Nuestros muros por Víctor Maldonado C.
Víctor Maldonado C. Nov 12, 2015 | Actualizado hace 4 días
Nuestros muros

Muro

 

Cuando cayó el muro de Berlín todo quedó a la vista. El comunismo era un animal feroz pero agonizante y débil que no pudo oponerse al veredicto de la realidad. La más absoluta obsolescencia los había dejado atrás, el hambre había diezmado su población y el terror sistemático los había reducido al servilismo abyecto. Fue un acto de inmensa prepotencia el haber querido gobernar un territorio tan extenso, y el haberlo querido hacer con un estatismo, centralista, policial, inhumano y arrogante. Fue un error el haberlo querido hacer sin reconocer derechos de propiedad, sin libre mercado, y prescindiendo del derecho inalienable del hombre a ser libre.

La propuesta comunista fue tan simple como atroz: La instrumentación de una economía planificada y “científica” facilitaría el acceso de la humanidad, no solo a la justicia social, sino también a una más eficaz utilización de los recursos económicos. La promesa era, por tanto, que ingenieros sociales y líderes políticos iban a dirigir al Estado para lograr la suprema felicidad del pueblo. Hayek opuso en su momento una objeción lógica, porque si de lo que se trata es de administrar recursos el problema es insalvable ya que “nadie puede reconocer la totalidad de recursos que habrían de emplearse en semejante plan, y por lo tanto, difícilmente podría este controlarse centralmente”.

El trauma del comunista fue casi de inmediato. No les salía el plan tal y como ellos lo habían previsto. Decretaban cosechas que luego no daban  resultados. Ordenaban empleos que nadie podía garantizar. Preveían un desempeño que nadie veía en ningún lado. Peor aún, nadie parecía especialmente feliz, nadie estaba realmente emocionado por la promesa de igualdad que había sido provocada desde la hoz y el martillo. Ningún burócrata era lo suficientemente bueno como para competir siquiera con la lógica del mercado.

Pero los comunistas son duros de cabeza y de corazón. No podían ser ellos los equivocados. Tenían que ser los enemigos de la patria quienes conjurados contra el bienestar del pueblo, hacían todo lo posible para sabotear la dedicada y sublime dedicación del camarada presidente. Por eso, en lugar de corregir el curso de su economía se dedicaron a llenar de cárceles a cualquiera que pareciera sospechoso. Como suele ocurrir en estos casos se le asignó la responsabilidad a una entidad especial. El Gulag, la Dirección General de Campos de Trabajo. Su trabajo fue muy eficiente. Entre 1934 y 1953 mandaron a 1.053.829 personas a realizar trabajos forzados en campos de trabajo correctivos y colonias. En el comunismo las palabras nunca están de más. Había que corregirles a todos ellos la suspicacia con el modelo. Había que extirparles la duda o dejarlos morir. El comunismo se había convertido en su propia finalidad, la felicidad del pueblo había pasado a ser una simple excusa para mantenerse en el poder.

La sociedad justa, o si se quiere, la justicia social, es una trampa. Hayek dice que es “un mero fraude semántico equiparable al que se comete al hablar de democracia popular”. Refleja un complejo cultural que arrastramos desde nuestros orígenes. Se aplica a todo aquellos que reduce o elimina las diferencias de renta. Los comunistas lo aplican violando los derechos de propiedad y confiscando parte o todo de la productividad individual. A los que producen riqueza los obligan a entregarla bajo la invocación de la justicia distributiva, mientras que los que se muestran incapaces de ser productivos reciben de manos del Estado lo que otros privados han creado. Lo que los comunistas nunca entendieron es que nadie puede ser obligado a ser productivo sin que tenga como contraprestación la riqueza que produce. No se trata, en el caso de los socialismos reales, de impuestos, tasas y tributos, que cuando son exagerados provocan daños y no bienes. Se trata de algo peor porque es la pretensión autoritaria de colocar el talento personal al servicio del pueblo. Nada más y nada menos que transformar al individuo en masa servil que está a la disposición de la dictadura del proletariado, una vulgar fachada del grupo que ejerce el poder con toda comodidad y privilegios. Hayek afirma que “la justicia social carece de todo sentido en un orden extenso de cooperación humana”. Sobre todo si es el estado autoritario y punitivo –comunista- el que se abroga el derecho irrefutable de dictar los términos de esa justicia social. A los que les suene mal lo dicho, simplemente piensen en que al momento de caer el muro de Berlín habían 293 millones de individuos sufrientes, que nunca habían experimentado libertades, cuyas garantías eran solo sobrevivencia miserable, presas del terror, víctimas de la vigilancia panóptica, recelados las 24 horas del día, enzarzados en un orden social lleno de suspicacias, atemorizados por la posibilidad poco remota de que terminaran siendo parte del exterminio sistemático administrado con fervor burocrático. Y todo porque supuestamente estaban construyendo la sociedad de iguales prometida por el comunismo.

