Estar aquí tanto como allá - Runrun
Samuel González-Seijas Dic 05, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
Estar aquí tanto como allá

@lectordepaso

Lo confesaré sin titubear: sé estar en dos sitios al mismo tiempo

Me tomó trabajo reconocerlo; aceptarlo aun me demanda reflexión y examen. Cómo llegué a semejante situación, no sabría explicarlo del todo. Digo, por ahora, que la cosa no deja de ser fascinante.

Bastó, creo, que la situación cambiara de golpe: el ambiente general, la manera de acometer las tareas cotidianas, registrar el paso del tiempo. El orden de las salidas y entradas que terminó alterado de raíz, los días de giro corto, de paso angosto en pocos metros, repetidos al infinito.

Entonces, comencé sin querer a verme ocupando lugares desconocidos. Una vez, luego de parpadear con la normalidad de costumbre, quedé situado en una calle de Bruselas. Creo que es un bello día de otoño, por el azul caramelo y los edificios iluminados suavemente. La luz es un almíbar naranja y hace frío y son las diez de la mañana.

Por supuesto que me hice la pregunta de rigor, porque a lo extraño no puede uno dejar de increparlo. Sin embargo, como si hubiese estado allí otras veces, caminé tranquilo. Disfruté de la temperatura y creí no ser de donde súbito había venido. Era, en ese paseo involuntario, de una extranjería feliz. Mi estancia en aquella ciudad duró el alcance de mi vuelo, que suele ser de buena autonomía. Siempre que decido salir de aquí, es decir, de allá de donde vengo, puedo quedarme el tiempo suficiente para satisfacer mi gana de movimiento, mi sed de aire.

Otro día, mientras colocaba en su lugar unos platos que habían sido usados la noche anterior, me asomé a una avenida en París. Ancha y cruzada por vehículos y gente que iba en dos direcciones. Me sorprendió el ancho de las aceras que, vistas de golpe, me parecieron más amplias que la propia calzada. Qué  insignificantes se ven los carros allí, qué innecesarios.

Un amigo me dice que París es para amar y caminar, pero también para rumiar una pena. Desde mi ventana no veo el Sena pero si la languidez de los cuerpos que andan, y yo me siento igual.

Quiero pasear mis tristezas en libertad. Y las alegrías, cuando aparezcan. Quisiera quedarme contemplando más, pero buenas voces detrás de mí me recuerdan que los cafés están abiertos y será deliciosa la tarde. Los que me hablan son mis queridos, con los que he viajado muchas veces (ellos no se dan del todo cuenta).

Poner la cabeza en la almohada me deja en Nueva York, sin dormirme. Aunque con la práctica reiterada, he preferido cambiar mi boleto a Vancouver. Estoy en ese puerto maravilloso que se abre a una rada tranquila. Se ven aviones pequeños que aterrizan en el agua, ferrys que entran y salen, globos con su cestica debajo llevando una pareja. Estoy unos días que son de fascinación y desvelo; me aventuro por zonas boscosas, de lagos helados y abetos enormes como pirámides. Voy a pie por senderos de coníferas. Temo que, al paso, encuentre a un oso grandulón y pase el susto de mi vida. Pero no importa, camino. Lo que más repito es el viaje de regreso, que hago en un tren que me deja en Toronto. Es una ruta deliciosamente sola, despejada, hecha como para que en cada estación suban a conversar contigo tus imágenes rotas, tus memorias nudosas, y charlar con café o chocolate hasta que vuelvan a ser amigas.

Así paso mi tiempo. Así, voy dibujando mi mapa. Descuidado y gozoso, logro el hechizo de ocupar otros lugares. No importa que sin falta deba regresar. Estoy aquí tanto como allá.

Estar afuera

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