La paradoja de Elena Quinteros - Runrun
Alejandro Armas Nov 01, 2019 | Actualizado hace 3 semanas

Muy lamentablemente, la causa democrática venezolana perdió un aliado en el Gobierno argentino luego de los comicios presidenciales del domingo pasado. Aunque, por razones geopolíticas, Buenos Aires no es tan importante para dicha causa como Bogotá o Brasilia (ni hablar de Washington), todo abandono del Grupo de Lima por parte de un Estado miembro supone un nuevo obstáculo para la presión internacional sobre el régimen chavista. Por otro lado, ese mismo domingo hubo también comicios presidenciales al otro lado del Río de la Plata que llamaron mucho menos la atención. Hay razones para suponer que su secuela sea un cambio favorable para Venezuela.

Los uruguayos la tienen la tranquilidad de vivir en el país más democrático de América Latina y uno de solo dos que califican como democracias plenas en el Democracy Index (excusen la cacofonía helénica) de la revista The Economist. Con una economía que no ha dejado de crecer desde 2003, excepto por el período 2014-2016, los uruguayos pueden darse el lujo de elegir a sus líderes sin caer en muchas de las discusiones incómodas de la política en otras sociedades latinoamericanas.

 

Una de las razones por las que la democracia uruguaya ha tenido tanto éxito, es que en ese país los extremos no han tenido éxito.

 

Desde 2005 la república oriental ha estado gobernada por el Frente Amplio, una coalición de partidos de izquierda que, pese a su membrecía en el Foro de Sao Paulo, es más cercana a la socialdemocracia tradicional y no ha incurrido en las prácticas populistas o autoritarias que caracterizan a los integrantes de aquel grupo. El Partido Nacional  (tradicionalmente llamado “Partido Blanco”), mayor fuerza opositora, es de derecha asimismo moderada. No hay muchos asuntos que dividan irreconciliablemente a las principales organizaciones políticas. Empero, el director de la consultora de opinión pública Facum, Eduardo Bottinelli, advirtió en una nota de Reuters que uno de esos temas que sí han creado una brecha enorme es la relación de Uruguay con los regímenes latinoamericanos de extrema izquierda, sobre todo con el de Nicolás Maduro. 

Mientras que la oposición ha rechazado dicho régimen inequívocamente, el oficialismo ha mantenido una actitud de neutralidad deleznable. Por un tiempo, en 2017, parecía que Uruguay se sumaría a los gobiernos americanos que finalmente se dieron cuenta sobre la naturaleza del chavismo y su indisposición a aceptar que el orden constitucional sea restaurado en Venezuela si no se le presiona. Por desgracia, no fue así.

 

Se ha negado a reconocer a Juan Guaidó y rechazado todos los mecanismos de presión potencialmente efectivos.

 

Insiste en diálogos, sin condiciones, para salir de la crisis, como si no hubiera sido harto demostrado que con esa modalidad el chavismo nunca hará concesiones que comprometan su estadía en el poder.

No podemos esperar nada de las dictaduras cubana y nicaragüense, ni del régimen híbrido de Evo Morales en Bolivia, camino a engrosar la lista de autoritarismos plenos en Latinoamérica luego de los dudosos resultados del proceso electoral de hace un par de semanas. Pero, como vimos, Uruguay está a kilómetros de ser una dictadura. Por lo tanto, es una verdadera lástima que la democracia más sólida de América del Sur le rehúya a los compromisos que pueden ayudar a aquel vecino que perdió toda su democracia. Al parecer en Montevideo no hay nada parecido a la Doctrina Betancourt, la filosofía de política internacional atribuida al destacado político venezolano consistente en aislar a los regímenes autoritarios y esforzarse con firmeza por producir transiciones democráticas en ellos. 

