Amelia, fe incombustible, por Sebastián de la Nuez

 

Amelia Medina, desde La Consolata, lleva sobre sus hombros una actividad febril a favor de los más desamparados en este país de desamparados. De origen humilde, con una fortaleza de hierro, dice, ante la tragedia que observa cada día en Carapita: «No sé si ya tocamos fondo o si todavía nos falta más. No sé. Lo que sí sé es que no nos podemos quedar con los brazos cruzados, lamentándonos. Tenemos que seguir luchando con uñas y dientes». Ella ha contribuido como nadie a levantar este centro de la mano con la Universidad Católica Andrés Bello. En La Consolata se atiende, entre otros, a niños cuyos familiares están presos

Sebastián de la Nuez

@sdelanuez

Las ciudades poseen una inteligencia, y esa inteligencia es reflejo de quienes las habitan. El filósofo José Antonio Marina dice que las ciudades muy inteligentes producirán mucho capital comunitario. Amelia Medina Rodríguez, sin ser filósofa sino enfermera, produce todos los días capital comunitario en lo más inhóspito y dejado de la mano de Dios de Carapita, al sureste de Caracas.

Hace años, luego de ejercer durante un tiempo su profesión, se dedicó a trabajar por los más desasistidos y miserables de la sociedad venezolana: los presos. Lo hizo desde dentro de las rejas y los muros, mientras pudo, brindándoles talleres o cursos que les permitieran albergar cierta esperanza de reinserción en la sociedad. Eso fue principalmente en La Planta y Yare, junto a otros colaboradores de la ONG Confraternidad Carcelaria. Aguantó un secuestro, aguantó tiroteos; iba varias veces a la semana … Hasta que llegó Iris Varela y les prohibió la entrada. Quizás no quería que vieran los resultados de su proceso de «humanización».

 

LO QUE HAY QUE TENER

 

Amelia, desde hace tres años, se ha afincado en ese cerro para atender a familiares de reos. Que los hay a montones y son los más abandonados de los barrios. La oportunidad vino con la Universidad Católica Andrés Bello y porque unas monjitas que estaban allá fueron trasladadas al interior. Eso da al kilómetro 7 de El Junquito, comunidad El Manguito, calle El Progreso con callejón Caracas. Ella, con la gente del Centro de Salud Santa Inés y voluntarios del Área Social de la UCAB, atienden cada día a 200 niños: refuerzo escolar, un médico dos veces a la semana más las jornadas médicas, paseos, comida, talleres para las mamás (como dice la propia Amelia, para que sean emprendedoras, para que aprendan a quererse más a sí mismas). Detrás de la iniciativa de La Consolata, que así se llama el centro, están, entonces, la UCAB, la parroquia San Joaquín-Santa Ana y la ONG Confraternidad Carcelaria de Venezuela formando un consorcio. La mayoría de los niños que atienden llevan ese sambenito entre pecho y espalda, el de un padre encarcelado, o pertenecen a familias disfuncionales pues uno de sus miembros anda señalado por un delito.

La Consolata es el nombre de la capilla sobre la cual se hizo la casa que se utiliza como sede, que se le dio a este consorcio en comodato durante cinco años. Si el gobierno de Nicolás Maduro se preocupara por los pobres y desasistidos, trataría por todos los medios de replicar esta experiencia en todas las barriadas.

 

AGARRARLOS DESDE BEBÉS

 

La idea es darles herramientas para que se enfrenten de una manera distinta a la vida. La universidad de Montalbán-La Vega se aprovecha en muchos sentidos, pues los alumnos que deben hacer servicio comunitario van a trabajar a La Consolata. Se organizó un taller de liderazgo comunitario con gente del sector, y con ellos se ha montado una dinámica de atención a los ancianos, a las mujeres y a los niños. Se involucró  Médicos Sin Fronteras, trabajando lo relativo a violencia sexual y urbana. Se ha buscado la manera de recabar medicinas. En fin, se las apañan.

Amelia se pone a enumerar los problemas y no termina nunca. Dice que la deserción escolar es terrible: si el niño tiene el pantalón, le falta la camisa, si tiene camisa y pantalón, le faltan los zapatos… y así. Lo peor es la escasez de comida. Cuando llegaron allí hace tres años (se refiere al equipo que lidera) no se habían planteado el problema de la comida, pero se dieron cuenta de que, sobre todo en las mañanas, había mucha inasistencia. Se pusieron a averiguar. Resulta que las madres prefieren que los niños sigan durmiendo, si es posible, toda la mañana: así no tienen qué darles de desayuno. Se realizó un estudio antropométrico y arrojó altos grados de desnutrición. Y parasitosis, sarna, piojos; pasan dos meses y no llega el agua. En una casa pueden vivir cinco hermanos pero de cinco hombres distintos.

 

—Ahí vamos, poniendo paños de agua caliente, Sebastián. Niños de sexto grado que no saben leer, o de cuarto grado que apenas conocen las vocales, y el liceo les está vedado porque allí no tienen ninguna oportunidad de competir. Tratamos de ayudarles en su nivelación para ver si les conseguimos cupo en alguna granja de Fe y Alegría.

