A sus 58 años, Jesús Rafael Vera estaba acostumbrado a afrontar momentos difíciles. En sus 20 años como bombero, sabía de apagar fuegos. Era experto salvando vidas. Más de una vez le tocó zambullirse en el lago de Maracaibo para rescatar personas que estaban ahogándose. Quizá muchos pensaban que era casi un superhéroe, porque parecía poder resolver cualquier adversidad. Pero no era tan así. Más adelante él mismo tendría que entenderlo.
Su hija María Fernanda le siguió los pasos. Ella era bombera. Aunque le gustaba el oficio, en Venezuela no lograba la vida a la que aspiraba. Quería independizarse y no podía; quería comprar su propia comida y no podía; quería buscar otras fuentes de ingreso y no las encontraba. Eso sin contar los cortes de electricidad casi diarios. Harta, migró a Bogotá en 2018. Allá, tres años más tarde, se hizo madre.
Jesús quería ir a conocer a su primera nieta pero, aunque tenía dos empleos (era bombero del municipio Miranda del estado Zulia y trabajaba en Pdvsa), el dinero no le alcanzaba: recibía por cada trabajo un sueldo de apenas 130 bolívares. Con bonificaciones, llegaba a una cantidad de bolívares equivalente a 60 dólares mensuales. Y solo un viaje de ida por tierra desde Los Puertos de Altagracia, donde vivía, hasta Bogotá, costaba unos 130 dólares.

La necesidad de ir a Colombia aumentó un día de noviembre de 2021 cuando María, en una llamada, le comentó que se estaba sintiendo mal. Constantemente se mareaba y su orina era de un color muy oscuro. Jesús le sugirió que fuera al médico, que se hiciera exámenes. Le prometió que ahorraría para visitarla pronto y se quedó un poco más tranquilo.
Pero meses después volvió el susto: el miércoles 12 de enero de 2022, a las 9:00 de la mañana, María le envió una nota de voz:
—Papi, el urólogo ya me dio el diagnóstico: tengo una hidronefrosis grado IV e insuficiencia renal crónica —dijo con la voz quebrada—. También me comentó que deben llevarme a quirófano, para ponerme un catéter y sacarme unos cálculos.
Jesús se quedó en silencio, con un nudo en la garganta. En ese momento el sonido de sus pájaros, que esa mañana tenían un alboroto, le pareció un llanto.

—Tengo miedo. La bebé está muy chiquita aún, apenas tiene 7 meses. ¿Y si me muero? No la quiero dejar sola —continuó María.
—¡Coño, mi negra! No digáis eso, estamos con Dios y con José Gregorio Hernández. ¡Calma! Nada de miedo. Todo va a estar bien.
Después de aquella conversación, Jesús Rafael no podía dormir pensando en cómo ayudarla. Si con dos trabajos no podía ni viajar para visitarla, ¿qué podía hacer?
Primero lo primero, se dijo. Debía entender qué era lo que tenía su hija. Buscó en la página web de la ONG National Kidney Foundation, donde leyó que la hidronefrosis es una especie de hinchazón de los riñones debido, principalmente, a la acumulación de la orina por problemas en la vejiga o, como en el caso de María, por cálculos renales sin tratar.
El diagnóstico de la hidronefrosis se clasifica en cuatro grados, dependiendo de la gravedad de la obstrucción y del estado de los riñones, del tracto urinario y de la vejiga. María tenía el grado IV, el más alto. El catéter que le iban a poner funcionaría como una “vía alterna” para que pudiera orinar. Había que hacerlo cuanto antes. Si no se trataba a tiempo, podría perder la función renal y entonces necesitaría dializarse al menos tres veces a la semana: una máquina cumpliría la función de los riñones, que es filtrar la sangre de impurezas.
A Jesús se le ocurrió cocinar dulces para venderlos en los pueblos donde trabaja como bombero y organizar rifas. Con lo que recolectara podía mandarle una especie de mesada a su hija, para que pagara el arriendo y comprara comida.
Día a día, semana a semana y mes a mes, Jesús ahorraba tanto en bolívares como en dólares. En el estado Zulia se manejan las dos monedas, además del peso colombiano, sobre todo en las poblaciones más cercanas a la frontera. La razón es simple: el bolívar se devalúa más rápido que el peso y el dólar.

