¡Suelten esa botella de vino chileno! - Runrun
Alejandro Armas Oct 04, 2019 | Actualizado hace 3 semanas
¡Suelten esa botella de vino chileno!

ESTA COLUMNA SE ACERCA A SU CUARTO ANIVERSARIO. Recuerdo con algo de nostalgia uno de los primeros artículos que escribí para ella. Se acercaban las elecciones parlamentarias de 2015 y argumenté sobre la importancia del voto como catalizador de transiciones políticas en entornos no democráticos. Para ello, me valí de una comparación con el plebiscito de 1988 en el que se les preguntó a los chilenos si aprobarían que Augusto Pinochet siguiera gobernando su país por al menos nueve años más. Muchos pensamos entonces que si la oposición venezolana conquistaba la Asamblea Nacional, sería un cataclismo político que eventualmente obligaría al chavismo a dejar el poder de forma pacífica y ordenada. Luego vino el desengaño y la pérdida de ingenuidad. Quedó claro que el régimen no estaba dispuesto a ceder por tener a la inmensa mayoría del país en contra. Algo más era necesario. 

Desde entonces, la pretensión de usar la transición chilena como una guía para la causa democrática venezolana ha sido duramente criticada. Sobre todo el sector radical de la oposición venezolana ha rechazado hasta la más mínima similitud entre las condiciones de Chile entonces y Venezuela hoy. Para ellos, no existe ninguna posibilidad de que el régimen acepte salir como lo hizo el viejo general oriundo de Valparaíso, y solo la fuerza directa lo apartará. Mientras tanto, otra parte de la oposición insiste en invocar el símil para justificar la participación en cuanto proceso electoral sea convocado bajo el control absoluto del chavismo, ya que “si todo el mundo sufraga, no habrá forma de desconocer el resultado”. ¿Quién tiene la razón en este embrollo? Ninguno. Para variar, lo correcto está en un punto medio entre estos dos extremos.

Tienen algo de razón quienes denuncian el símil entre la dictadura militar austral y el chavismo, puesto que el segundo está implicado en un catálogo de crímenes mucho más diverso que la primera. Pero es falso que los dos no tengan nada en común. Partamos de la premisa de que el pinochetismo y el chavismo son total o parcialmente regímenes autoritarios del tipo burocrático-militar, de acuerdo con la taxonomía del politólogo Juan Linz. El chavismo tiene además elementos del tipo totalitario abortado. Pero ambos tienen su principal sustento en las Fuerzas Armadas. La principal crítica al símil es que, si bien ambos cometieron graves violaciones de DD.HH., el chavismo por añadidura tiene alianzas con grupos terroristas (e.g. el Ejército de Liberación de Nacional colombiano) y está involucrado en denuncias de narcotráfico, por lo que su costo de salida es mucho mayor.

No obstante, esto minimiza las violaciones a los DD.HH. perpetradas por los militares chilenos. Hablamos de miles de torturados, asesinados y desaparecidos. Más que suficiente para que a los responsables les aterrara dejar el poder y quedar vulnerables a la justicia. No era necesario que tuvieran un prontuario tan amplio como el que se atribuye al chavismo para sentirse alentados a gobernar hasta el fin de los tiempos. Aun así, con los incentivos correctos (presión y expectativas de recompensa) la dictadura cedió y aceptó su fin por la vía pacífica. 

El componente desagradable, pero común en este tipo de transiciones, fue la impunidad para Pinochet y compañía. Solo tras la consolidación de la democracia empezaron los procesos de justicia. Tuvieron que pasar tres años luego del fin de la dictadura para que se enjuiciara a Manuel Contreras, director de la infame Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y acaso el peor de los esbirros, mientras que la mayoría de los casos judiciales contra el resto de los involucrados fue abierta entre las décadas de 2000 y 2010. El propio Pinochet no estuvo tras barrotes. Durante su detención en el Reino Unido, en medio de la batalla judicial con España por la fallida solicitud de extradición que formuló el juez Baltasar Garzón, Pinochet estuvo bajo arresto domiciliario. Lo mismo pasó durante el proceso que le abrieron en su propio país. No se pudrió en una cárcel. Falleció en relativa comodidad. Ah, y no crean que llegar a este resultado de laxitud penal fue fácil. La Corte Suprema de Chile inicialmente rechazó la imputación en su contra alegando su incapacidad mental para ser sometido a juicio. Esa decisión fue revertida dos años más tarde, pero en su momento el fiscal Hugo Gutiérrez, a cargo de procesar a los responsables de violaciones de Derechos Humanos durante la dictadura militar, describió la situación con palabras muy acertadas: “Nuestro país tiene el grado de justicia que la transición política nos permite tener”. Es decir, doce, léase bien, doce años después del fin de la dictadura, ciertas consideraciones sobre estabilidad política seguían dificultando la administración de justicia.