Los uruguayos saben muy bien lo que significa el yugo de una dictadura militar. Uno de esos tristes especímenes se apoderó de la nación entre 1976 y 1985. La izquierda uruguaya debería entenderlo mejor que nadie, pues fue su principal víctima.  Durante esta período aciago en la historia del Cono Sur, Venezuela fue un refugio para argentinos, chilenos y uruguayos perseguidos por sus posiciones políticas. La apertura y recepción de los gobiernos democráticos venezolanos tuvo en Uruguay el que tal vez haya sido su ejemplo más notable. Se trata de un relato que bien pudiera inspirar el guion de un thriller político. Una instancia de nobleza en nuestra política exterior de la cual debemos sentirnos muy orgullosos, razón por la cual creo que merece mayor difusión y un lugar fijo en la memoria de todo aquel que se considere demócrata.

Esta es la historia de Elena Quinteros, una maestra y activista política uruguaya de militancia anarquista. En 1976, mientras la dictadura militar se consolidaba, sus agentes emprendieron una persecución contra Quinteros. Ella logró introducirse en la Embajada de Venezuela en Montevideo para pedir asilo.

 

Ya estaba técnicamente en jurisdicción extraterritorial, pero aun así sus perseguidores irrumpieron en la embajada para aprehenderla.

 

Hubo un forcejeo con el personal diplomático venezolano, que intentó proteger a Quinteros y hacer valer su jurisdicción. Pero, al final, los esbirros se la llevaron a la fuerza. La mujer más nunca fue vista. Apenas tenía 30 años. Fue una de tantos desaparecidos por las tiranías castrenses del Cono Sur en las décadas de 1970 y 1980. Caracas protestó el abuso de las autoridades uruguayas y rompió relaciones temporalmente.

Cabe hacer una digresión y preguntarse por qué Quinteros escogió específicamente nuestra embajada para intentar refugiarse. Tal vez lo hizo porque sabía que Venezuela era uno de los pocos oasis de democracia en América del Sur. En aquel entonces gobernaba Carlos Andrés Pérez, uno de los mandatarios “de ultraderecha neoliberal y lacayos del imperialismo, que fueron mucho peores que las dictaduras del Cono Sur persiguiendo y suprimiendo a militantes de izquierda”, según la versión chavista de la historia patria. El hecho de que una joven militante de izquierda haya optado por ese “gobierno de extrema derecha” como su protector choca un poco con la narración chavista, así que no extraña que no figure nunca en sus evocaciones del pasado.

No tengo la menor duda de que los integrantes del Frente Amplio uruguayo no han olvidado el nombre de Elena Quinteros. Después de todo, ella fue una compañera de los izquierdistas que tuvieron más suerte, sobrevivieron la dictadura y hoy, con canas y arrugas, gobiernan su país por elección popular. Uno esperaría algo más de solidaridad con la nación que le hizo frente al despotismo para proteger a una compañera, así como a otros que lograron huir de Uruguay y establecerse en Caracas. Por desgracia, la política a menudo no es noble.

Sin duda, lo que más conviene a la causa democrática venezolana es que el oficialismo uruguayo sea derrotado. En los comicios del domingo, ninguno de los candidatos obtuvo el respaldo necesario para imponerse en primera vuelta, así que dentro de tres semanas habrá un balotaje entre Daniel Martínez, candidato del Frente Amplio, y Luis Lacalle Pou, abanderado del Partido Blanco.

 

En la primera ronda, Martínez consiguió 39,17% de los votos; Lacalle Pou, 28,59%. De ninguna manera es un margen insalvable.

 

Si la oposición se coaliga en torno a Lacalle Pou, este tiene una gran oportunidad de ganar. Una muy buena primera señal es que Ernesto Talvi, el tercer candidato más votado con 12,32%, anunció su apoyo a su rival blanco apenas se conocieron los resultados del domingo. Un triunfo opositor pondría fin a tres lustros de gobiernos de centroizquierda en Uruguay, que quizá se sume entonces al esfuerzo efectivo por lograr una transición democrática en Venezuela.

Si Elena Quinteros hubiera conseguido el asilo que buscó en Venezuela y mantenido un sentimiento de gratitud hacia nuestro país, quizá hoy se sentiría muy apesadumbrada por lo que el chavismo ha hecho con él. Y quizás le resultaría paradójico que la ayuda de Uruguay a Venezuela pase por una derrota de sus compañeros izquierdistas. Nunca hablo por quienes no pueden alzar su voz y decirme “Cállate la boca, que yo no pienso eso”. Estas son solo suposiciones.