La operación de María fue el 2 de marzo de 2022. Jesús no pudo estar allí. Seguía en Venezuela, trabajando. Sus amigos lo consolaban diciéndole que al menos estaba aportándole económicamente.
Angustiado, Jesús llamó al nefrólogo que trataba a su hija para saber más de la situación. El doctor le dijo que el riñón derecho de María estaba a punto de colapsar y que el riñón izquierdo también se encontraba afectado, aunque no tanto.
El hombre se preocupó aún más. Siguió concentrado en vender dulces, en hacer rifas y en ahorrar para ir a Colombia, cosa que logró el 4 de julio de 2022. Viajó desde Los Puertos de Altagracia hasta Maicao, ciudad colombiana en la frontera con Zulia —recorrió 177 kilómetros de carretera y gastó unos 100 dólares—; después fue de Maicao a Bogotá. Apenas llegó, dejó sus maletas y fue directo al Hospital Simón Bolívar, donde estaba su hija.
La vio, finalmente, después de cuatro años.
La María que recordaba era jovial, de tez canela y gordita. Ahora pesaba 47 kilos, tenía la mirada triste y la piel pálida.
—Papi, no me quiero morir —le repetía mientras se abrazaban.
—Mija, Dios es grande. Vamos a luchar.
Le insistía en que esto era solo una prueba, que ella vería a su niña crecer.
No pudo quedarse mucho tiempo con ella. A los días debió volver porque tenía que trabajar.
Al mes, a María la ingresaron al quirófano de nuevo: la obstrucción en su sistema urinario seguía y se seguían formando nuevas piedras en los riñones. Las infecciones también se mantenían. Y por ello, cada cierto tiempo, debían cambiar el catéter que suplía la función del tracto urinario.
Los doctores decían que el riñón derecho de María ya no funcionaba y debían extraerlo, pero las infecciones eran tan severas que era riesgoso operarla sin antes estabilizarla.

Pasaron casi dos años en la espera para poder retirar el riñón: María tuvo que someterse a otras cinco operaciones, unas para renovar el catéter, otras para drenar los riñones, otras para quitar más cálculos renales.
Fue en febrero de 2024 cuando, por fin, los doctores coincidieron en que era seguro extraer el riñón derecho de María. Y salió bien. Pero al mes siguiente, en marzo de 2024, Jesús recibió la llamada del nefrólogo.
—Hay que buscarle un donante de riñón a su hija. Ahora el riñón izquierdo está muy deteriorado, puede dejar de funcionar pronto.
Lo primero que se le vino a la mente fue la palabra “diálisis”.
Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, brotaron lágrimas de sus ojos.
El nefrólogo le informó que el hospital había puesto a María en una lista de espera para un posible trasplante, pero no le otorgaron un número y tampoco le dieron una fecha. La lista de espera era larga. Según él Ministerio de Salud y Protección Social de Colombia, más de 4 mil personas están en lista de espera para recibir un trasplante: 3 mil 730 necesitan un riñón, 175 un hígado, 50 un pulmón, 22 un corazón, entre otros órganos y tejidos.
Ante la ansiedad y la distancia, Jesús caminó más de 50 kilómetros desde Los Puertos de Altagracia para rezarle a San Antonio de Padua. Hizo la promesa de que caminaría todo el trayecto con tal de que su hija se recuperara.
Jesús Rafael quería ser el donante. Buscando información especializada, logró hablar con el director de nefrología del Hospital Doctor Pedro García Clara, de Ciudad Ojeda, en Zulia, quien le explicó que la edad límite para ser donante de cualquier órgano es de 70 años. Jesús tenía 61. Estaba habilitado. Siguió investigando y se enteró de que en 2017 el gobierno venezolano, a través de la Fundación Venezolana de Donaciones y Trasplantes de Órganos, Tejidos y Células (Fundavene) —a cargo de la gestión e implementación de trasplantes en el país— suspendió sus operaciones.
En un inicio anunciaron que sería por tres meses, pero cumplirán ocho años y no se ha reactivado. La sociedad civil ha denunciado que decenas de pacientes, jóvenes y adultos, han fallecido a la espera de un trasplante en Venezuela. También denuncian que los servicios de diálisis son escasos.
El doctor Portillo le explicó a Jesús que en el Zulia ningún hospital cuenta con los insumos para atender a un paciente renal con la gravedad de María. Tampoco había cirujanos especializados en trasplantes. Su única opción, definitivamente, era dejar a su hija en Bogotá y hacer los trámites necesarios.
—Te diré algo de corazón: ni se te ocurra traerla a Venezuela. Se te muere —le dijo el nefrólogo a Jesús.
Le contó que la Fundación Acción Solidaria, solo en el estado Zulia, ha registrado 890 personas con insuficiencia renal crónica en 13 unidades de diálisis, viviendo realidades similares a las de María. Y que desde 2022, José Luis Tello, defensor de los derechos humanos de los pacientes renales del Hospital Universitario de Maracaibo, ha denunciado la muerte de al menos 20 pacientes por la escasez de transporte, del servicio eléctrico, del mantenimiento a los centros de diálisis, de alimentos y de medicamentos.
En el caso de Los Puertos de Altagracia los pacientes con enfermedad renal crónica deben trasladarse a los municipios foráneos (Maracaibo y Cabimas) para recibir su diálisis. En 2016, el Ministerio de Salud aprobó la creación de una unidad de diálisis en la localidad, pero nunca se concretó.

