De Chávez A Maduro Por Armando Durán
1.
“Juntos somos Chávez”, señaló Nicolás Maduro el mediodía del 26 de febrero. Afirmación, por supuesto, demagógica y absolutamente falsa. Lo cierto es que nada hay en su gobierno ni en su actuación presidencial, mucho menos durante estas semanas difíciles, que nos haga recordar las habilidades de su mentor.
En primer lugar, Hugo Chávez siempre exhibió un gran juego de cintura, pura creatividad táctica que le permitió eludir, con una ligereza de peso pluma que Maduro no tiene en absoluto, los peores contratiempos de su historia. Precisamente, gracias a esa flexibilidad para el disimulo y las maniobras por el flanco, Chávez tuvo la intuición brillante de descartar en 1997 la toma del poder por asalto, opción desesperada que él mismo había ensayado infructuosamente el 4 de febrero de 1992, y emprender en cambio la aborrecida circunvalación electoral, es decir, la vía pacífica del antiguo régimen, para conquistar, sin derramar esta vez una sola gota de sangre, el poder supremo. Ese fue sin duda el mayor acierto de su carrera política y su mayor aporte a la teoría “revolucionaria”: alcanzar, aunque por otros medios, en este caso los votos, idénticos objetivos a los que hasta entonces se buscaban por la vía violenta de la lucha armada.
Fórmula anti-guevarista que le abrió a sus aliados en Nicaragua, Bolivia y Ecuador las puertas de lo imposible.
En la actual encrucijada del camino venezolano a nadie se le ocu-rriría pensar que Maduro aprendió aquella lección fundamental. Mu-cho menos que ahora, al borde del abismo insondable que se percibe más allá del humo de las barricadas, esté a punto de asombrarnos con una operación a lo Chávez, espectacular, original y sorprendente.
La segunda gran percepción política de Chávez, también ausente por completo en el caso Maduro, fue entender que a la hora de agitar a las masas, el discurso y la acción revolucionaria aspiran, sobre todas las cosas, al estremecedor propósito de incendiar la pradera. Pero que a la hora de gobernar, sin renunciar en ningún momento a la tarea re-tórica y real de desmantelar el pasado, el jefe revolucionario, tal como hizo Lenin con su Nueva Política Económica, también debe tener muy presentes otros intereses, sin duda circunstanciales, pero mucho me-nos elementales y ciertamente más racionales y eficientes.
2.
Gracias a estas dos formas de verse a sí mismo en el centro de su universo trasgresor, compleja visión que escapa a las posibilidades imaginativas de Maduro, Chávez derrotó a todos sus adversarios, sin piedad, y echó los cimientos de una sociedad hegemónica y hermética, de amigos y enemigos irreconciliables, copia más o menos fiel de la to-talitaria experiencia cubana, pero sin renunciar por completo a los formalismos democráticos tradicionales.
Una perspectiva polémica de su ascenso revolucionario que, tras el sobresalto de abril y la amenaza del paro de finales del 2002, le permitió convencer a buena parte de la oposición venezolana, y a casi toda la comunidad internacional, aun-que sólo fuese por razones de comodidad funcional, de que la Consti-tución de 1999 bastaba para que sus adversarios pudieran destronarlo pacífica y electoralmente. El efecto de este mensaje tramposo lo conocemos. Venezuela, induce a pensar aquel juego de manos de Chávez, podrá ser una democracia tan rara y heterodoxa como se quiera, pero nadie debe poner en tela de juicio su naturaleza esencialmente democrática.
Este falso y ostentoso aparataje lo mantuvo Chávez intacto a lo lar-go de todo su mandato. Durante esos 14 años, nadie, excepto sus más feroces enemigos, osaba calificar a su gobierno de dictadura. Desde to-do punto de vista, este fue el fruto más rico de su herencia política, el que le concedió la gracia de poder pasearse por el mundo como un demócrata a carta cabal, aun sin serlo. Un tinglado de valor político in-calculable, que ahora se viene estrepitosamente abajo.
El origen de este fenómeno, lo que estos días comienza a llamase un gravísimo “error histórico”, se produjo cuando Chávez, ya moribundo, con el juicio seguramente nublado por su enfermedad terminal, o por estar bajo la influencia contaminante de los hermanos Castro, tomó la disparatada decisión de nombrar a Maduro su sucesor. Un heredero que a todas luces carecía del carácter excepcional de su liderazgo, quien además, en el terreno de los hechos concretos, era incapaz de conmover a sus partidarios y mantenerlos unidos en la zigzagueante travesía que significaba salir airoso del retorcido laberinto que fue el ensayo de Jorge Giordani por llevarnos al socialismo.