No se puede negar. Todos estaban igualados, pero hacia abajo. El hambre, el terror y el miedo era universal. Nadie podía escurrirse. Nadie podía sentirse al margen. Había una razón: Donde no hay propiedad no puede haber justicia. Los comunistas transformaron los bienes y activos privados en bienes públicos, pero que nadie podía efectivamente disfrutar porque se agotaron rápidamente, o se volvieron exclusivos para los privilegiados. Había racionamiento para todos, menos para ellos. Había penurias para todos, menos para ellos. Todos estaban confinados en los linderos de la cortina de hierro menos ellos. Ellos, los distribuidores autoritarios de la justicia social terminan proporcionándosela a ellos mismos en la misma medida que se la niegan a los demás. Orwell se burló doblemente cuando asignó a los cochinos el rol de los privilegiados comunistas, y ridiculizó al sistema cuando el cerdo principal reformó –de hecho- el manifiesto original para hacerle la enmienda a la igualdad. “Unos son más iguales que otros”. Así siempre ha sido.

El “individualismo posesivo” es esencial al reconocimiento de la dignidad humana. Eso lo negó de plano el comunismo, pero no hizo a la gente más feliz sino más dependiente del estado, que comenzó a racionar y a mentir en la misma medida que su fracaso era inevitable. Racionaba, hacía propaganda y practicaba el terror de estado. Hay una frase de David Landes que viene a propósito: “El fracaso endurece el corazón y empaña la vista”.  Nunca mejor demostrado que en el experimento comunista. El afán de negar y de evitar es antológico. Sustituyen la realidad por los enemigos y por la propaganda. Y gritan alaridos contra el supuesto enemigo. Los comunismos son paranoicos. Al final saben que son patéticos. También saben que no se pueden permitir que se los digan. Por eso no hay comunismo que no practique el garrotazo. Y que no se solacen en exhibiciones de violencia y en la exageración de la firmeza.

Ryszard Kapuściński dijo que “el experimento soviético fracasó en la planificación de la felicidad. Intentó administrar las expectativas ilustradas que le conferían al hombre una inmensa capacidad para proporcionarse el progreso, pero erró en los medios utilizados. No entendieron que la libertad no se podía programar. Nunca apreciaron que la libertad significa antes que nada la posibilidad de actuar al margen del control y de la coerción de la violencia legítima o no. Como no lo entendieron procedieron entonces a crear un gigantesco aparato de control policial para hacer valer la libertad de los ciudadanos. ¿No resulta paradójico? Terminó ocurriendo que la palabra más temida y más perseguida fue precisamente esa. Buscando la libertad y manifestándose contra la opresión de los pueblos, los comunistas rápidamente llegaron a la infamia del estalinismo. Ese fue el guión que luego administraron con furor los que vinieron después”. El comunismo no puede dejar de ser represivo y autoritario. No puede permitirse el oxigeno de la transparencia y la libre expresión. No puede permitir que nadie se salga del guión. Porque cuando eso ocurre, se cae el muro que los encubre y todo comienza a parecer como efectivamente es.

El muro de Berlín cayó aunque por estas calles el gobierno se resista a reconocerlo. Y se derrumbó bajo el peso de los controles y las expectativas creadas alrededor de la economía planificada y la persecución de la propiedad privada. Ambos errores revolotean ahora por los cielos de Venezuela gracias a la ingenuidad contumaz de los que creen que ellos si van a ser capaces de organizar una sociedad donde lo económico y lo social se reduzca a lo previsto en el plan. El país va por su décimo sexto año de socialismo, y por el tercer plan socialista. El actual, el Plan de la  Patria es grotescamente sincero en sus objetivos.  Sus resultados no pueden ser otros que los que hemos obtenido, y que en su momento lograron los soviéticos: Inflación, Escasez y Estancamiento Económico, Pobreza de Oportunidades y la Inseguridad que nos está matando. Un total fracaso en término de realizaciones. Todos los comunismos son un calco del otro.

Los comunistas no logran procesar que no hay economía que funcione bien sin el respeto por los derechos de propiedad y sin que el gobierno garantice condiciones de libre mercado. Los países que así lo hacen no tienen ni inflación ni sus habitantes sufren la escasez que experimentamos los venezolanos. Aquí, por el contrario, el gobierno ha instrumentado la economía del socialismo del siglo XXI, un nuevo intento del viejo comunismo, intoxicada de controles, absolutamente arbitraria, patrocinadora de la competencia desleal ejercida desde el gobierno, inexplicable en su lógica de control de cambios, autoritaria en el manejo logístico de la distribución y extraordinariamente ineficiente en el manejo de las empresas públicas. Todo eso ha provocado el saldo de una economía  envilecida cuyos efectos más perversos los pagan las clases modestas del país y los sectores más vulnerables de la población.  Los comunismos suelen ser indolentes ante los efectos de sus desvaríos. Simplemente los niegan y encarcelan al que insiste en señalarlos.

Nuestro muro es el mismo de Berlín reconstruido desde el intento atroz de replicar lo que antes ha fracasado. Es insólito que alguien pueda creer que la promesa del socialismo es realizable sin preguntarse por qué cuando se ha intentado ponerlo en práctica, nunca ha funcionado como sus líderes intelectuales pretendían. Hay mucho de fatal arrogancia y de mesianismo en esa recalcitrancia. Por eso es mejor desconfiar del progresismo que enmascara la tragedia de los socialismos reales. Es mejor descartar a los que invocan un estado fuerte y se muestran orondos como izquierdistas confesos, porque en ellos la fatal arrogancia se funde con una irremediable ignorancia. Los muros que hay que derrumbar están en las falsas ideas.

 

@vjmc