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Víctor Maldonado C. Sep 01, 2020 | Actualizado hace 1 mes
Casitas de muñecas

@vjmc

Los sistemas políticos tienen sus instituciones. Las democracias se encarnan en un conjunto de mediadores, de instancias intermedias que compiten para expresar lo mejor posible la voluntad de los ciudadanos. De todas ellas, las instituciones partidistas son las más determinantes porque aspiran al poder y pretenden imponer la implantación de ideales con objetivo político.

Los partidos políticos ofrecen a su feligresía cargos, acceso privilegiado a los centros donde se toman las decisiones, y también un ideal de sociedad por la que se comprometen a luchar.

Max Weber, al desarrollar su prominente Sociología del Estado, señala que la política es una empresa de los interesados. ¿A qué se refiere? A que la dedicación política es de tiempo completo, lo que deja fuera a buena parte de los ciudadanos cuyo deber cívico se limita a identificar cuál de las opciones partidistas representa mejor sus intereses. Solo una minoría, sostiene Weber, están interesados en la participación en el poder político, y son ellos los que crean, mediante reclutamiento voluntario, un séquito, un grupo de adherentes; se presentan ellos mismos o sus patrocinantes como candidatos electorales, reúnen dinero, y salen en busca de votos.

Los partidos políticos solamente tienen sentido en ambientes democráticos con condiciones de marco suficientemente sólidas como para que tenga sentido la competencia por el poder y representación, que nunca debería ser para el unanimismo, sino para lograr una mayoría que permita el intento de gobernar. En el transcurso son muchas las negociaciones que se deben acometer, y muchos los sapos que se deben tragar.

Pero tenemos un problema a la vista. En condiciones de franco deterioro democrático, o cuando las tiranías ejercen el poder totalitariamente hasta transformarse en un ecosistema criminal, el papel de los partidos se desdibuja hasta hacerse espectral.

Porque sin elecciones no hay una ruta legítima para la toma del poder. Y el esfuerzo consiste entonces en hacer todo lo posible para restaurar las condiciones democráticas. ¿Cómo se logra eso?

También Weber diría que a una organización solamente se le puede enfrentar con otra organización. Es iluso pensar que a un ecosistema narco criminal se le pueda vencer desde el diletantismo o el heroísmo personal. Nada más lejos que esa posibilidad. Por lo tanto, un político responsable tiene que valerse de una unidad social que, de manera continua y sistemática, sea capaz de producir resultados. O sea, no hay ninguna probabilidad de éxito para un político que no cuente con el respaldo de un partido. ¿Cuál es el producto de la acción política? ¿Cuáles son sus condiciones?

El producto de la empresa política, en el caso venezolano, es lograr un cuarteto de condiciones que permitan salir del atolladero totalitario: un partido político debe producir líderes con poder que sean capaces de decidir estrategias, que se transformen rápidamente en resultados. Hay una paradoja que debemos revisar: para alcanzar el poder necesitas acumular poder. ¿Cómo se acumula poder? Tiene que ver con atractivo, credibilidad, principios y trayectoria. Como ocurre en otros casos, un político tendrá poder en la misma medida que la gente reconozca que su papel puede ser determinante en la ocurrencia de un hecho político. Suena como el perro que se muerde la cola. Pero la verdad es que el poder trae más poder, y probablemente debamos reconocer que el principio de todo poder son los resultados.

Cuando los políticos viven y luchan en ambientes democráticos el principal resultado es ganar elecciones, o perderlas. Pero ¿qué resultados se pueden demostrar en ausencia de elecciones? La evidencia es mucho más compleja, y requiere que se haga más evidente lo que en otra situación se da por descontado. 

El político venezolano que trabaja en condiciones tan adversas tiene que ingeniárselas para tener impacto en la gente e influencia en la determinación de los resultados.

Y ambas cosas se retroalimentan mutuamente, por lo tanto, debe demostrarlas constantemente.