3.
En favor de Maduro, sin embargo, debemos admitir que sus prime-ros pasos como presidente de la República transmitieron señales de que comprendía el problema y estaba resuelto a aplicar razonables co-rrectivos económicos y financieros para rescatar a Venezuela del de-sastre. Hace un año, mientras Chávez se disponía a morir en Cuba, su revolución ya andaba al garete y no parecía estar en condiciones de sobrevivir a los embates de la inflación, la escasez y la insuficiencia de PDVSA para generar los dólares que necesitaba Venezuela para no morir en el intento sin darle un profundo sacudón. Por eso Maduro sustituyó a Giordani por Nelson Merentes, quien recibió la sensata misión de volver a poner en orden, tanto las cuentas indescifrables de la nación, como la menguante crisis del sitiado sector privado de la economía y las ineficientes y corruptas empresas del Estado. De ahí su imprevista reunión con los directivos de Empresas Polar en junio y de ahí su compromiso público de reorientar la marcha de la economía mediante el diálogo y la colaboración con todos. Al margen de las pre-ferencias políticas de cada quien.
Poco duró esta alegría en casa de la democracia venezolana. Sin la autoridad de Chávez, sin su carisma y sin su destreza para manejarse entre tantas contradicciones y salir con vida del empeño, perdió el control de los factores más intolerantes del chavismo puro y de la más anacrónica ortodoxia socialista. O sea, de las víboras que según las de-claraciones de algunos destacados chavistas anidaban en el corazón de la revolución bolivariana, y que en ese momento, huérfanos sin remedio de Chávez, se sintieron en la obligación de rebelarse contra la herejía. Comenzó entonces a escucharse la crítica a su decisión en las penumbras de las catacumbas del régimen, porque de ningún modo esos radicales trasnochados iban a aceptar la cohabitación con el ene-migo que proponía Maduro como pragmática tabla de salvación. Un Maduro, por cierto, que muy poco después, sin voluntad ni recursos para oponerse con firmeza a estas delirantes críticas desde adentro, terminó por rendir las armas de la reforma propuesta dócilmente. La desmesura de sus vacilaciones volvió a imponer el caos en Venezuela, y hoy por hoy, a medida que el país se le escapa irremediablemente de las manos, sabiéndose no apto para enfrentar con mediano éxito el de-safío que le presenta una juventud harta de verse obligada a renunciar a su futuro, Maduro ha cometido el peor de todos sus desvaríos. En lugar de buscar la paz desde el primer momento y por las buenas, de todas las opciones posibles, echó mano a la más torpe y primitiva, la represión, y convirtió una simple protesta estudiantil en el campus de la Universidad de Mérida en un auténtico cataclismo nacional e internacional. De paso, le mostró al país y al mundo exterior las verdaderas señas de identidad del régimen, esas que Chávez, año tras año, había sabido disimular y encubrir con tantísima precisión.
¿Se da cuenta Maduro de las razones para que en menos de tres semanas su pésima gestión de la crisis haya producido el milagro de demoler lo que Chávez, con perversa inteligencia, supo urdir en los 14 años de su Presidencia? No lo creo. Tampoco pienso que se haya dado cuenta, por mucho que repita eso de que Chávez vive y que todos jun-tos somos Chávez, que la verdad más evidente a los ojos de todos es que Chávez ya no existe. Y que él, sin Chávez a su lado, en la peor y más incomunicada de las soledades, no sabe cómo hacerle frente a un mundo que de golpe y porrazo ha dejado de reconocerle al gobierno de Venezuela sus supuestas virtudes democráticas. Por primera vez en 15 años, y de manera irrevocable, el mundo califica ahora a su gobierno, no al de Chávez todavía, de dictadura. Etiqueta terrible que hunde a Maduro en el descrédito y la vergüenza planetaria. Para siempre. Como ocurrió, digamos, con Robert Mugave en Zimbawe.
Conclusión: nos hallamos en medio de una tormenta perfecta, a bordo de un buque que hace agua por todas sus costuras y al que se le ha roto el timón sin que aparentemente nadie de la tripulación parezca ser capaz de encontrar el norte salvador. Llegados a este punto crucial, como hace muchísimos años nos aconsejaba mi profesor de Ética y Estética en la Universidad de Barcelona, el poeta José María Valverde, sólo resta un gesto plausible. “Apaga la luz”, Nicolás, “y vete.” Antes de que sea demasiado tarde para Venezuela.
Armando Durán