Un recuerdo caraquista entre Mis Barajitas: El Universitario
Desde que camino, si no antes, lo conozco.
Todos los caraqueños o quienes vienen a Caracas lo han visto sobresaliendo a un lado de la autopista, con el letrero de Savoy detrás, a la orilla del río, a un lado de María Lionza.
Cuando hay juegos de noche y las luces están encendidas, el resplandor se ve desde la recta de Bello Monte, pero si uno viene bajando por Colinas, la vista es cenital y se disfruta completo, se ve esplendoroso.
Yo lo he visto desde todas partes. Cuando era chiquita, desde que pasábamos Sears estaba pendiente del instante en que aparecieran las torres de luz.
Me conmueve cómo mi hijo Daniel ha sido igual desde la primera vez que lo llevé a un juego, tendría 10 meses de edad, pero era de noche y el sólo miraba hacia las luces.
El Universitario es uno de mis sitios favoritos.
Cuando papá tenía un juego los sábados y me llevaba con él, al terminar la práctica me bajaba al terreno. Conocía los recovecos, sabía dónde guardaban la cal, los backstops, los tobos de pelotas rojitas de tanto uso y aporreadas…
Papá metía el carro hasta adentro y si era temporada tenía que sacarlo cuando comenzaban a llegar los peloteros, a los que saludaba y me presentaba, era una gozadera acompañarlo, porque era posible disfrutar de ese momento previo al juego.
La preparación de la fiesta, las cervezas en las neveras, los vendedores arreglando sus chucherías deliciosas, el olor a fritanga que viene del puente, los jugadores en el terreno iniciando sus estiramientos…
El Estadio Universitario es nuestro templo de beisbol, ahí han ocurrido hazañas inolvidables, juegos si hits ni carreras, jonrones, jugadas de triple play, robos de home, ponches espectulares, se han establecido récords, han debutado centenares de novatos, todo lo posible en beisbol, menos un juego perfecto, ha tenido el Universitario como escenario.
Más allá de todo eso o por todo eso y más, es un sitio que embriaga. Sí, es verdad que las energías se quedan en los lugares, por eso ahí están todas las emociones juntas.
En el Universitario, entre pitcheo y carreras, no son pocas las historias de amor que han comenzado. Es un sitio romántico, que se los digo yo, que me encontré con mi esposo Daniel una noche de derrota para el Caracas. Excusa perfecta para el primer abrazo.
Algunos piensan en el estadio y les huele a parrilla, a mí a las naranjas peladas que vendían en la entrada “D”.
El estadio es el “Corneta Lezama”, el mejor fanático que pueda tener equipo alguno. Está con el Caracas desde que era el Cervecería, y es quien toda la vida ha animado a las tribunas con sus cantos y su corneteo. Ese no pierde la fe, si por él fuera, por todo lo que hace, quiero decir, el Caracas jamás habría perdido un juego de pelota, mucho menos contra el Magallanes.
Tengo tiempo que no lo veo, desde que inventaron los abonos VIP, pero hasta no hace mucho había un cervecero, Rómulo, que cantaba boleros mientras servía. Si el juego se ponía fastidioso, Rómulo salvaba la noche con Agustín Lara.
De mis recuerdos más espectaculares en el estadio, siendo aún sólo fanática, está la noche del no hit no run de Urbano Lugo hijo, el célebre juego con el que le ganamos la final a los Tiburones de la Guaira, aquella “guerrilla” de Pérez Tovar, Alfredo Pedrique, Carlos “Café” Martínez, Luis Salazar, Gustavo Polidor, Norman Carrasco y Oswaldo Guillén, para sólo nombrar a los criollos.
Fue una noche de grandes jugadas defensivas, como siempre en este tipo de hazañas, y Andrés Galarraga sonó cuandrangular por todo el medio.
En el quinto inning se le embasó Luis Salazar, por error del segunda base Casey Candaele, Bruce Fields negoció boleto en el octavo y en el noveno “Café” llegó a primera por error de Jesús Alfaro.
Yo estaba un poco más allá del bull pen, en la zona de preferencia.
El error de Alfarito fue inquietante, no había out y más atrás venían Norman Carrasco, fuera con rolling a pitcher y Alfredo Pedrique, quien fue dominado con fly a primera. Le llegaba el turno a Oswaldo Guillén. Un turno larguísimo en el que los dos, pitcher y bateador, se hicieron de todo para sacarse de concentración mutuamente. Oswaldo pedía tiempo, Urbano se tomaba el suyo, finalmente llegó el envío a la goma. Oswaldo bateó por tercera, pero esta vez no hubo error, Alfarito aseguró el tiro, visiblemente confiado y disparó al mascotín de Galarraga, cerrando una temporada inolvidable para los caraquistas.
Después Urbano Lugo, hoy en día mi gran amigo, me contó que el error de Alfaro fue intencional. El batazo fue incómodo y Café corría como el diablo, así que el antesalista, temiendo que pudieran llegar juntos, bola y corredor, tiró mal para que no hubiera más remedio que anotar error, para que continuara la magia.
¿Habría llegado quieto Café si Alfarito tira bien? Qué importa, por las razones que sean, fue un error y esa es la historia.
Eso que se llama la felicidad máxima, fue lo que sentimos los caraquistas ese 24 de enero de 1987.
El año siguiente fue aquella seguidilla de las 18 victorias en fila. Yo me empaté en el juego 14, así que los tres siguientes los escuché por radio porque se fueron a Maracay. No había nada mejor que hacer que estar pendientes del Caracas. Para el 18 regresaron a casa y Ubaldo Heredia era el lanzador, Magallanes su víctima.
Sólo tres hits conectaron los turcos. Fue una noche de buen pitcheo, Caracas hizo sólo una carrera, la única necesaria para concretar uno de los juegos más memorables que se recuerden en Los Chaguaramos…