Vida y muerte de Sofía Ímber: Un testimonio personal
Vida y muerte de Sofía Ímber: Un testimonio personal

@diegoarroyogil

Ha transcurrido un año desde la muerte de Sofía Ímber y tengo la doble sensación de que fue hace más de un año y de que fue hace menos de un año que murió. La muerte de personas a las que uno quiere o admira mucho –al principio, yo admiraba a Sofía más de lo que la quería, y terminé queriéndola tanto o más de lo que al principio la admiraba– nos altera considerablemente la percepción del tiempo humano. En el orden del tiempo humano, la gente nace, vive y se muere. El afecto, cuando es herido por la pérdida, lo cambia todo. Una de las grandes preocupaciones de Sofía era precisamente esa extraña relación que se establece, para los que quedan vivos, entre el tiempo y la muerte después de la muerte. Ella mencionaba, por ejemplo, a Carlos Rangel, su segundo esposo, o a su hijo Pedro –ambos fallecidos antes que ella–, y hablaba de ellos en presente, como si estuvieran en la sala o en la cocina, pero, al cabo de un rato, se ponía a decir lo mala que es la muerte, “porque cuando alguien se muere, desaparece para siempre, deja de existir, y mí eso me choca mucho”.

Era un ser fascinante Sofía. Tenía un mundo interior complejísimo que, aunque a veces te podía desconcertar e incluso desesperarte, te hacía conocer giros de la inteligencia que tú no te imaginabas que pudieran mostrarse con tanta naturalidad mientras te tomabas un trago con una amiga, que era ella, una noche cualquiera. Cuando yo comencé a frecuentarla, Sofía acababa de cumplir 89 años. Lo recuerdo muy bien porque ordenó que me sirvieran un pedazo de una torta de chocolate que, según ella, era la mejor del mundo, “pues no tiene harina”. Educadamente, aparté el postre y le dije que no, que muchas gracias. Me miró con sus ojos de tigre, como brasas.

–Esa torta me la manda Patty Phelps todos los 8 de mayo. Yo la estoy compartiendo contigo y tú la vas a rechazar.

El 8 de mayo era el día de su aniversario y acababa de pasar: la torta de la señora Phelps aún estaba fresca. Yo sonreí y cogí el plato. “Con que esta es Sofía –pensé–. La fama no es de gratis”. Era la primera vez que ella y yo nos sentábamos a conversar y ya me llevaba a su terreno: allí donde quien entraba estaba obligado a librar con ella el buen combate. Nunca, en adelante, a lo largo de los miles de encuentros que tuvimos, dejé de sentir el reto que era estar con ella. Nunca me aburrí. Jamás. Nunca dejé de aprender algo. Nunca, tampoco, me dejó ir sin confiarme que yo también le había enseñado algo, o que, por el contrario, ese día no le había enseñado nada en absoluto.

–Hoy estuvimos mal, Dieguito. Yo estoy estúpida, y tú, callado –y canturreaba–: “Te vas, sin dejar una huella en el camino” –como dice la copla del Amor Viajero.

Mis amigos no entendían. ¿Tres horas, dos días a la semana… con Sofía Ímber? Y es que a veces eran más de tres horas y más de dos días a la semana. A veces yo iba de lunes a viernes, y también el sábado y el domingo, desde el mediodía hasta las siete de la noche, o desde las cinco hasta las diez… No, mis amigos no entendían. Hasta que comencé a invitarlos a ir conmigo a visitarla. Y ella, que ya confiaba en mí, me sometía sin embargo a un exhaustivo interrogatorio… ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué hace? ¿Qué edad tiene? ¿De dónde se conocen? ¿Bebe? ¿Le gusta el maní?, porque lo único que tengo para ofrecer es maní, aunque puedo mandar a hacer unos tequeños… Mentira. Los días de doble o triple visita Sofía era tan espléndida como siempre: ponía whisky, cervezas, café, maní, merey, tequeños y, si daba la hora de comer, que era lo usual, pedía sándwiches de muerte lenta, además de pasta seca y dulcitos. Y mis amigos, abrumados, preguntaban: “Me vas a volver a traer, ¿verdad?”. Y Sofía, que no perdía ocasión de ejercer su influencia avasallante, salía de inmediato al quite:

–¡Claro! No hace falta que él te invite. Tú ya sabes dónde vivo.

