Es inevitable que la libertad individual y la dignidad humana choquen cuando se trata de discriminación
Hace unas semanas, una pizzería normal y corriente de Caracas fue escenario de un triste episodio. Difícilmente algún venezolano muy activo en redes sociales no se enteró. Pero en caso de que algún lector de esta columna no esté al tanto, vaya un resumen de los hechos. Un comensal denunció que él y su acompañante fueron expulsados del ristorante porque estaban bailando y, al tratarse de dos hombres, ello no gustó al propietario, pues “iba contra la atmósfera familiar”.
Un caso típico y nada original de homofobia, pues. En cuestión de pocos días, las consecuencias llegaron por oleadas. Manifiestos masivos de repudio en redes sociales. Una pequeña protesta de activistas Lgbtiq en el propio local. Una sanción pública. Venezuela es un país bastante atrasado en cuanto a derechos de las personas sexodiversas. Sin embargo, el municipio Chacao, donde está la pizzería en cuestión, tiene una ordenanza contra la discriminación por razones de género, la cual fue puesta en práctica. Los responsables fueron penados con labores comunitarias. Terminaron pidiendo disculpas a los perjudicados.
FOTOS | Así fue la protesta por discriminación a homosexuales en pizzería caraqueña
Es inevitable que la libertad individual y la dignidad humana choquen cuando se trata de…
Pero a los señores de “La Vera Pizza” no les faltaron asimismo defensores. Desde trogloditas rabiosamente homofóbicos, con su moralina reaccionaria y fanatismo religioso, hasta personas que aseguran no tener prejuicios contra la sexodiversidad y se refugiaron en argumentos un poco más sofisticados y difíciles de rebatir. Para ellos, es ilegítimo que el Estado intervenga para obligar a un individuo a aceptar la presencia de ciertas personas en un local privado. En el entorno público, dicen, semejante exclusión es siempre arbitraria, pero no en la propiedad privada de alguien, a quien no se le puede imponer una visión ajena del mundo, por más que la de esa persona nos parezca aborrecible. Que las personas discriminadas vayan a donde sí los aceptan o que monten sus propios locales.
Son por supuesto indignas de debate las razones ramplonamente homofóbicas. Pero la segunda categoría de justificación de los dueños de la pizzería es, como dije, más compleja y capaz de atraerse gestos de asentimiento. Es a ella a la que dedico una respuesta crítica. Me parece una maravillosa oportunidad para exponer postulados filosóficos, no en función de reflexiones metafísicas con las que a menudo se asocia este tipo de pensamiento, sino de cuestiones muy concretas y terrenales que todos podemos apreciar en nuestra cotidianidad.
No hay nada novedoso en la apología liberal de estructuras de apartheid. Murray Rothbard y sus acólitos anarcocapitalistas se opusieron totalmente y desde un principio a las leyes de derechos civiles que prohibieron la discriminación racial en Estados Unidos en los años 60. Les resultaba “tiránico” que el dueño de un negocio privado tuviera que atender a personas de raza negra, contra su voluntad. O que se le imponga un criterio purgado de discriminación racial en su selección de empleados. Es decir, para estos liberales radicales, la libertad del individuo es tan inviolable, que ni siquiera cuando el resultado es un sistema social monstruosamente injusto se la puede restringir.
Hay un choque de derechos, que es de las situaciones más difíciles para ejercer el juicio político. Pero si la praxis priva sobre el dogma, creo que la privacidad de un negocio no justifica las prácticas discriminatorias.
Hablo de “praxis sobre dogma” porque la experiencia empírica nos muestra que la permisividad con los sistemas discriminatorios tiene efectos psicológicos negativos sobre el grupo discriminado. Es terriblemente angustiante para alguien tener dudas con respecto a que sea admitido, o no, en un lugar debido a su identidad, a algo de lo que no puede desprenderse. Piensen nada más en todo el tiempo y esfuerzo perdido que a veces pudiera acarrear buscar un lugar donde dicha identidad sea tolerada. Eso por no hablar de la sensación humillante que implica el rechazo. Hasta consecuencias físicas pudiera tener. Imaginen que una persona se traslada de emergencia a la clínica más cercana, solo para que le nieguen atención porque “ahí no aceptan transexuales”.
La tolerancia de estas prácticas prejuiciosas también crea sociedades disfuncionales, llenas de fobias y resentimientos. Al mantenerse los que discriminan y los discriminados siempre segregados, las posibilidades de que los primeros reparen en que realmente no hay nada malo en los segundos son mínimas. Es un círculo vicioso de repulsión y discriminación, del cual los estigmatizados tarde o temprano se hartan. Buscarán cambiar las cosas por cualquier medio posible. Por algo la segregación en el sur de EE. UU. y el apartheid sudafricano terminaron siendo inviables y colapsaron. Si los portadores del poder no se hubieran dado cuenta de cuán peligroso era el statu quo racista, las repercusiones para esos dos países pudieron haber sido escalofriantes en términos de conflictividad social.
Así que en estos casos, el costo de la libertad individual como valor absoluto es demasiado alto. No importa el lente moral. Si es deontológico, todo lo expuesto en los párrafos anteriores en cuanto a sufrimiento de los afectados debería bastar. Si es utilitario, piénsese en la conflictividad social que pone en peligro el desarrollo mismo de la economía y el disfrute privados. El Estado fue creado precisamente para evitar tal cosa, nos dice Hobbes. Solo el liberalismo más inflexible y recalcitrante lo desconoce a pesar de todo.
¿Significa esto que el derecho de las personas a disponer de sus bienes no aplica en ninguna circunstancia cuando de discriminación se trata? No. Obviando el deber de los padres para con sus hijos menores de edad, creo que el derecho a discriminar y excluir solo aplica a la residencia privada. Un negocio podrá ser privado, pero al estar abierto al público, tiene otras consideraciones éticas.
Sí, hay algo llamado derecho de admisión. Pero me parece que lo que debe guiar ese derecho es el Principio del Daño de J. S. Mill. O sea, que solo se pueda excluir a lo que demostrablemente perjudica al negocio o a su clientela. A su vez, ese perjuicio tiene que ser empíricamente comprobable. No puede partir de explicaciones sin fundamento racional (e.g. religiosas). Como señala Martha Nussbaum, la repulsión moral sin fundamento empírico no basta.
Entonces, el dueño de un restaurante puede echar de su negocio a alguien por gritón, ya que eso amarga la experiencia de los clientes y desalienta su regreso o recomendaciones. Pero no porque baile con otra persona de su mismo sexo, ya que no hay demostración empírica de que eso perjudique a terceros.
Este es un debate abierto y nada de lo que he escrito es exhaustivo. Hay otros tipos de entes privados a los que pudieran aplicar otros criterios, como por ejemplo las asociaciones de culto. Pero para los que tienen como único propósito el lucro, la discriminación por género es inadmisible. Vivan y dejen vivir. Dejen comer pizza también a todo el que pueda pagar.
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