 

Hacen paseos con los niños, días de recreación los llaman, para que salgan de esa zona. Los llevan a El Junquito, a la universidad, a conciertos (les han regalado entradas para el teresa Carreño y para el centro cultural de Chacao). Dice Amelia que es necesario que los niños vean otros ámbitos de la ciudad donde han nacido. Al principio había niños que jamás habían bajado ni siquiera a la Intercomunal de Antímano. Pregunta Amelia:

—Y dime, ¿cómo soñamos con lo que no conocemos, Sebastián? Esos niños no tienen ninguna oportunidad porque sencillamente no conocen otra cosa.

Se llega o se sale en Jeep de allá arriba, y tampoco es tan fácil:

—No hay cauchos, se está acabando el aceite, todos los repuestos cuestan millones. Todo se está destruyendo. La gente camina desde la punta de ese cerro hasta abajo y vuelve a caminar para arriba, porque los pocos Jeeps que quedan cobran 10 mil bolívares el pasaje, y con diez mil bolívares puedes comprar medio kilo de sardinas, que es la proteína que se está comiendo porque el kilo de pollo está en un millón.

Del gobierno hacia La Consolata no hay apoyo alguno.

Amelia tiene tres hijos, los tres bien encaminados. La menor, Bárbara, acaba de tener un bebé, es educadora y la acompaña en las tareas de La Consolata. El esposo de Amelia se llama Eloy Rodríguez y es comerciante.

 

—Debes tener una gran vocación para hacer lo que haces, Amelia, incluso religiosa.

—Hasta el momento ellos han conocido pura gente que los engaña, y no puedes llegar hablándoles de Dios en las condiciones infrahumanas en que viven. Van conociendo  a Dios a través de ti, por lo que tú les das, no lo material sino lo que les das como persona, para que lleguen a considerarte realmente como hermano. Eso se ha logrado. Ya los niños reconocen el centro, reciben y dan un abrazo; sienten que están viniendo a su casa, les recalco que somos una familia. Una familia liderada por Dios, que es el Padre que nos une a todos.

—Si tuvieras el poder suficiente, ¿qué harías contra la pobreza?

—Los problemas son los mismos en todas estas comunidades: la miseria es igual en todas partes. Yo diría educación. Educación verdadera. Salud, que tuviese acceso todo el mundo a la salud. Niños sanos. Que el niño llegue a la guardería y lo alimenten bien; que luego pase a preescolar y le enseñen a leer mientras lo siguen alimentando bien, para que llegue con ese cerebro funcionando perfecto a la primaria. Ya tendría la batalla ganada para hacer una buena primaria.

Dice que su sueño allá arriba es ese, agarrarlos desde bebés, porque han encontrado niños completamente desvalidos, sin ninguna oportunidad de competencia:

—¿Cómo sales de ahí si no te dan ningún tipo de oportunidades para poder hacerlo? Y si sales, cómo compites si no sabes leer ni escribir. Y además está toda esa violencia intrafamiliar, comunitaria. Desde que estamos ahí han matado a cuatro personas, ves cómo los matan y luego simulan el enfrentamiento. Listo. Caso cerrado. A dos de las niñas que tengo allá les mataron al papá, que era malandro. Lo mataron dentro de la casa. Pararon a la madre un poco más allá y le dispararon al señor.

 

LISTA DE ESPERA

 

Cuando tenía seis años hizo la primera comunión por cuenta propia, se iba sola a la capilla más cercana a su casa y allí la prepararon. Las mismas monjas le confeccionaron su vestido para la ceremonia. Después se la quisieron llevar a un convento, se veía que la niña tenía vocación, pero el papá se negó rotundamente.

Hay una lista de espera en La Consolata: la necesidad crece. Por eso ahora, junto a la gente de la UCAB, buscan una planta física más grande, que pueda albergar más niños. En su voz, la voz cálida y gruesa de Amelia, resuena cierta desesperación. Saca a colación otra actividad: dan cursos a las madres para que afronten la realidad tal cual se presenta:

—Vamos a hacer un curso de cocina vegetariana, ¿por qué?, porque lo que se consigue acá son mayormente vegetales y cero proteínas. O sea, cómo le soluciono al muchachito la comida con una papa y un tomate, por ejemplo. Cosas así. ¿Sabes lo que está pasando aquí, Sebastián? Que a los muertos los están velando en colchones, y llevándolos al cementerio en bolsas negras porque la gente no tiene con qué comprar la urna. Allá en La Guaira, donde vive mi hija, buscan lo que llaman una tumbona abandonada, esa silla larga de playa. Allí acuestan al muerto, le echan una bolsa de cal por encima y lo velan.

Esa es la realidad de Amelia cada día, y no pierde la fe por nada del mundo. Una energía más poderosa que cualquier desgracia la alimenta por dentro. Ella es de Petare. Se la llevaron a los 4 años para Antímano, pero nació en Petare.