Resulta francamente vergonzoso el silencio cómplice de los gobernantes del hemisferio ante los desmanes del régimen venezolano, y peor aún el de José Miguel Insulza, débil y apocado Secretario de la OEA que está en mora de renunciar.
Por su parte, el presidente Santos, en clara demostración de servilismo con el sucesor de su “nuevo y mejor amigo”, ahora difunto, ofreció promover un diálogo con los líderes de las protestas ciudadanas, pero cuando advirtió que las protestas no eran pasajeras, se retractó. El presidente Santos es hábil por sinuoso y escurridizo.
Es claro que cualquier negociación que Maduro establezca con la resistencia civil, lo legitima y perpetúa en el poder; pero también es claro, que la sociedad venezolana sabe que con el dictador no hay nada que negociar, a menos que sea su renuncia.
La Primavera venezolana se acerca, y hacia Cuba soplan vientos de libertad. Pareciera que se acerca el fin del socialismo del siglo XXI y del sanguinario y ruinoso comunismo del siglo XX.
Para no quedarnos solo en el análisis de las nefastas secuelas que deja el régimen que Nicolás Maduro heredó de Chávez, revisemos las razones por las cuales el populismo se tomó a Venezuela y a varias naciones del hemisferio, entre ellas, Bolivia, Argentina, Nicaragua y Ecuador.
A lo largo de la historia, el populismo ha sido una alternativa contestataria provocada por la exclusión social y la incapacidad de los Estados para resolver las demandas de las mayorías ciudadanas. Su presencia es reacción consecuente a la incapacidad de los gobiernos para enfrentar y afrontar el origen de los problemas.
El populismo es inmanente al subdesarrollo, el que por antonomasia es la falta de educación, la ausencia de políticas de planificación demográfica en los sectores marginados, el desempleo, la corrupción y la pobreza.
Tradicionalmente, y salvo contadas excepciones, los gobiernos latinoamericanos, ejercidos por partidos políticos tradicionales, antes que prospectar modelos de desarrollo sostenible, se ocuparon de perpetuar un statu quo tan sólo es bueno para aumentar los privilegios de las minorías en desmedro de las mayorías, concentrar la riqueza y masificar la pobreza.
Gobernantes apoltronados en los privilegios del poder y seducidos por el halago económico de los círculos dominantes, pronto olvidaron que la razón de ser del Estado es el progreso, y que este no es otro que la satisfacción de las necesidades de la población y el aumento de su capacidad de compra. En cambio, los electores nunca olvidan que el mandato que otorgan a sus gobernantes sólo se legitima con la atención efectiva de sus demandas y que estas no desaparecen con paliativos repentistas que sólo logran distraer temporalmente la confianza.
La corrupción y el abuso del poder nutren la inconformidad y la desesperanza y crean condiciones propicias para la irrupción de propuestas alternativas que prometen agenciar fielmente los intereses populares. El auge populista evidencia la derrota de la política tradicional como instrumento de transformación y cambio, y su incapacidad para resolver los desafíos sociales y económicos que plantea el desarrollo.
Algunos círculos de la sociedad que padecen de miopía invencible se resisten a aceptar que las mayorías son las que legitiman la democracia y que esas mayorías las conforman los sectores más pobres y vulnerables. En respuesta a esta deliberada ceguera, la demagogia populista promete devolver ilusiones perdidas a los que nada tienen o nada esperan recibir de una sociedad excluyente en la que gradualmente aumenta la desigualdad.
Cuando el populismo llega al poder, se afinca en la gratitud que despierta el asistencialismo, las subvenciones y subsidios que prodiga, lo que termina fletando conciencias, neutralizando críticos y amistando adversarios, y con ello, promoviendo unanimismo y descalificando disensos.
De la práctica rampante de populismo demagógico da buena cuenta, la entelequia del socialismo del siglo XXI que, valiéndose de dádivas logró arrendar la conciencia de muchos y construir consensos por utilitarismo y conveniencia. La carencia de una política económica sostenible y la adopción de decisiones intempestivas e irreflexivas financiadas de manera irresponsable con la riqueza petrolera, terminaron develando la incapacidad y el totalitarismo mesiánico de un coronel enajenado por el resentimiento, el revanchismo y la frustración.
Al igual que Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa y Cristina Fernández de Kirshner han sabido aprovechar los desafueros de los gobernantes que los antecedieron, y fungiendo de libertarios y justicialistas, han promovido en la opinión pública consenso y obsecuencia en favor de sus regímenes mediante la financiación de carteles servilistas que condicionan su lealtad al recibo de caras prebendas estatales.
Tras la muerte de Chávez, Venezuela tuvo la oportunidad de revertir su destino; pero la pasión pudo más que la razón. Los venezolanos siguieron embriagados bajo los efectos del populismo, y el facilismo propio de la falta de educación, los consumió.
La riqueza del petróleo pudo haber hecho de Venezuela una de las naciones más educadas y desarrolladas del mundo; sin embargo, hoy es una de las más caóticas y anárquicas. Es claro que en Venezuela, como en toda América Latina, la pasión vence a la razón y la ciencia pierde con la ideología.
Pero como siempre sucede, toda aventura populista llega a su fin y la sociedad desengañada termina retomando el camino de la cordura. Ojalá que la amarga experiencia venezolana, ayude a preparar verdaderos líderes y estadistas capaces de modificar su rumbo y el rumbo del hemisferio.
Entre tanto, las movilizaciones en Venezuela han aumentado la represión en Cuba. La dictadura castrista teme que el falso socialismo del siglo XXI termine sepultando al desvencijado comunismo del siglo XX.
Que nadie se extrañe que el estruendoso fracaso de la aventura chavista termine germinado la semilla reprimida de la libertad en Cuba. Que irónico sería, que el enajenado Chávez termine siendo el nuevo libertador de Cuba.