más…
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