La plata hace la diferencia, pero no para siempre
Lo primero que hizo Hugo Chávez después de fracasar como jefe golpista fue convocar a civiles que le hicieran el trabajo del cual él era incapaz. Urdió la estrategia de organizar un partido político mientras le decía al público solo lo que esa masa, burlada tantas veces y desilusionada, quería oír. Aprendió a dejarse querer por los poderosos de su tiempo, a hacerles sentir que los necesitaba, para después echarlos a un lado como bichos malolientes.
Lo segundo, convencer a la mayoría de que los castrenses eran los que mejor gobernarían por tener jardines limpios, ejecutar al detalle el orden cerrado y desfilar con caídas perfectas de los pies. Que él, como militar, daría más a cada cual. Pero lo que no aclaró que aquel “cada cual” eran sus compañeros de armas. Y los animó a enriquecerse y a que ejercieran el poder como si las calles y avenidas fueran patios de cuarteles.
En tercer lugar, entendió que éramos un pueblo de boleros, rancheras, vallenatos y joropos, así que solo tendría que tocar esos resortes para ganarse la emotividad, que rayó –y raya aún- en una devoción de feligrés.
Obsesión por el poder
Las cartas estaban echadas para centrarse en la consecución y mantenimiento del poder. Así, cuando fue preso tras su histórica renuncia y luego llevado de nuevo al poder, entendió que el mando se conserva ejerciéndolo y que este es un edificio que se construye dejando que los obreros se enriquezcan. Claro, echando a patadas a quien tuviera ideas propias.
Chávez era, en el fondo, peor que los que criticó y un autócrata de cuadrito. Y tuvo la sagacidad de escuchar los consejos de un puñado de canallas inteligentes y experimentados que se aprovecharon del poder. Plata en mano y miradas de reclamo hacia otra parte, construyó su estructura de cómplices. Tan embarrados en sus propias corrupciones, que ni queriendo iban a poder salirse del basurero que barrían con sus propias manos.
Con una egolatría superlativa, se sintió heredero del carisma de quien más le mintió, esa piltrafa humana que fue Fidel Castro. Soñando para él esa devoción que la izquierda del mundo le profesó a Fidel, le entregó el país a los cubanos, expertos en dictadura, control y propaganda. Curtidos en desgranar adecuadamente las mentiras necesarias para naricear a los estúpidos tontos, así como se domestica a los caballos, con un par de terrones de azúcar y palabras amorosas pero firmes.
De Guatemala a Guatepeor
En esa escuela florecieron ignorantes e imbéciles que obedecieron por intuición, ladrones sin miramiento deleitados por el robo impune y desmedido, bandidos engreídos abultando cuentas bancarias que crecían casi solas, solo porque los puso “en donde haiga”, esa frase tan latinoamericana.
Chávez murió porque creyó de nuevo en los embustes de Castro y en vez de tratarse el cáncer donde de verdad tienen ciencia y tecnología de punta, fue a agonizar en un jardín cubano con mucho sol y ningún escrúpulo. Lo sucedió no uno de sus compañeros de aventura, sino el abotagado apparátchik formado por cubanos, a quienes jamás sabría oponerse. Sentado hoy sobre bayonetas de los que aparecían como más fieles y comprometidos.
Para gobernar peor que Chávez solo faltaban dos cosas, y el aparato político las ha tenido: que al gran productor de dinero, el petróleo, se viniera abajo con dirigentes tan obedientes como incapaces; y que el fulano llegara a creerse, rodeado de serpientes, que estos obedecían a su flauta.
Ahora todo está acabando.
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