Debo ser enfático en este punto: la impunidad por naturaleza es injusta y, por lo tanto desagradable e indignante. Sin embargo, resulta curioso que el sector opositor que más rechaza una hipotética transición negociada en Venezuela, y que justifica esta posición señalando la impunidad que implicaría, manifieste una tendencia a ver en Pinochet un “dictador que no fue tan malo”, puesto que “salvó a Chile del comunismo” y luego entregó el poder de forma pacífica. ¿Entonces la impunidad implícita en esa transición sí fue aceptable? ¿Creen acaso que a los sobrevivientes de torturas y a los familiares de los asesinados no les dolió ver a Pinochet entregar la Presidencia a Patricio Aylwin sin pagar por el dolor inmenso que les causó? O, peor, ¿desprecian su dolor porque la mayoría de las víctimas era de izquierda y hacerlas sufrir fue “un mal necesario”?

Bien, ya vimos el error del sector radical al despreciar completamente la comparación. Pasemos ahora a quienes insisten en usarla de forma abusiva y manipuladora.  El abuso del símil consiste en que no se puede simplemente esperar a que haya un evento electoral como el plebiscito del 88 para derrotar al chavismo y obligarlo a entregar el poder mediante el sufragio. Ya demostraron, repito, no estar dispuesto a eso. 

Los chilenos tuvieron suerte de que la presión para que el pinochetismo aceptara irse fuera relativamente poca. En primer lugar, por el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética, Estados Unidos dejó de ver necesario respaldar dictaduras anticomunistas. Para 1988, la democracia había sido restaurada en Brasil, Argentina, Uruguay y Bolivia, dejando a Chile y Paraguay como únicas dictaduras militares en América del Sur. El aislamiento internacional iba en aumento. Chile podía terminar siendo un Estado paria, como la Sudáfrica que casualmente por esos días vivía la etapa final de una oligarquía racista. Mientras tanto, puertas adentro la situación social no era del todo positiva. A mediados de la década, la economía fue estabilizada tras la crisis del 82 y el fracaso del experimento monetarista del los Chicago Boys. Pero el daño ya estaba hecho y se manifestó sobre todo en el campo social: cerca de la mitad de los chilenos era pobre.

Este por supuesto no es el caso en Venezuela. El chavismo ha mostrado estar dispuesto a aislar el país con respecto al resto de Occidente y a entenderse solo con aliados como Rusia, China, Turquía, y Cuba. Además, es evidente que las penurias de la población le importan un comino. A eso debemos agregar que las FF.AA. chilenas, a pesar de sus crímenes, eran mucho más institucionales que las venezolanas. 

Para que el chavismo acepte salir pacíficamente del poder hace falta una mayor presión que la que hubo en Chile. A ello aspiran las sanciones internacionales. Dado que a la elite gobernante no le importa mandar sobre una población misérrima, el objetivo de las medidas punitivas es comprometer sus intereses egoístas, dejándolos sin socios con los cuales hacer transacciones, negándoles acceso a los sistemas financieros occidentales, restringiendo sus ingresos y vetando su presencia de los destinos más demandados por razones residenciales, educativas, de negocio o recreativas. En resumen, poniendo su estilo de vida privilegiado en jaque. Así, los aliados internacionales de la causa democrática venezolana esperan lograr un quiebre de la cúpula que precipite una transición. Sin dicho quiebre, no habrá elección que valga. Los “voto o nada” pueden olvidarse de emular a los chilenos prescindiendo de él. Podemos aprender algunas cosas de nuestros vecinos del sur, pero no se emborrachen con el Cabernet Sauvignon del Valle del Maipo. ¡Suelten esa botella!

 

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