En el caso de los políticos el poder también es la capacidad para movilizar los recursos que necesita con el fin de lograr sus objetivos. Es muy importante diferenciar liderazgo de poder. Puedes ser muy popular y también muy incapaz. Puedes sumar simpatías, y sin embargo no tener capacidad alguna para transformar la realidad a tu favor. Una de las tragedias de la situación venezolana es que se privilegia la simpatía a la eficacia. Es lo que he llamado en otros artículos “la erotización del poder”.

Política, poder y realidad

Política, poder y realidad

En ambientes totalitarios el objetivo debe ser construir organizaciones políticas fuertes y vigorosas, con capacidad de contraste en la exhibición y defensa de sus ideas y propuestas, y también en su capacidad de realización. Analizar la taxonomía de los partidos venezolanos nos muestra que, en la mayor parte de los casos, no se cumplen las mínimas condiciones para conferir el estatus de organización a buena parte de ellos. Vamos a estar claros, son cascarones vacíos, actas constitutivas que se llevan bajo el brazo, sin liderazgo, sin poder, sin militancia, sin ideales, y sin eficacia.

Una organización política no es una casita de muñecas en la que aspirantes a políticos juegan con sus monigotes.

Un político serio y consistente es capaz de edificar instituciones, y en eso pone en juego su liderazgo. No compra un “sultanato político”, no exige prebendas ni privilegios fundacionales, no simula una trama organizacional.

Estatuye un partido, convoca a sus militantes, diseña los niveles estratégicos, respeta sus instancias deliberantes, valora y se somete a las decisiones tomadas, y a las instancias donde se deciden, usa los canales oficiales para comunicar a los diferentes niveles de su organización, reconoce y se vale de los mecanismos de retroalimentación y feedback, y al final no se permite la tentación de la soberbia, que entre otras cosas transforma al partido en el altavoz del líder, sino que asume el rol de ser el vocero del partido, de sus decisiones, de sus deliberaciones y de sus aspiraciones. Claro que para eso el político debe contar con un partido de verdad.

En ese juego constante de compensaciones mutuas que se dan entre la organización del partido y su líder principal, hay más de una tentación. El permitir la adulación como sistema preferencial de acceso; el crear clanes, grupos de amigos, y accesos privilegiados para la toma de decisiones, que comprometen al partido, pero que se toman fuera del partido. El desborde de las atribuciones de los grupos cercanos, y el manejo de los recursos, sin presupuesto, sin rendición efectiva de cuentas, y usándolos como mecanismo de coerción y veto de los que no se someten. Un buen líder no tiene problema alguno en respetar la institución y en entender que solo mediante un buen desempeño institucional podrá hacer la diferencia.

Los líderes políticos suelen ser ocurrentes. Se endiosan y creen que todo lo que se les pasa por la cabeza puede ser posible. Creen que deben producir una nueva idea todos los días, y por esa razón son sus principales enemigos de la lógica estratégica. Sus cercanos adulan y refuerzan esa distorsión de la realidad. Por más rocambolesca que sea una de esas ideas, los adulantes se revientan los sesos para conseguirle algún atributo positivo. Se constituye una corte que evita por todos los medios cualquier señalamiento disidente. Y se establece una moral de conveniencias, en la que lo único importante es que todos se sientan a gusto. Así, poco a poco, se van creando las condiciones para “el cesarismo autoritario”. La casita de muñecas está lista para jugar a la política.

Los partidos no son clubes de fans. O por lo menos, no deberían serlo. Nada más patético que una organización erotizada. Suelen ser peligrosas y más temprano que tarde, fuente de fiascos. En los partidos bien organizados hay normas, roles y sistemas de autoridad que se respetan. Cuando son verdaderamente democráticos (y esto no tiene que ver necesariamente con la cualidad del ambiente) tienen rituales de renovación de sus autoridades, y por supuesto, mecanismos de rendición de cuentas. Un dato: así como los líderes manejan sus partidos, de la misma forma pretenderán dirigir el gobierno, de tener oportunidad.

El caso venezolano es muy aleccionador. Los partidos no renuevan sus autoridades. No rinden cuentas. No suelen tener tolerancia democrática interna. Sus líderes son la primera y última palabra de todo lo que hacen.