–Antes fue sábado que domingo –soltaba yo, para provocarla.

–¿Te das cuenta? –se dirigía ella a la visita–. Diego me quiere tanto que no soporta competencia.

Sofía amaba muchas cosas, pero por sobre todas amaba la juventud. No me refiero solo a la juventud del cuerpo, cuya belleza sin duda la entusiasmaba, como supongo que a todos. (Al que no, ese sí está muerto). Hablo de la juventud de la propia vida, de ese no enmohecerse a pesar de lo difícil que es vivir, a pesar del sufrimiento, a pesar de los malos entendidos, a pesar de los errores, a pesar del odio y del amor. A pesar de uno mismo y de todo lo que existir implica.

No creo cometer una infidencia al contar que Sofía adolecía de una condición bastante inusual. Una condición anímica que ella descubrió cuando tenía, apenas, 21 años, en 1945. En ese momento ella no supo decir ni decirse bien de qué se trataba, pero con el tiempo, gracias a la ayuda de especialistas, lo puso en claro. Gracias al doctor Daniel Lagache, una eminencia del psicoanálisis en el siglo XX, Sofía supo que su interioridad era un caballo desbocado, un caballo que le exigía que tomara conciencia de su propia energía y que la condujera para que no destruyera su vida. Lo explicaré como ella y yo nos lo explicábamos a nosotros mismos cuando hablábamos del asunto: a Sofía el solo hecho de existir le causaba angustia. Así mismo, léase bien: a Sofía el solo hecho de existir, el solo hecho de estar viva, le causaba angustia.

–Pero, ¿angustia de qué? –le preguntaba yo.

–De nada –decía–. Eso es lo peor, que no es angustia de nada. Angst, le llaman los alemanes, una cosa que parece que te ahoga por dentro.

Me costó un buen tiempo captar la singularidad del fenómeno, hasta que un día todo se hizo evidente, y Sofía, que ya era un ser especial para mí, se convirtió en algo más que eso. Se convirtió en una criatura excepcional, de esas que sabes que vas a conocer solo una, dos, máximo tres veces en la vida. Como decir que conociste a Jeanne Moreau, o a Saint Laurent, o a Chanel, o a Diaghilev. Todo se hizo evidente, no porque Sofía hiciera algo en particular, sino porque el misterio se dio la vuelta para revelarse solo. Se hizo evidente que ese caballo que era su interioridad, y que le provocaba una angustia que ella odiaba, era su don. Esa angustia era su mayor virtud y su mayor defecto. Su ángel y su demonio. Su duende tutelar. Su inmensa fuerza. Su magnetismo animal. Esa angustia era el combustible que la había llevado a hacerse a sí misma, que la había llevado a ser Sofía, un ser humano con quien el mundo no había perdido su tiempo.

Por esto y más, cuando, la madrugada del 20 de febrero de 2017, me llamaron para avisarme que había muerto, dije que no podía ser. La muerte de personas a las que uno quiere o admira mucho –al principio, yo admiraba a Sofía más de lo que la quería, y terminé queriéndola tanto o más de lo que al principio la admiraba– nos altera considerablemente la percepción del tiempo humano. Era como si me dijeran que se había muerto la naturaleza. Ha transcurrido un año y tengo la doble sensación de que fue hace más de un año y de que fue hace menos de un año que murió.

–Yo no soy mujer de estar dos días en ninguna parte –me dijo una noche. Y yo entendí: cuando Sofía llegaba a tu vida, se instalaba para siempre.

A mí me parece ver en la distancia dos ojos de tigre, como brasas, que siguen amando la vida y odiando la muerte.