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Alejandro Armas May 13, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
Oligarcas gritones ante un espejo

Espejo

 

Este régimen aspira a ser tan, pero tan revolucionario que ha decidido revolucionar hasta el idioma castellano. Imagino que sus cabecillas pensarán que la patria de Bolívar y Chávez no debe arrodillarse ante el mandato de la Real Academia Española, ya que eso sería colonialismo lingüístico, una capitulación del verbo rebelde ante Rajoy y otros malvados que no han entendido que Venezuela ha decidido ser libre en todos los sentidos.

Ergo, se han dado a la antiimperialista tarea de retorcer a su antojo las leyes del idioma. ¡Y miren que en eso de deformar normas son buenos! Para muestra lo que hacen todos los días con la Constitución. Pero dejemos eso a los amigos jurisconsultos y enfoquémonos en nuestro asunto de la revolución del lenguaje.

A estas alturas es evidente que el proceso de transformación endógena hacia un español del siglo XXI tiene que darse en todos los campos. A nivel ortográfico y gramatical está más que patente en varios de los tuits de dirigentes y medios de comunicación del Estado. Un ejemplo: aunque son sustantivos comunes, los términos “pueblo”, “patria” y “comandante” siempre deben comenzar con mayúscula. Otro es la falta de límites en la lucha por execrar el machismo que caracteriza a la lengua adeco-burguesa. Eso es lo que permite hablar de “millones” y “millonas”. Haya o no un equivalente femenino previo, la norma se debe cumplir, y también a nivel textual, sin importar que colectivamente esta inclusión de los dos géneros implique un gasto mucho mayor en tinta y papel. Minimizar la tala de árboles es una excusa inaceptable para la consumación del nuevo modelo en todos los órdenes.

Sin embargo, es en el terreno semántico donde se han lucido los cultores de la nueva voz popular (“¡No, no es vox populi! ¡Dejen las palabritas raras para confundir, pitiyanquis!”). Así, a varias palabras se les puede dar significados totalmente diferentes a los que aparecen en los diccionarios. Muchos ya han pasado por esta metamorfosis, pero por alguna razón el procedimiento ha sido más marcado en un puñado de adjetivos, casualmente los predilectos de la militancia del PSUV para descalificar a sus adversarios.

Las alteraciones conceptuales son tales que epítetos que por naturaleza se rechazan pueden ser unidos en matrimonio y convivir en una misma persona. Vemos de esta forma que un oponente cualquiera de la línea oficial es a la vez “fascista” y “neoliberal”, a pesar de que el fascismo es inherentemente antiliberal.

Hoy quiero detenerme un poco en la acepción dada por el discurso oficial a otra palabra. Me refiero a “oligarca”. Antes de eso cabe una breve acotación sobre el impacto que puede producir toda esta “neolengua” chavista en el contexto de un gobierno que se ha adueñado de los medios del Estado y los usa sistemáticamente y sin ningún recato en la promoción de sus intereses y opiniones. A medida que ese (ab)uso crece y se reducen a una mínima expresión los contenidos que desafían la retórica miraflorina mediante acoso permanente, se facilita la imposición a la colectividad de una realidad interpretada únicamente desde el centro del poder (ojo, se facilita, pero no se garantiza). En ese mundo de las ideas, que no es el de Platón, a quienes disienten del Ejecutivo les construyen perfiles negativos disparatados, y se disimulan ciertas características nada halagadoras de las autoridades rojas rojitas.

Justamente es lo que pasa con el término “oligarca”. El PSUV y sus socios minoritarios del Gran Polo Patriótico lo usan para referirse a un grupo de personas de las clases sociales más pudientes, y que componen la inmensa mayoría de los oponentes del chavismo. Entre las características de estos viles sujetos está el clasismo, el racismo, el desprecio por la cultura y tradiciones venezolanas, la inclinación por the American way y, por supuesto, una conducta reaccionaria y violenta ante los deseos del pueblo encarnados en la autoproclamada revolución bolivariana.