Todos rinden un indebido culto a la personalidad, y toleran los equívocos de sus liderazgos a costa, incluso, de la suerte del país. Venezuela está sumida en un abismo del que no puede salir porque, entre otras cosas, vivimos y sufrimos una desgraciada guerra entre caudillos insensatos que han monopolizado los recursos del poder y cierran cualquier posibilidad a una opción distinta. Por más de una razón los ciudadanos se sienten abandonados y huérfanos de cualquier representación. La oferta política es irresponsable y demagógica. Nadie da explicaciones de por qué resulta ser así. Claro que tienen de su parte la excusa de vivir una época extrema.

Un partido político es más que un color y un lema. Es una organización, o por el contrario es nada más que una ficción de la que se valen algunos en el vano intento de tomar el poder. Porque vamos a estar claros, un político puede tener su casita de muñecas, pero con ficciones no se construyen realidades estables. Gobernar un país es cosa de muchos que se articulan. El peor pecado es el diletantismo. Y los partidos, entre otras cosas, proveen los cuadros con quienes armar rápidamente una estructura de gobierno. Los totalitarios siempre son un fiasco, entre otras cosas porque no se puede concentrar todo el poder sin llegar a corromperse y sin destrozar una época.

Quiero terminar citando al profesor Hugo Bravo (@HBravoJ): “El verdadero liderazgo se reconoce porque tiene claridad estratégica, capacidad para ejecutar y sobre todo entrega resultados. Es humilde para oír y corregir, tiene el coraje tanto para decir y honrar la verdad, como para sortear los avatares en la consecución de sus objetivos. El liderazgo es un proceso de ejemplo y persuasión, y será tan bueno como sea la calidad del que pretende liderar, como la de aquel que es liderado. No hay buenos líderes sin buenos seguidores, el trabajo se hace en equipo, y de acuerdo con los valores compartidos y vividos por todos”.

victormaldonadoc@gmail.com

 

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

¿Qué hay detrás de la resolución que autoriza el uso de fuerza mortal contra manifestaciones? por Andrés E. Hobaica

GacetaOficial

 

El martes 27 de enero fue publicada en Gaceta Oficial una resolución del Ministerio del Poder Popular para la Defensa, donde se autoriza el “uso de la fuerza potencialmente mortal, bien con el arma de fuego o con otra arma potencialmente mortal” como mecanismo para garantizar el «orden público, la paz social, convivencia ciudadana», etc., etc.

No hace falta hablar de la contravención flagrante al art. 68 de la Constitución que prohíbe textualmente lo que la mencionada resolución pretende permitir. Pero, ¿Cómo no se percata el Ministro de la Defensa que está dictando un acto administrativo evidentemente inconstitucional? ¿Porqué autorizar o legitimar actuaciones que los cuerpos de seguridad del Estado vienen desarrollando de hecho?, y peor aún, ¿Cuál es la razón para hacer manifiestamente pública esta inconstitucionalidad?

Para entender como funciona un régimen totalitario (bien sea comunista, socialista, fascista, da lo mismo) hay que sentar unos principios para interpretar sus acciones, cual es su motivación y finalidad. Los regímenes comunistas intentan de implantar una especie de mundo al revés,  donde nada es lo que parece, y cuando creemos que una intención no puede ser más transparente, hay que dudarla, pues seguramente esa certeza es el disfraz perfecto para sus fines ocultos.

Entonces, ¿Qué debemos pensar cuando un Estado que viola sistemáticamente derechos humanos viene un día con una resolución que autoriza el uso de armas de fuego para reprimir manifestaciones pacificas? La respuesta más obvia es que el Gobierno quiere valerse de armas potencialmente mortales para dispersar protestas, y pretende hacer pública su intención como mecanismo de represión anticipado para poder así evitar que se configure un clima de protestas generalizado que lo ponga en la palestra pública internacional, tal como ocurrió a principios del 2014; pero, que este año, por la intensificación del descontento, ese ambiente si puede ser capaz de privarlos finalmente del poder. Esta hipótesis es absolutamente lógica y consistente con la agenda revolucionaria, y seguramente es el propósito que tuvieron en mente quienes dictaron la controversial resolución.

