Su Majestad, el presidente por Alejandro Armas
Alejandro Armas Feb 05, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
Su Majestad, el presidente

Sillapresidencial

 

Me veo en la penosa necesidad de abrir este texto con una confesión: me he autocensurado. Más de una vez he optado por no darle a “tuitear” luego de tener listo algún mensaje crítico o satírico sobre Hugo Chávez. Ha pasado sobre todo cuando los hasta 140 caracteres responden directamente a algo marcado con la etiqueta oficialista del día. No es por temor a que dentro de unas horas tenga al Sebin frente a mi casa, sino sencillamente por el fastidio de la lluvia de reacciones airadas, llenas de insultos y groserías, por parte de algunos militantes de la “tropa” de activistas rojos que sienten que osé profanar una suerte de credo patrio con mi comentario. Y eso que nunca trato de ser deliberadamente ofensivo.

Lejos de la computadora y los gajes del oficio 2.0, me paseo por las esquinas de La Hoyada, Altagracia o El Silencio. Es algo que me divierte (segunda confesión), a pesar de que, a diferencia de Maduro, no tengo cincuenta escoltas detrás de mí para extender la caminata hasta las 10:00 pm por la avenida Urdaneta sin preocupación. No obstante, hay una sensación de vigilancia, aunque nada tranquilizadora. Los ojitos del finado están por doquier, cual pesadilla orwelliana. Te persigue hasta después de la muerte. Es la mirada panóptica, como la bautizó Foucault. Tratas de eludirla, pero es inútil. Está en aquella pared, viéndote comer un perro con todo; en la cima de ese edificio, observándote eludir motorizados para cruzar la calle; bordada en la camisa de un empleado público, aguardándote en una cola para algún trámite; digitalizada en la copia impresa del tarjetón electoral, advirtiéndote que te acompañará hasta la máquina del CNE.

Todas estas experiencias, sin aparente relación, confluyen en el culto a la personalidad de Chávez. Ciertamente, tal cual es, resulta un fenómeno sin precedentes en la historia venezolana por su veloz desarrollo. Pero al mismo tiempo es el correlato, llevado el extremo, de una muy antigua tendencia en la mentalidad colectiva a percibir la figura presidencial como un ser dotado de cualidades especiales, aparte del resto de los ciudadanos. Hay una propensión  a concebir al ocupante de Miraflores, no como un ciudadano común al que se le encomiendan temporalmente atribuciones delimitadas para gobernar el país y de las que jamás debe salirse, sino como un sujeto ungido por Dios o cualquier otro orden místico para hacer todo lo que le parezca que acerque a la colectividad a una idea infalible del bien supremo.

Quienes así piensan del presidente no ven el autoritarismo como un vicio en él, sino como una cualidad natural. El concepto del funcionario público es sustituido por el del caudillo, el gran jefe capaz de arrastrar una masa de seguidores e imponer como sea su causa, desafiando las leyes de la República cada vez que para ello sea preciso.

Es cierto que el caudillo es un personaje asociado principalmente con el tumultuoso y sanguinario siglo XIX venezolano. Tal vez no sea acertado afirmar que Chávez fue un caudillo en el sentido tradicional de la expresión. Pero es innegable que el finado reunía características muy propias del caudillismo. Así, con tal de que se realizaran sus deseos, muchísimas veces incurrió en abuso de autoridad, con el aplauso de buena parte de la población, a la que no le importaba que se violase la ley, porque era el comandante quien lo hacía y todo lo que hacía el comandante era legítimo.

Este ejercicio del poder por gracia divina debe ir acompañado, desde luego, por una majestad correspondiente. Oponerse a la voluntad del presidente es pecado, como también lo es referirse a él sin la devoción que merece. Satirizarlo o hacerlo objeto de humor es inaceptable y punible. Nadie puede criticarlo sin incurrir en traición a la patria.

La descripción dada hasta ahora no es la que se supone que encaja en un presidente. Más bien parece que se hablara de un rey. No me refiero a Isabel II y al resto de la realeza europea actual, más ceremonial que otra cosa. Hablo de gobernantes sin restricciones, al mejor estilo de Luis XIV. En efecto, se podría rastrear el origen de este problema a la época en que la suerte de estas tierras pendía de un cetro.

