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En Tumeremo se vive bajo la ley de la violencia
Un recorrido por tres puntos del pueblo donde el pasado 4 de marzo ocurrió la masacre de 17 mineros, da cuenta de un territorio dominado por el crimen y el precio del mineral dorado
Mientras que las bandas de delincuentes hacen toques de queda y la vida del pueblo gira en torno a los yacimientos, los anaqueles continúan vacíos

 

@loremelendez | Foto: William Urdaneta

“Es que este es un pueblo minero. Aquí lo que se respira es oro”, dijo el taxista mientras el diente de oro le relucía tanto como el de Pedro Navaja. El suyo era un carro destartalado, un sedán de pintura opaca con la tapicería roída. El precio de la carrera, tomando en cuenta las distancias cortas de Tumeremo, era casi un asalto. En un lugar donde la economía tiene el metal dorado como moneda corriente, los costos desconocen leyes que quieran hacerlos justos.

El auto envejecido arrancó con destino al único plantel de secundaria del municipio Sifontes del estado Bolívar, el liceo “Monseñor Francisco Javier Zavaleta” que el pasado 3 de febrero se convirtió en noticia. Allí entraron delincuentes armados que obligaron a cerrar el centro educativo para que la población acatara un toque de queda impuesto por los hampones. Los estudiantes fueron desalojados de sus aulas a media mañana.

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Foto: Germán Dam

“Si les vas a preguntar sobre eso, nadie te va a hablar”, lanzó el taxista, y no le faltaba razón. En Tumeremo, el episodio fue recordado sin sobresalto. Nadie se espantó cuando el caso se mencionó, pero pocos quisieron comentar más. Todo parecía pasar por un tamiz en el que se mezclaba el miedo y la aceptación, o resignación, de que lo que se vive ahí es normal.

“Yo tengo toda mi vida aquí y, le digo una cosa, este pueblo se ha puesto fuerte. Aquí no se escuchaba un tiro. Ahora se escuchan ráfagas todas las noches”, afirmó un hombre sesentón que atendió en franelilla y bermudas desde el porche de su casa, muy cerca del liceo ubicado al oeste del pueblo. Él fue uno de los que se negó a profundizar sobre el toque de queda, aún cuando ya se cumplió un mes de lo sucedido. Apuntó que no estaba en su hogar. A pesar de haber admitido que su hijo estudiaba en el plantel desalojado, aseguró no haberse enterado de mayor cosa.

Hay otros, en cambio, que se atrevieron a decir un poco más. “Claro que me acuerdo. Hasta aquí llegaron ese día, eran unos tipos de La Caratica. Yo tuve que cerrar porque me obligaron”, contó la dueña de una bodega cercana al liceo. A su negocio arribaron unos motorizados que le dijeron que debía bajar la santamaría para unirse a una protesta en la Plaza Bolívar. La comerciante se negó al principio, pero otro motociclista del grupo, a quien ella conocía, le dirigió unas palabras. “Hazlo, mami. No me la pongas difícil”, le dijo en tono conciliador, advirtiéndole con la mirada que, si no lo hacía, sería mucho peor: los hombres andaban armados. Ella entendió la seña. No acudió a la manifestación, pero tampoco abrió el abasto durante toda la semana.

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Aquel toque de queda se extendió por todo el pueblo. Los negocios, incluso los que están en el centro, no prestaron ningún servicio. La intención del cierre forzado era que liberaran a tres presuntos delincuentes –Yordi Yosmal Bolívar Maneiro, de 20 años; Dibrahi José Pimentel Rosa, de 30; y Rafael José Hernández Nero, de 28, de acuerdo con datos recabados por el diario El Progreso– acusados pertenecer a las bandas de “El Gordo” y “El Potro”, que hacen vida en Tumeremo. Habían sido apresados el día anterior tras ser sorprendidos en una reunión con compradores de oro. Entre todos planeaban establecer un sistema de cobro de vacunas en la población.

Los malandros, ante aquella arremetida, pedían a los tumeremenses que apoyaran su causa. Con pistola al cinto, llegaban a los sitios que fuese necesario cerrar. No hubo quien se resistiera.

Los azotes de La Caratica

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Foto: Germán Dam

El carro destartalado volvió a tomar la calle hacia una siguiente parada: el barrio La Caratica, un lugar de calles desiguales, zigzagueantes, con el pavimento casi destrozado o, incluso, de tierra. Se trata de un territorio de casuchas rurales, de una sola planta, con techo a dos aguas, resguardadas con cercas de alfajol o de alambres de púas. Casi todas tienen, en la parte trasera, amplios patios en los que se han levantado ranchitos de láminas de cinc.

“Esos solares son grandísimos, llegan hasta la montaña. La gente dice que allí es donde los malandros de aquí tienen sus escondites”, soltó el taxista. Con su sonrisa dorada apuntó que, cuando caía el sol, ningún conductor se atrevía a hacer una carrerita hasta el barrio. Las bandas que controlan la zona suelen poner alcabalas para revisar cualquier carro que llegue.

“Hacen que te bajes, te revisan, te preguntan que pa’ dónde vas. Todo esto lo tienen vigilao’”, comentó el hombre mientras avanzaba sigilosamente entre las casas. Ese día de la visita eran más de las 6 de la tarde, pero el taxista entró tranquilo. El pueblo entero estaba militarizado. En la mañana, el Ejército y la Guardia Nacional habían disuelto la tranca de la Troncal 10 levantada por los familiares de 17 mineros que habían sido masacrados. En cada esquina del casco central había un soldado. En La Caratica no había ni una patrulla merodeando la zona.