Sin embargo, como dije, las intenciones comunistas nunca son transparentes, y con un Gobierno como el venezolano (cuya supervivencia guinda de un hilo) hay que ser extremadamente escéptico y desconfiar de cualquier señal que nos mande. Mi suspicaz opinión es que, ante la delicada situación política, económica, social (y ahora hasta alimentaria) el Gobierno no tiene mecanismo para ocultar su ineficiencia, no tiene excusa para justificar a donde fueron a parar cientos de billones de dólares, cómo la implantación de un sistema de planificación central nos llevó, en el medio de la bonanza petrolera más grande de la historia, a una potencial hambruna.

No hay nada más peligroso que un pueblo hambriento, y cuando llegue la desesperación, ellos saben a quien se van a ir a comer vivos. El Gobierno necesita de un hombre de paja, y hará uso de su hegemonía comunicacional e inmensa maquinaria propagandística para crear un enemigo común, un pretexto para atribuirle la causa de la escasez, en fin, doblar la verdad para encontrar el “culpable” del hambre.

La creación de este enemigo común se facilita si surge un ambiente de caos análogo al de febrero-abril de 2014. De esta manera, la causa de la escasez será la anarquía y no la ineficiencia gubernamental; el enemigo común no será el Estado sino los mercenarios guarimberos financiados por las mafias capitalistas; la solución será la eliminación de los complots internacionales obsesionados con asesinar a Maduro, y no la erradicación de un modelo político-económica que ha demostrado ser, reiteradamente, obsoleto.

Cual sería su salida: incitar a la gente a manifestar, a los temerarios que quieran poner en prueba esta resolución, aun cuando sabemos que el Gobierno no necesita de habilitación normativa para violar derechos humanos, ya que lo viene haciendo desde hace años. Aun cuando se trate de una protesta espontanea o insignificante, cualquier muerte, aunque sea de un manifestante será más que suficiente para encender la mecha que nos conduzca a su añorada anarquía. Así, el Estado logrará su propósito, desviará la opinión pública de la escasez y el hambre, hacia al desorden, la represión y la muerte; pues para ellos es menos vergonzoso el segundo escenario que el primero. Entonces, el fin de la resolución no sería prevenir las manifestaciones, sino más bien de excitarlas.

Sé que esta hipótesis puede parecer un poco disparatada, incluso rebuscada. Pero quiero recalcar el sinsentido jurídico de la resolución emitida por el Ministerio el Poder Popular para la Defensa el pasado 27 de enero. Lo demostraron durante los hechos de febrero-abril de 2014, ¿Acaso necesitaron de alguna normativa para el uso indiscriminado de la fuerza en ese entonces? La resolución no sólo carece de fundamento jurídico (por ser manifiestamente inconstitucional), sino que además de ser arbitraria es innecesaria, si algo hemos aprendido en estos 15 años es que no hay ley que limite o que guíe la actuación del Estado venezolano. La razón de esa resolución, repito, es provocar, incitar la manifestación para instigar la anarquía, para que sirva como pretexto de la crisis (económica).

Puede que mi teoría resulte desacertada, pero mi propósito no es predecir el nublado futuro venezolano, sino reiterar la desconfianza que genera todo mensaje emitido por el Gobierno. No se puede creer que el verdadero propósito que se desprenda de la mencionada resolución sea el más obvio, y esto aplica, mutatis mutandi, para cualquier otro mensaje del Estado venezolano. Es sumamente ingenuo pretender que los fines de este Gobierno sean tan transparentes y evidentes.

En fin, no quiero proporcionar respuestas, lo que quiero, por ahora, es sembrar una duda.

@ahobaica

Ene 05, 2015 | Actualizado hace 9 años
Venezuela: una nación destruida por Luis Carlos Vélez
MADURO

Los regímenes totalitarios, como el de Nicolás Maduro, viven en un mundo imaginario donde la verdad es sólo aquella que les conviene.

