Los malandros en Caracas son "burda de panas" - Runrun
Los malandros en Caracas son «burda de panas»
El más reciente estudio de la encuestadora Datanálisis revela que el desabastecimiento de productos de la cesta básica ha ocupado el primer lugar en las preocupaciones de los venezolanos, desplazando al -hasta ahora invicto- fenómeno de la inseguridad personal. Durante un breve instante, una decena de venezolanos restableció el antiguo orden, a la fuerza

 

@AdrianitaN

AL SUBIR A LA CAMIONETA, QUE EN MINUTOS RECORRERÁ la avenida Baralt de punta a punta, empieza el inventario mental. ¿Llaves? Sí, no hubiese podido salir sin ellas. ¿Lonchera? Sí, por fortuna mamá consiguió con qué hacer almuerzo para hoy. ¿El libro que compré ayer en la Librería del Sur “a ver qué tal”? Sí, primeras páginas leídas. ¡Muy importante! ¡El billete de 50 bolívares para pagar los tres pasajes de hoy! Aquí está, en el bolsillo chiquito de la cartera.

Hace casi ocho años en esa esquina de Quinta Crespo vibraba RCTV. Ahora, en los primeros días de febrero de 2015, el fantasma del canal de televisión es el punto de referencia para llegar a una distribuidora de pollos que vende sus productos a precios regulados.

Un hombre calvo sube a la camioneta y se sienta en el puesto del colector; mira con desdén a la fila de más de cuarenta personas que esperan su turno para comprar aves beneficiadas, sacude la cabeza e increpa al conductor: “¿Ves que la guerra económica sí existe? ¿Qué necesidad tiene esa gente de estar haciendo cola, bajo esa pepa de sol?”. El conductor arruga la cara y fija otra vez los ojos en la ruta de todos los días.

“Es que sinceramente, hay países que están peor. Chile, ¿ves?, ahí todo es privado. En España, la cosa ahí sí está bien mala. Aquí no estamos tan mal”, suelta el copiloto, decidido a “convertir” al compañero recién conocido. El chofer se mantiene reacio, con los ojos en la ruta. “Es que sí, aquí la guerra es con los productos de primera necesidad, la caída es con eso”, detalla el hombre. En el Farmahorro de Quinta Crespo la cola se mantiene, como el conductor, impávida.

A la altura de la Plaza Miranda aborda el autobús una pareja. Una mujer, vestida con una camisa de licra, color azul agua, y un leggin con estampado de colores; un hombre vestido con chemisse blanca y un bluyin. La mujer se ubica al fondo, el hombre es el encargado de dar el discurso. Alguien de su familia fue apuñalado y necesita del dinero que está en nuestras carteras para poder operarlo. Los latidos del corazón no dejan escuchar más detalles sobre el caso; resuenan, amplificados, en todo el cuerpo: en la garganta, en el estómago, en el pecho, en los oídos, en las sienes.

La inseguridad volvió a preocupar más que la escasez de alimentos, por un momento, a esa decena de venezolanos. “Aquí todos tienen que colaborar”, aclara el hombre, amenazante. Su mano está guardada en un koala negro que lleva atado a la cintura. Nadie quiere averiguar qué es lo que guarda allí. Puede ser un arma, puede ser un informe médico, puede ser la arepa de esta mañana. A nadie le importa. Que el “espanto” por donde vino, se vaya.

Los ocupantes de los primeros puestos, diligentes, hurgan en sus bolsos; sacan billetes de 2, 5 y 10 bolívares, las monedas del fondo de la cartera. El hombre calvo mira hacia atrás, confundido, desde el puesto de copiloto. Yo solo tengo un billete de 50 bolívares con la cara de Simón Rodríguez y un oso frontino estampados, verde, enrrolladito en el bolsillo pequeño de la cartera. Todavía quedan tres pasajes por pagar.

Llega mi turno de pagar la “vacuna”. Trato de hacerme invisible, pero ya los latidos del corazón parecen sonar afuera de mi cuerpo. La alternativa es negociar. “Epa, agarra diez. Déjame para el pasaje”, digo. El hombre del bluyin sonríe con sorna y el gesto delata las profundas marcas en su rostro. Benevolente, decide regresarme un puñado de billetes de dos bolívares. “Agarra treinta y vas bien, mami”, sentencia, burda de pana, y sigue cobrando.

Separo los ocho con cincuenta que debo pagar ahora y guardo el resto en cualquier parte de la cartera. El hombre calvo se acomoda en el puesto de copiloto y mira hacia el frente. Las palabras que continuó diciendo, como si nada, quedaron opacadas por el sonido del corazón que late al son que el miedo le toca.