¿Hasta cuándo las tragedias penitenciarias?, por Alejandro Armas

FOTO: Carlos Garcia Rawlins / REUTERS

La primera vez que esta columna de opinión fue publicada hace poco menos de dos años y medio, su contenido fue a propósito de otra celebración más por parte del intento fracasado de golpe de Estado del 27 de noviembre de 1992. Hoy será abordada de nuevo esa fecha, pero con miras a revisar otro acontecimiento que conmocionó a Caracas y a todo el país, a pesar de que pareciera que no muchos lo siguen recordando. Mientras el terror llovía en forma de bombas desde el cielo capitalino, los barrotes de un presidio en el noroeste de la ciudad se teñían de carmesí.

En circunstancias que quedaron poco claras, agentes de seguridad asesinaron a un número grotescamente elevado de proscritos en el infame Internado Judicial de los Flores de Catia, mejor conocido como el Retén de Catia. Se presume que hubo un intento de fuga masiva aprovechando el caos que los golpistas habían desatado en Caracas. La cifra exacta de muertos es un asunto polémico. La versión oficial, emanada del Ministerio de Justicia (en aquel entonces no se acostumbraba a recargar de pomposidad los nombres de los despachos públicos) fue de 63. Pero otras fuentes, incluyendo a algunas autoridades, presentaron números mayores.

Una nota de El País de Madrid sobre los hechos siniestros recoge las declaraciones del gobernardor de Caracas de la época, Antonio Ledezma. El hoy dirigente opositor exiliado recordó que ya había advertido antes sobre la “bomba de tiempo” que era aquella cárcel. En efecto, el hacinamiento era un problema mayor: para el momento de la matanza, unos 3.000 reos superaban por amplio margen la capacidad del penal.

Pero además, las denuncias sobre violencia, corrupción y condiciones inhumanas dentro de la cárcel llevaban más de una década en el aire. En los años 70 apareció el libro Retén de Catia, una novela de Gustavo Santander (bajo el pseudónimo de Juan Sebastián Aldana) sobre los horrores vividos tras esas rejas. Sus páginas fueron llevadas a la pantalla grande en 1984 por el director Clemente de la Cerda.

En fin, a la masacre siguió el Vía Crucis de los familiares de las víctimas. Días y días peregrinando los alrededores de la cárcel, recorriendo hospitales y yendo a la morgue.

Mucho tiempo después, en 2006, el Estado venezolano reconoció su responsabilidad en los hechos durante una audiencia pública de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Hacerlo era políticamente fácil para la autoproclamada Revolución Bolivariana. Después de todo, los dedos acusadores podían dirigirse hacia la “perversa cuarta repúlica”. De hecho, el estado de las prisiones durante esas cuatro décadas es un argumento recurrente en el aparato de propaganda oficialista para imponer la noción de que durante el período democrático las violaciones de los Derechos Humanos eran un patrón sistemático que opacó las tropelías de Pérez Jiménez y que solo encuentra parecido regional en las dictaduras del Cono Sur. Aquellos desmanes, nos gritan desde el Ministerio de Comnucación e Información, siempre quedaban impunes. O solo pagaban por ellos los ejecutores directos, agentes de poca monta, sin que los miembros de la “oligarquía” que movía los hilos sufrieran las consecuencias, como dicen que ocurrió con el cruento asesinato de Jorge Rodríguez padre.

Pues bien, cuando por enorme desgracia se acerca el vigésimo aniversario de una revolución que tomó el poder con la promesa de dar al traste con absolutamente todos los defectos de la “cuarta”, la efectividad en el cumplimiento del juramento es muy clara. Para muestra tenemos el horripilante desenlace de lo que comenzó con una riña entre carceleros y reos en un calabozo de la Policía de Carabobo. El incendió que a raíz del pleito se desató terminó cobrando las vidas de al menos 68 personas. Es una cifra espantosa, mayor a la que quedó registrada en Catia aquel noviembre. Las imágenes desgarradoras de los familiares de las víctimas llorando de dolor e impotencia conmocionaron a personas en todo el mundo y hasta llegaron a ocupar la primera página de un diario de reputación global como The New York Times. En la propia Venezuela, mientras periodistas se esforzaban por aclarar el proceso que desembocó en tanto horror, la televisora que se financia con dinero público no decía ni una palabra sobre la tragedia, pues estaba muy ocupada transmitiendo mensajes de propaganda oficialista con el espírito pascual como excusa.

Tuvieron que pasar no una, ni dos, sino ocho horas tras la catástrofe para que el gobernador de Carabobo se pronunciara al respecto. Unas palabras expresadas con el rostro de frente al país eran de rigor, pero el mandatario regional optó por un mensaje escueto en sus redes sociales. Unos policías señalados como responsables del enfrentamiento dentro de la mazmorra fueron detenidos, y miembros de la dirección del organismo de seguridad estadal, destituidos. No obstante, los ciudadanos se preguntan con estupefacción cómo es posible que los señalamientos y las penalidades solo lleguen hasta ahí.

Sería inadmisible omitir que, no conforme con que la matanza de la semana pasada haya probablemente superado en número de muertos a la del Retén de Catia, la misma debe añadirse a otras calamidades de naturaleza similar acaecidas en la última década: masacres en El Rodeo, en Uribana, en la Penitenciaría General de Venezuela y en Puerto Ayacucho. Todas ellas suman centenares de cadáveres, personas con Derechos Humanos a pesar de sus delitos.

Que hoy haya que hacer un recuento tan nefasto es algo que no pudo ser evitado por el detalle de que Venezuela cuenta con un Ministerio de Sistema Penitenciario, un cargo con nivel de gabinete dedicado exclusivamente a las cárceles. Este despacho fue creado por Hugo Chávez luego de que la cartera de Relaciones Interiores, Justicia y Paz perdiera el control sobre las prisiones (hecho injustificable en sí mismo). No tiene ningún sentido preguntar si desde entonces ha habido mejoras. La realidad nos ha gritado la cruel respuesta incontables veces. Llama la atención que un gobierno muy dado a rotar ministros entre diferentes cargos haya eximido de tal suerte a quien le encargó recuperar las penitenciarías. En cuanto a la última hecatombe, la sempiterna funcionaria se limitó a lamentar los hechos, aclarando que no le competen.  De todas formas, con la elegancia en el léxico que la caracteriza, la ministra ya ha dejado claro que solo le esperan insultos a quien ose cuestionar su gestión.

Desde el Ministerio Público hubo un reconocimiento de que en las celdas de Policarabobo había un “hacinamiento exacerbado” que habría desatado la calamidad. Esta situación se repite en los centros de detención a lo largo y ancho del país y las expectativas de progreso son nulas.

Igualmente priva el escepticismo con respecto a lo que debería ser una obligación moral por parte de las autoridades venezolanas y sus seguidores. A saber, dejar de usar la masacre del Retén de Catia como argumento propagandístico, dada la situación penitenciaria actual. De vuelta a este hecho, lo peor es que al parecer el interés por aquella aberración se restringe a campañas mediáticas. En noviembre pasado, Cofavic recordó que el Estado venezolano “no ha cumplido todas las obligaciones” de la sentencia de la CIDH. “No se ha identificado los restos de las personas desaparecidas ni se ha entregado esos restos a los familiares. Nadie ha sido enjuiciado ni condenado por este caso”, reportó la ONG en un texto difundido por este portal.

 

@AAAD25