Venezuela fue colonizada por un pueblo a las órdenes de un monarca absoluto, y así se mantuvo por unos 300 años. Fueron tres siglos de obediencia incondicional a los dictámenes de la Corona española, más tiempo que el que llevamos siendo independientes. El arraigo a este ordenamiento político, a esta relación entre gobernante y gobernados, se hizo muy fuerte. Seguía ahí cuando comenzó la lucha por la emancipación, a pesar de ese cuadro romántico sobre el grito del pueblo por la libertad que a uno le pintan en el colegio. El grueso de los peones y esclavos en realidad gritó primero “¡Viva el Rey!”, desde las huestes de Boves, en las que por cierto se encontraba Pedro Camejo, el “Negro Primero”. Muerto “el Urogallo”, la montonera cambió su bandera, no por vocación libertaria, sino porque el hueco que dejó aquel lo llenó Páez, igualmente caudillo, pero de ideas contrarias.

Desde entonces, el lugar del rey en el imaginario popular lo ocupó una sucesión de caudillos: Bolívar, Páez, Mariño, Monagas, Zamora (quien no fue presidente pero muy probablemente lo hubiera sido de haber sobrevivido la Guerra Federal), etc. Todos militares, lógicamente. La imagen del presidente caudillo es la de aquel que ordena sin aceptar discusión, y que debe ganar batallas (físicas o simbólicas) y superar cualquier dificultad, cualidades del mundo castrense. Ese ciclo se cerró con Gómez, un caudillo tan poderoso que logró eliminar a los demás y legar una verdadera y sólida autoridad nacional a sus sucesores en la primera magistratura.

Sin más guerras internas, le tocó a la democracia civil corregir el mal de la noción del presidente caudillo y consolidar su metamorfosis en el jefe de Estado moderno, ese que está al servicio de la colectividad y no al revés. Por un tiempo pareció que lo logró, pero entonces irrumpió Chávez y el resto ya se sabe.

Para ser justos, se puede decir que este defecto no es exclusivo de los venezolanos. De hecho, ha estado presente en todas las repúblicas de Hispanoamérica, precisamente por nuestra herencia cultural compartida. La culta Argentina, a veces vista como la más europea de las naciones latinoamericanas, no ha sido una excepción. En su magistral Facundo, Domingo Sarmiento describe el despotismo brutal de los caudillos del Río de la Plata y las Pampas durante las guerras civiles que por décadas azotaron al país austral, despotismo a menudo aceptado por las masas. ¿Que los argentinos dejaron eso atrás en el siglo XIX? Así pudo pensarse hasta que apareció Perón y demostró lo contrario.

Sinceramente no lo digo por pitiyanquismo, pero es un hecho que los latinoamericanos hemos copiado el sistema presidencial, invento estadounidense, sin poder usarlo tan bien como sus autores originales. En Norteamérica, el pueblo anglosajón vivió más de siglo y medio como colonias meramente nominales de Gran Bretaña, en comunidades pequeñas que se autogobernaban muy democráticamente y con poca o ninguna interferencia del trono en Londres. Por eso, al momento de su independencia, el rechazo a los reyes o a cualquier cosa que se les parezca fue genuino. Por eso no ha habido caudillos en su historia. Por eso en el “imperio” la gente hasta el sol de hoy ve con tanto recelo que un presidente se vuelva más poderoso de lo que ya es.

De vuelta a la Caracas de 2016, lo que hay ahora es un presidente que no ha podido lograr que le queden bien las prendas de caudillo que su “padre” le dejó en herencia. Siguen las arbitrariedades y los atropellos, pero cada vez menos gente los halla justificables. Maduro no ha conseguido irradiar el carisma de vencedor que caracteriza al presidente caudillo. Esa es la razón por la que él y los demás jerarcas del PSUV tienen que arroparse con la cobija del recuerdo de Chávez hasta donde alcance. Necesitan los ojitos pintarrajeados por todas partes. Necesitan que su base de apoyo se mantenga intolerante a la crítica del legado.

Ojalá que la tropa roja en Twitter, si lee estas líneas, no se las tome como un ataque con saña a sus creencias y vuelva a bombardear mi cuenta con respuestas furiosas. Aspiro a tener un asueto tranquilo, cosa que también a ellos les deseo. Felices carnavales para todos.

 

@AAAD25