Pero, cuando se logra alzar los oídos más allá de la “neolengua” gritada, es fácil darse cuenta de que, en realidad, los oligarcas no son tales. Un primer indicio lo aporta la etimología. “Oligarquía” viene del griego oligos, que significa “pocos”, y archos, que es “gobierno”. Es el gobierno en manos de pocos individuos.

La cultura helena fue la primera en Europa que filosofó sobre este concepto, en el marco de las reflexiones sobre las diferentes formas en que las sociedades humanas se organizan.  El gran aporte original proviene de Aristóteles, quien precisamente definió al ser humano como un animal político. El sabio de Estágira dividió los tipos de gobierno según la cantidad de personas que ejercen el poder: uno solo, unos pocos o todos. Pero además, para cada una de estas categorías concibió una dicotomía entre los soberanos que ordenaban para satisfacer los intereses de la colectividad, o solamente los propios. En ese sentido, la oligarquía está del lado negativo de la polaridad: es un gobierno ejercido por unos pocos, para el beneficio exclusivo de ellos. Se diferencia así de la aristocracia, en la que un puñado de individuos también concentra todo el poder, pero con el bienestar colectivo siempre como norte.

Otro griego, Polibio, entendió la taxonomía aristotélica como un ciclo en el que se pasa por la monarquía, la tiranía, la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la oclocracia, para luego caer de nuevo en la primera ante el desorden que supone la última. Aunque este pensador llegó a Roma como un esclavo en el siglo II a.C., quedó fascinado con el Estado republicano que ahí se había instituido. Pensó que este había zanjado la disputa sobre cuál de las formas de gobierno concebidas por Aristóteles era la mejor, porque combinó las propiedades positivas de todas. Por un lado había una diarquía (a veces monarquía) establecida en el consulado, encargado de la administración pública. También estaba el Senado, una aristocracia a la que se consultaba sobre asuntos de primer orden. Finalmente, el pueblo organizado en comicios o asambleas democráticamente hacía leyes y designaba a ciertos funcionarios clave.

Desde luego, la constitución romana idealizada por Polibio tuvo su apogeo mucho antes del advenimiento de la corrupción de la república y la sucesión de la misma por un principado despótico y a menudo controlado por la guardia pretoriana. El sistema virtuoso se vino abajo por desequilibrios entre los poderes que fueron surgiendo poco a poco.

No obstante, la idea de un régimen mixto quedó congelada durante siglos para volver triunfalmente con la Constitución de Estados Unidos y, luego, la fundación de otras repúblicas modernas. En estas un monarca (Presidente) comparte el poder con aristócratas (parlamentarios) electos democráticamente.

Por desgracia, las tiranías y oligarquías también se han manifestado en muchas ocasiones a lo largo de los siglos XX y XXI. Es eso lo que nos lleva de vuelta a la Venezuela de hoy. Desde el 6 de diciembre queda claro que quienes gobiernan el país son una minoría no respaldada por el resto de la población. Si ella fuera virtuosa, se adaptaría a esta realidad, o daría paso a otro grupo de individuos que sí de respuesta oportuna a las exigencias de la mayoría de los ciudadanos. Pero nada de eso ha ocurrido. La cúpula oficial descarta furiosamente cualquier concesión ante el soberano y proclama que ahora y para siempre seguirá haciendo las cosas de la misma manera que más de medio país rechaza. La ineficiencia y la corrupción ya no pueden escudarse bajo el manto de una nación que apoya el proceder de las autoridades. Eso de que “el pueblo manda” es una consigna desfasada y hueca.

Entonces, ¿quiénes son los verdaderos oligarcas? La mayoría de los venezolanos manifestó su interés hace más de cinco meses, pero los líderes rojos, de Maduro para abajo, se niegan a atender el llamado. Se limitan a disimular, a hacer como si no pasara nada, a abusar del castellano para gritarle “¡Oligarcas!” a los sometidos a esta peculiar oligarquía.

@AAAD25