Con las semanas, el riñón izquierdo de María, ya colapsado de pus, dejó de funcionar. Debía someterse a cirugía cuanto antes. Jesús pudo volver a viajar a Bogotá antes de la operación y ambos se opusieron a la intervención: querían ganar tiempo para hacer el papeleo y conseguir un trasplante. Jesús fue con su hija hasta Colombiana de Trasplantes, una institución privada para la salud de pacientes renales y hepáticos. Allí podían hacerle el trasplante, pero debía contar con la nacionalidad colombiana y estar en una larguísima lista de espera.
Es decir: aunque tuvieran el dinero debían esperar, esperar y esperar.
Jesús regresó a Venezuela con una meta: solicitar la jubilación en Pdvsa. Pensó que con el dinero iba a poder encontrar alguna otra opción privada en Colombia, donde no tuviera que esperar tanto para el trasplante. Preguntó en varias clínicas de Bogotá: necesitaba unos 86 millones de pesos, un poco más de 25 mil dólares. Entonces gestionó la jubilación en noviembre de 2024. Llevaba 35 años trabajando allí. Cinco meses después Pdvsa le aceptó su retiro. Lo que recibió distaba mucho de lo que costaba la operación.
No pudo quedarse en la frustración por mucho tiempo: lo que le pagaron podía destinarlo a pagar trámites para la visa y los tratamientos de María. También debía seguir ahorrando y conseguir su plan B: hacer el trasplante en una clínica no tan cara para poder donarle un riñón a su hija.
El asunto aún no está resuelto. María Fernanda debe someterse a otra operación para cambiar el catéter, limpiar otra vez el tracto urinario de nuevos cálculos renales y, quizá, drenar las impurezas que se acumulan en su riñón izquierdo. La fecha no la sabe con certeza, todo depende de cómo la encuentren los médicos. Con más cirugías vienen más gastos, y con más gastos Jesús debe alargar más sus visitas. Aún se debe quedar como uno de los pocos bomberos con alta experiencia en el municipio Miranda del estado Zulia: es su único trabajo fijo por el momento. No puede perderlo también.
Él se aferra a la oración. Hizo una promesa a la Virgen de Chiquinquirá: que caminaría desde Los Puertos de Altagracia hasta la Basílica de Maracaibo, unos 51 kilómetros de carretera, si su hija se recuperaba. Mientras tanto, se mantiene de pie, trabajando como bombero y esperando la gran noticia: un trasplante de riñón para su hija.

Esta historia fue producida en el Programa Formativo Contar Fronteras, una alianza entre El Bus TV, Runrun.es y La Vida de Nos para mostrar la realidad en estados fronterizos de Venezuela.