Malas palabras
Vivimos el mundo al revés. La ética está invertida y tergiversada por el poder. La verdad se ha reducido a ser “versión oficial” y la realidad luce aplastada por los intereses –non sanctos- de los que están gobernando. Estamos intoxicados de eufemismos y las palabras han perdido su significado original para asumir forzadamente el nuevo contenido que les asigna el “Plan de la Patria”. Pero en el marco de toda esta confusión discursiva el gobierno ha decretado la desaparición de ciertas palabras, o por lo menos su criminalización.
La Ley y la Constitución, que deberían limitar el poder arbitrario del gobierno, y en esa misma medida avalar los derechos y garantías ciudadanas, aquí se invocan para todo lo contrario. Vivimos un estado de prerrogativas y no un estado de derecho. Sufrimos los excesos de un gobierno que se mueve con absoluta impunidad, y por esa misma razón estamos siendo reducidos a cola, ración y violencia. No hay ley sino privilegios. Y por esa misma razón ambas palabras se ahogaron en el remolino revolucionario. En la mente de los que gobiernan la ley es lo que ellos digan, y se aplica como ellos quieran y a quienes ellos quieran. Bastaría preguntarse cómo piensa el estado de derecho la ministra de asuntos penitenciarios para entender que los cables están totalmente invertidos.
La libertad en ninguna de sus acepciones es bien digerida por el régimen. Prefiere los controles para cualquier cosa. En eso han demostrado ser especialmente creativos aunque poco eficaces. Porque en el afán obsesivo de controlarlo todo no llegan a controlar nada importante. Los precios “controlados” están por las nubes. Las divisas “controladas” se pavonean en la estratósfera. El contrabando anda realengo. Y el orden público se ha trastocado en sicariato, violencia y muerte. Pero esa capacidad para actuar de acuerdo a los dictados de la propia conciencia, y atenidos a la ley, les suena como una infamante amenaza. Ellos, ya lo dijimos, no creen en la ley, que es el contexto primordial para practicar la libertad. Sin ley no hay encuadre posible y por lo tanto, el individuo queda postrado ante la coerción arbitraria, el embrutecimiento y la pobreza. ¿No es esta condición la que vamos teniendo? Ayn Rand lo plantea con claridad y firmeza: “Libertad, en un contexto político, significa ser libre de la coerción del gobierno. No significa ser libre del arrendador, ni del patrón, ni ser libre de las leyes de la naturaleza que no le proporcionan al hombre prosperidad automática. Significa libertad del poder de coerción del estado – y nada más”. ¿Quiere el gobierno nuestra libertad? La autora de “La Rebelión de Atlas” coloca esta condición irrenunciable: Estar a favor de la libertad obligaría al gobierno a “estar a favor de los derechos individuales del hombre; si está a favor de los derechos del individuo, ha de estar a favor de su derecho a su propia vida, a su propia libertad, a perseguir su propia felicidad – lo cual significa que ha de estar a favor de un sistema político que garantice y proteja estos derechos – lo que significa: el sistema político-económico del capitalismo”. Nada más lejos del socialismo del siglo XXI.
La paz tampoco es del gusto de los que están al frente del país. Régimen cívico-militar viven una indigestión peripatética de guerras y ficciones de batallas. No hay nada importante que tenga como alegoría algún combate independentista que en épocas remotas alguien haya dado. Las consignas contienen palabras como “muerte”, “venceremos”, “patria”, “revolución” y monsergas similares. Les encanta un desfile y música marcial. Y todos ellos andan más o menos disfrazados de combatientes. Pero ¿qué hay detrás? Von Mises señala que es el afán destruccionista de los socialistas. Ellos necesitan urgentemente lograr “la destrucción de la economía que se funda en la propiedad privada de los medios de producción… desean ante todo limpiar el terreno para edificar una nueva civilización destruyendo a la vieja… En la política comunista aparece tan clara la voluntad de demoler que es imposible engañarse”. Pero hay algo peor. Nunca lograrán edificar una sociedad nueva. Sus batallas solo sirven para destruir, nunca allanarán el camino de la paz. Hasta el último minuto harán la guerra, y ese es la esencia de su error porque “la economía –confirma Von Mises- exige la paz y la exclusión de cualquier violencia”.
La propiedad es casi un anatema. Para medio tragarla le han incorporado adjetivos como “social” o peor aun “colectiva”. Detrás de todos esos eufemismos hay una repulsa generalizada por lo que obtienen los demás y no han tenido ellos. Todos ellos hacen gala de la frase de Proudhon: “la propiedad es un robo”, no tanto como denuncia sino por la inmanejable obsesión expoliadora que los caracteriza. Todos ellos invocan la injusticia originaria para intentar una nueva repartición supuestamente más justa. Todos ellos gritan que “somos iguales”, pero al final, como siempre, terminan siendo ellos más iguales que el resto. Acumulan “expropiese” como si fuera una muletilla y son incapaces de conceder la propiedad ni siquiera de los quioscos que venden periódicos. Son “anal-retentivos” en lo poco y en lo mucho de los demás, y extremadamente displicentes con lo que ellos acumulan indebidamente. Las expropiaciones no conducen a una nueva repartición igualitaria sino a la conformación tumoral de privilegios y corrupción.