El nombre del barrio ha sonado en los últimos días por la relación que ha tenido con la matanza ocurrida en la vía a “la bulla” de Atenas, un pequeño yacimiento de oro ubicado a dos horas en moto de Tumeremo. Allí, hace un par de días, velaron en una cancha deportiva a cuatro de los mineros ejecutados el pasado 4 de marzo: los hermanos José Armando, José Ángel y Néstor de Jesús Ruiz Montilla, y Jesús Alfredo Aguinagalde. Todo sucedió justo un mes después del toque de queda.

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Pero antes del funeral, La Caratica se mencionó porque ahí reside Jean Carlos Bartoli, alias “El Potro”, uno de los malandros que controlaba la mina. Se trata de un veinteañero que se ha visto involucrado en homicidios y tenencia de droga. Su socio en este negocio, con el que le quitaba la mitad del oro a los mineros, era alias “El Gordo”, primo de los Ruiz Montilla, los tres hermanos caídos en la masacre.

“Yo le digo una cosa: los que mataron allí eran malandros. Habría dos o tres inocentes, pero los demás eran malandros”, indicó el taxista del diente de oro, quien de inmediato formuló su hipótesis del porqué ocurrieron las ejecuciones: “El Topo”, quien controla decenas de minas en Sifontes y está señalado como el presunto autor de la matanza, quería hacer una “limpieza” para tomar “la bulla” y evitar que los de La Caratica formaran un sindicato que cobrara vacunas a los comerciantes.

Al sur de Bolívar, las disputas por el metal dorado terminan siempre en disparos, por eso los asesinatos de mineros están lejos de ser una rareza. En enero del año pasado, seis cayeron baleados en Morichal Largo; en abril, mataron a cuatro en la mina La Catatumba; en junio, dos más murieron en un enfrentamiento en El Callao; en agosto, entre cuatro y siete mineros fueron masacrados en Bochinche-Corregente; en diciembre, un par se desplomó en la mina Tomy. En las páginas de sucesos de los diarios regionales dejan de contarse las muertes que quedan sin dolientes, aquellos cuerpos que sus familiares jamás reclaman porque desconocen a cuál mina se fueron a trabajar.

Todos a la mina

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Foto: William Urdaneta

El taxi avanzó hacia el centro de Tumeremo, el lugar donde deberían conseguirse los pocos productos de la cesta básica que llegan al pueblo. Pero eso casi nunca sucede. Los testimonios de habitantes entrevistados coinciden en que los camiones con alimentos pasan de largo por el pueblo y paran en El Dorado, Las Claritas o en el Km 88 de la Troncal 10. Para los vehículos de carga es más rentable correr unos kilómetros adicionales para vender la mercancía con un flete más costoso.  

“Una paquete de harina cuesta como 1.500 bolos; un aceite cuesta 2.000; un arroz te cuesta eso mismo”, relató el conductor, quien tiene que viajar dos horas quincenalmente para poder abastecerse. Por eso, las carreras en Tumeremo son tan costosas. Por eso, todos, en algún momento, terminan extrayendo oro en alguna mina.  

“Yo fui cuando explotó ‘la bulla’. Dejé estacionado el taxi y pensé que iba a poderme ir a hacer unos reales allá. Pero qué va, eso era puro malandro”, aseveró el hombre de la dentadura reluciente.

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Los que no van con pico en la mano, trabajan en algún oficio que se relacione con los yacimientos. Allí, quienes pernoctan, pagan los productos que llegan en oro, ya sea agua, comida, teléfonos celulares o mujeres. También allí terminan quienes poseen molinos para tratar el material aurífero de donde salen las preciadas pepitas doradas. Para allá van aquellos que comercian el oro en un pueblo donde el efectivo es mercancía preciada –los billetes de 100 bolívares se pueden vender en 120 bolívares– y donde todo se paga en cash.

El taxista siguió el camino hasta la última parada: un hotel de la ciudad. Dejó saber que los asesinatos no habían parado en el pueblo después de la masacre. “Ayer mataron a uno en La Montañita. Y hubo un comerciante que le disparó a dos taxistas que lo estaba amenazando”, contó.

Cuando el carro destartalado se detuvo, el conductor se negó a cobrar. “No se preocupe, señora. Yo quiero que usted cuente todo lo que pasa aquí a ver si esto se acomoda”. El hombre se despidió y, como a Pedro Navaja, el diente de oro le volvió a brillar.

El adiós después de la masacre

El pasado lunes, los cadáveres de las 17 personas que habían desaparecido en la vía hacia “la bulla” de Atenas fueron hallados en Nuevo Callao, un sector ubicado a 30 kilómetros de Tumeremo. Los encontraron 10 días después de que, tal como habían denunciado testigos, los asesinaran. Todos fueron ejecutados: 16 de ellos recibieron disparos en la cabeza y uno más murió por un balazo en el pecho.

El jueves, los familiares de las víctimas de la masacre, quienes días antes habían cerrado el tránsito por la Troncal 10, recibieron los cuerpos de los suyos. El pueblo, en varios puntos, lloró a sus muertos en un velorio donde los motorizados llevaban estandartes con las fotos de los caídos.

Por el caso, de acuerdo con información del Ministerio Público, hay una detenida: Rosa Zoraida Gil Salazar, una mujer que presuntamente coordinó la logística de la masacre. A ella también se le señala de ser la comadre y administradora de los bienes de Jamilton Andrés Ulloa Suárez, alias “El Topo”, el autor de la matanza. Contra él y dos de sus secuaces hay emitidas órdenes de captura.

 

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