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Opinión

Los fugitivos

Alejandro Armas
28/06/2019

 

“EL PRIMER DEBER DE UN PRESO POLÍTICO ES FUGARSE”. He intentando averiguar quién fue el autor de esta sentencia. Lo mejor que he conseguido es un conjunto de atribuciones, no muy seguras, a Teodoro Petkoff. Ese sí sabía. Lo hizo no una, sino dos veces. La primera fue en 1963. Estamos en el contexto de la insurrección armada del Partido Comunista de Venezuela y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria contra el gobierno de Rómulo Betancourt. Petkoff, un clandestino más, había sido detenido en marzo de ese año. En agosto, luego de ingerir medio litro de sangre humana para fingir una enfermedad, fue remitido al Hospital Militar Doctor Carlos Arvelo, desde donde se escapó descolgándose desde el séptimo piso. Esa es al menos la versión más conocida de los hechos.

 

Mucho más recordada, sin embargo, es la segunda fuga. Petkoff volvió a caer preso en 1964. Lo llevaron al Cuartel San Carlos, la fortaleza del siglo XVIII en el noroeste de Caracas. El cautiverio esta vez fue mucho más largo. Fueron casi tres años de confinamiento. Desde su celda, Petkoff y otros militantes de la extrema izquierda llegaron a la conclusión de que la subversión era un burdo intento de emular la campaña guerrillera exitosa de Fidel Castro y que lo mejor era ponerle fin, para buscar el poder por los medios regulares y constitucionales. Finalmente, en febrero de 1967 se produjo el gran escape. Petkoff no estuvo solo. También se dieron a la fuga Pompeyo Márquez y Guillermo García Ponce, otros dos dirigentes comunistas. Tuve el gusto de escuchar el relato, digno de la serie televisiva Prison Break, en boca del propio Pompeyo, como parte de una asignación universitaria que recuerdo con especial afecto por considerarla mi primera entrevista profesional.

 

La fuga del Cuartel San Carlos es tal vez la huida de presos más famosa en toda la historia venezolana. El recinto castrense fue escenario de un incidente similar en 1975, esta vez protagonizado por Gabriel Puerta Aponte y otros guerrilleros del grupo Bandera Roja. Pero la del 67 la vence por mucho en el arte de ocupar la memoria colectiva, tal vez por el peso histórico de los personajes involucrados. Sobre todo Teodoro Petkoff. Su estadía en el Cuartel San Carlos ha sido asociada con una falsa participación en el asalto al tren de El Encanto, apenas un mes luego del escape del Hospital Militar. Cuando murió a finales del año pasado, varios venezolanos que dicen identificarse con la “derecha dura” no perdieron tiempo en señalar a Petkoff por aquel suceso cruento. Como fue en su momento discutido en esta columna, el fundador de Tal Cual  no tuvo nada que ver con la tragedia del ferrocarril, lo cual ha sido confirmado por el ex guerrillero Luis Correa, uno de los verdaderos autores.

 

En fin, el Cuartel San Carlos, Luben Petkoff en una cárcel trujillana, Clodosbaldo Russián en la Isla del Burro… Parece que los años 60 son ricos en relatos de venezolanos puestos tras barrotes por razones relacionadas con la política y que logran evadirse. Ello se ha prestado para armar una narrativa de “héroes” que contribuye con la versión chavista de la historia nacional, si bien quienes luego renegaron de su militancia en la izquierda radical, como Petkoff, son relegados al rincón de los traidores. Está de más decir que las razones esgrimidas entonces para detener a los señalados son consideradas ilegítimas por el chavismo. Puede que en algunos casos (el de Pompeyo Márquez, por ejemplo), la respuesta de las autoridades haya sido excesiva e injusta. No obstante, a la hora de hacer un balance para el juicio histórico es imprescindible tener en cuenta que se trató de una situación de alzamiento armado y tácticamente respaldado por extranjeros con miras a derrocar gobiernos electos democráticamente.

 

Diría que no hay forma de equiparar el contexto del encarcelamiento de comunistas en los 60 con lo que ha pasado en Venezuela en los últimos 20 años, si no fuera porque ese no es el objetivo de los propagandistas nacionales internacionales del chavismo. Su propósito es mucho más perverso: invertir completamente los papeles. En otras palabras, caracterizar a los gobiernos venezolanos de aquel entonces como tiranías insufribles e identificar a la clase política actual como un grupo de demócratas que se apegan estrictamente al imperio de la ley. La credibilidad ante casi todo el mundo democrático, sin embargo, hace tiempo que la perdieron, razón por la cual sus contactos con ese cosmos, donde hay tanto negocio sabroso, han mermado enormemente. Obviando incidentes muy puntuales que no se tradujeron en rebeliones generalizadas, como los encabezados por Óscar Pérez y Juan Carlos Caguaripano, la oposición venezolana siempre ha estado desarmada y se ha expresado mediante sus derechos constitucionales al voto y la protesta, ambos confiscados por el régimen (se puede sufragar, pero solo bajo condiciones que garanticen la estadía de la élite chavista en el poder). Dicha disidencia a sido sistemáticamente criminalizada y perseguida por el régimen, con un saldo de cientos y quizá miles de presos políticos a lo largo de dos décadas.

 

Se dice que lo peor que le puede pasar a un preso político es caer en el olvido. Cuando son tantos, lamentablemente la memoria colectiva no puede retener todos los nombres. Algunos, sin embargo, se mantienen siempre presentes. Ese fue el caso de Iván Simonovis, el policía usado como chivo expiatorio por la violencia traumática aquel 11 de abril. A Simonovis lo arrestaron a finales de 2004. El juicio, que duró un lustro, fue ampliamente considerado una farsa por jurisperitos y defensores de Derechos Humanos. No obstante, terminó con una condena de pena máxima. Para un hombre que ya tenía medio siglo a cuestas, una sentencia de 30 años fácilmente puede implicar morir en prisión. En 2012, el ex magistrado Eladio Aponte Aponte confesó haber recibido órdenes del Ejecutivo para manipular el juicio contra Simonovis y los demás señalados. Por supuesto, ello no cambió la suerte de los hombres que ayudó a condenar, pues la elite chavista siempre reacciona a estas denuncias haciéndose la desentendida o desestimándolas como “campañas de mentiras”.

 

Dadas las condiciones deplorables de las cárceles venezolanas, a nadie sorprendió que la salud de Simonovis se deteriora considerablemente mientras estuvo detenido. En 2014 el régimen lo recluyó en su casa, más preocupado por cuestiones de imagen que por razones humanitarias. Recuerdo que ese día a millones de venezolanos los embargó la alegría agridulce que este tipo de prácticas del régimen produce, ya que el afectado puede disfrutar de la calidez de su hogar y ver a sus seres queridos en cualquier momento, pero su preciosa libertad sigue se restringida injustamente

 

Y entonces, un día tras quince años de detención, Simonovis se escapó de sus captores. Su huida fue una bofetada dura a los servicios de inteligencia del régimen, que han cultivado en torno suyo un mito de supuesta infalibilidad en la detección de planes contrarios a los intereses de la elite chavista. Sin duda, ha pasado a engrosar la lista de fugas históricas en Venezuela. Se logró en detrimento de quienes usan otras fugas para sus narraciones de propaganda.

 

Este texto no podía cerrar sin un recordatorio: cinco hombres siguen hoy tras las rejas por el mismo caso de Simonovis. Se trata de los policías Erasmo Bolívar, Marco Hurtado, Héctor Rovain, Arube Pérez y Luis Molina. Prohibido olvidarlos.

 

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