Esa realidad paralela, donde abundan los borregos y los áulicos, está construida bajo la premisa de que el único bueno es el líder y lo demás, que pueda hacer pensar de una manera diferente, es la encarnación de lo prohibido, lo enemigo y lo detestable.

Venezuela sólo da pasos hacia atrás desde que Hugo Chávez entró al poder. Sin embargo, ese ritmo de destrucción se ha acelerado desde que su sucesor, Nicolás Maduro, es presidente. Desde entonces, la nación ha puesto el pie en el acelerador en el camino hacia el despeñadero económico, llegando formalmente la semana pasada a la recesión.

Nunca antes ese país, otrora envidia de millones en América Latina, había estado en peores condiciones económicas. Sólo en 2014 su inflación fue superior al 60%, una de las peores en el planeta, y su crecimiento por dos períodos consecutivos, negativo.

Esta situación se ejemplariza con tan sólo recorrer las calles de Caracas. Hacerlo es una invitación a la muerte y la melancolía. Tan sólo el camino del aeropuerto de Maiquetía al centro de la ciudad es una lotería. La vía es una de las más accidentadas y violentas del continente. El viaje, de una hora de duración, es una verdadera carrera de obstáculos. El recorrido se hace a gran velocidad, evitando cruzarse con camionetas de vidrios negros que cierran a los otros autos y que ante la más mínima provocación dejan ver a sus pasajeros armados y dispuestos a disparar. Tampoco se puede confiar en la fuerza pública, ya que si identifican que la tripulación es extranjera, harán todo lo posible para amedrentarla y, en el mejor de los escenarios, buscar un soborno. Y ni hablar de las pandillas armadas de motociclistas vestidos de rojo revolución, que a altas velocidades, y usando sus bocinas para ensordecer a los demás, arrinconan los autos golpeando sus espejos laterales y puertas con el único objetivo de mostrar fuerza, al mejor estilo de Mad Max. De los años de opulencia anteriores a Chávez y Maduro sólo quedan unas autopistas viejas que, como en La Habana, hacen entender que alguna vez en el lugar reinó la prosperidad.

El socialismo del siglo XXI destruyó Venezuela y los valores de la mayoría de sus habitantes. Ese modelo económico romántico y adusto no sólo acabó con la industria del país, sino que también creó un modelo económico alterno de sobornos y aprovechamiento de la ley que únicamente le generó beneficio a quien, dentro del Gobierno, tenía las armas y la fuerza para someter a los demás.

La tasa de cambio siempre fue testigo de los abusos. Y aunque desde el palacio de Miraflores hicieron todo lo posible para decir que las devaluaciones de la moneda eran producto de una guerra económica y se crearon tasas de cambio alternas para esconder el problema de fondo, siempre mostró que los desbalances económicos eran reales e insostenibles.

Ahora ya no hay petróleo caro para financiar la rampante corrupción ni la ineficiencia de los agentes gubernamentales.

Tampoco hay un líder fuerte para que a punta de rifle, insultos, y miedo mantenga la sumisión y el orden ficticio que ese tipo de regímenes crea. Y para cerrar el cuadro, cada vez es menor el respaldo internacional. Sin plata no hay cómo comprar conciencias en el continente, ni mucho menos para financiar el Alba o canales de TV para distribuir el lavado de cerebro. Ahora, con los acercamientos entre EE.UU. y Cuba, Maduro se quedó sin el demonio al que echarle la culpa. Una que sólo le pertenece a él y su imposibilidad de gobernar.

En plena campaña política para las más recientes elecciones presidenciales en Venezuela, le pregunté a Henrique Capriles para qué quería ser presidente de un país que en el corto plazo se iba a reventar económicamente. Me respondió que era su deber y que el país no aguantaba más. Efectivamente, el país no aguantó más. Ahora que está reventado, la verdadera revolución para acabar con este período de espejismos cubanos revolucionarios, debe comenzar.

 

El Espectador