El mérito es inconcebible. Cualquier diferencia por razones competitivas les resulta inaceptable. Hacen gala del milagro de la ignorancia. Para ellos que un chofer llegue a ser magistrado les resulta absolutamente normal. Los barrenderos tienen más valor que los médicos, y más impacto en la salud de los venezolanos. Hacen gala de un igualitarismo ramplón, pero de la boca para afuera. Porque entre ellos opera una versión perversa del reconocimiento y las diferencias que tiene que ver con golpes, guerrillas y atrevimientos. Entre ellos el mérito está asociado a la destrucción, la procacidad y el resentimiento. Ellos desconocen el derecho del hombre al producto de su mente, precisamente porque les cuesta entender al individuo y plantarse frente a él para confiscar sus libertades. El desempeño individual es sustituido por el frenesí de las masas, todas a la vez, incapaces de la singularidad, y por eso mismo más manejable y menos desafiante. Las camarillas socialistas tienden a perpetuarse. ¿Cómo esa subsistencia puede compaginarse con la valoración de los resultados del otro? ¡Imposible! Son ellos, su mediocridad y sus ruinosas secuelas los que se imponen al resto que, si quieren sobrevivir, deben mantenerse en la cuerda floja de la ausencia de resultados notables.
La transparencia es peligrosa. Prefieren el secretismo. Vivimos el país de “lo oculto”. Las cifras se manejan dentro de los parámetros de “la razón de estado”. No sabemos de inflación, escasez, asesinatos, flujo de divisas. Nadie sabe a ciencia cierta cómo se gastan los reales. Todos los convenios internacionales son confidenciales. Y la vida cotidiana de todos los líderes se realiza en compartimientos estancos, lejos del pueblo que dicen amar mucho. En la Venezuela del socialismo del Siglo XXI todo es oscuro. Ni la fecha de las elecciones parlamentarias son compartidas, aunque privilegiados como el paisano Samper y la canciller Holguin si la conocen. Y esta precaución tiene dos razones: la corrupción y la ineficacia. Lo que no se pueden robar simplemente no lo producen. Detrás de cada secreto hay una mala razón, tal vez un crimen, pero “el diablo monta la olla pero no le pone tapa”. Tarde o temprano todo se sabe. Y el cuento que no echen ellos lo contarán otros.
La desobediencia civil les aterra. Cualquier llamado a manifestar los pone al borde de un ataque de nervios. Y los obliga de desatar los mil y un demonios de la violencia paramilitar de los grupos armados que pululan en las ciudades por cuenta del régimen. Una huelga de hambre se paga con castigo y reclusión severa. Una marcha les pone los pelos de punta. Una huelga los saca de quicio. Una simple negociación colectiva les revuelve el estómago. Ellos exigen quietud y acatamiento. Las calles son un monopolio del oficialismo, que está lleno de participantes obligados y aburridos, cansados de tanta promesa deshonrada. La protesta los desarticula. La disidencia los aterra. Y las manifestaciones pacíficas los desenmascaran. Porque en el fondo se saben inviables. Necesitan la quietud porque cualquier otra cosa resulta telúrica en sus efectos. Penden de un hilo y presienten que por mero “agotamiento de los materiales” en algún momento caerán a su propio abismo.
La observación internacional y cualquier alusión a la Carta Interamericana les parece una agresión insoportable. Cualquier escrutinio internacional les suena a “conspiración e injerencia imperialista”. Eso sí, cualquiera de sus secuaces puede venir o vivir aquí insultando y maltratando a los venezolanos. El no grato embajador de Cuba se pavonea como un pro-cónsul, llamándonos larvas o gusanos a los que disentimos del régimen. Pero eso no es observación sino acompañamiento, y sí, andan en gavilla, y desde la montonera agreden al resto. Al régimen le estorba los derechos humanos y cualquier alternativa democrática. Ellos quieren seguir aquí, arruchaditos los cívicos y los militares, disfrutando de los restos de un país que ahora es solamente una cárcel. Pero el acompañamiento no es gratuito. En eso se nos han ido las reservas y todos los fondos.
El inventario es incompleto. Todo lo que a ellos les parece inapropiado y herético es lo que necesitamos urgentemente. Las malas palabras deberían ser el objetivo a conseguir desde el flanco de la alternativa: Estado de Derecho, Libertad y Libre Mercado, Convivencia en paz, Derechos de Propiedad garantizados, Meritocracia y Competitividad, Rendición de cuentas, Derecho a disentir, y Relaciones Internacionales decentes deberían ser consignas inextinguibles del futuro que merecemos. Tenemos que ser lo contrario a lo que ahora vivimos.
@vjmc