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Volver a sus orígenes, la opción de miles de chinos que huyen de la crisis en Venezuela

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Tras más de 20 años persiguiendo «el sueño latinoamericano» en Venezuela, Zheng Yun decidió hace unos meses dejar ese país, proteger a su familia de la violencia y los saqueos que estaba sufriendo su negocio y regresar a China, opción que, según cuenta, están siguiendo muchos de sus compatriotas.

La crisis política, económica y social por la que atraviesa Venezuela está haciendo regresar a sus orígenes a numerosos inmigrantes que llegaron hace dos o tres décadas, huyendo de una China sumida en el ostracismo y la depresión económica y buscando un futuro mejor en la entonces próspera Venezuela.

«El 90 % de la gente china que conozco, sobre todo los que no tienen negocios y trabajan para otros, se han ido a China o a otros lugares porque allí lo que ganan hoy no son ni 150 dólares», cuenta a Efe en una entrevista telefónica este joven que no se llama Yun ni se apellida Zheng, pero prefiere no revelar su verdadera identidad.

Aunque en China los sueldos no son boyantes, cuenta, al menos «ganas un sueldo mínimo de 400 o 500 dólares mensuales» y no tienes que enfrentarte a complejos problemas como la inflación, la devaluación o las revueltas sociales.

Zheng tiene 36 años y llegó a Venezuela a los 14. Regresó a China hace cuatro meses, con sus dos hijas y su esposa, después de vivir a finales del año pasado uno de momentos más complicados de su vida, cuando el presidente Nicolás Maduro anunció una serie de medidas económicas como la retirada de los billetes de 100 bolívares (decisión que luego se pospuso).

«En ese tiempo nosotros vivíamos en Ciudad Bolívar y la gente se puso a depositar dinero en el banco pero el tiempo (el plazo que Maduro dio) no alcanzaba y en la ciudad comenzaron los saqueos de las tiendas, por lo que me decidí a salir y buscar la manera de llevar a mi familia a China», explica.

En ese momento regentaba una tienda de alimentación que se libró de los saqueos, pero no los almacenes que estaban en las afueras de la ciudad, que sí fueron asaltados.

Zheng es originario del municipio de Enping, en la sureña provincia de Cantón, igual que la mayoría de las personas que emigraron a Venezuela en los ochenta y noventa, pues los chinos realizan migraciones en cadena, unos familiares llevan a otros y así sucesivamente.

Aunque no precisaron detalles al respecto, fuentes del ayuntamiento de este municipio confirmaron a Efe que este fenómeno está produciéndose en los últimos años. Los que entonces emigraron, están volviendo a casa.

Zheng recuerda su infancia en China como «una época muy dura», pues se criaron en el campo y «no teníamos ni qué comer», cuenta, por lo que su padre tuvo «que buscar la manera de sobrevivir» y decidió partir a América y llevárselos después.

Tras toda una vida trabajando, explica, Zheng está dedicándose estos meses a descansar, viendo a qué puede dedicarse y, sobre todo, esperando que la situación «se relaje» en Venezuela, donde continúa manteniendo sus negocios y propiedades.

«Tengo toda mi vida invertida en Venezuela. Si yo voy para allá no me voy a morir de hambre, pero el tema de la seguridad es muy preocupante», explica. No es su caso pero para muchos, cuenta, regresar tampoco está siendo sencillo porque en China «los sueldos no son buenos».

Según un artículo publicado ayer por el diario independiente South China Morning Post, antes de que Venezuela se viera sumida en la profunda crisis que hoy vive había 400.000 chinos que vivían en el país pero «decenas de miles han regresado a China en los últimos tres años».

El diario recopila varios testimonios de personas que han vuelto como Mey Hou, una mujer de 39 años también de Enping, quien huyó de Venezuela con sus hijos en diciembre de 2015 tras quince años en el país.

Cuando llegó a Caracas con visa de turista en el año 2000, explica, quedó impresionada por la economía en expansión y las perspectivas del país y vivió su sueño particular.

Se casó con un inmigrante chino, tuvo tres hijos, dos tiendas, consiguió la residencia permanente y pudo llevarse también a sus hermanos.

Hasta que se vio atrapada en la violencia de los disturbios sociales. «Mis tiendas fueron robadas», recuerda, por lo que decidió volver a su país y empezar de nuevo.

Emigrar o morir: la hora de la compasión por Carlos Alberto Montaner

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Sirios y libios huyen de la muerte. Sus países se han convertido en mataderos. Escapan a donde pueden. Ya hay 2 millones radicados en Turquía. Un tercio de la población libanesa proviene de Siria. En los últimos tiempos, 435.000 han conseguido llegar a Europa. Italia y Grecia son los países más castigados. No se trata de una invasión de gentes decididas a dominar la tierra a la que llegan, como sucedía en el pasado,  sino de una estampida de familias desesperadas porque quieren salvar el pellejo.

Algo parecido, pero a otra escala mucho menos dramática, sucede en América. Los centroamericanos del triángulo norte –Guatemala, El Salvador y Honduras– huyen de las decenas de miles de maras que aterrorizan a esos países. La extorsión es la norma. Le aplican a cualquiera, por pobre que sea, la brutal ley de “plata o plomo”. O pagan o los matan. O les asesinan a un hijo.

La policía que persigue a los delincuentes con frecuencia se confunde con ellos. A un buen amigo que vive en El Salvador lo han asaltado dos veces en la frontera guatemalteca. Los ladrones eran policías. En México ocurre otro tanto. El escritor cubano Raúl Rivero jura haber leído en Tamaulipas un elocuente titular de periódico: “Chocan un tren y un autobús. Los heridos y sobrevivientes huyeron despavoridos a la llegada de la policía”. Se non e vero e ben trovato.

¿Qué deben hacer las víctimas ante este letal fenómeno de inseguridad? Obviamente, lo que hacen las personas víctimas de persecuciones o en peligro de muerte: huir. Lo hicieron los peregrinos del Mayflower. Yo lo hice cuando era un muchacho. Mi familia lo hizo.

Pero, ¿y las naciones receptoras de inmigrantes? Es absolutamente cierto que un cambio demográfico sustancial y relativamente rápido puede transformar el modo de vida de una región o de una nación.

Hay cien ejemplos.

Los europeos –españoles, ingleses, franceses, portugueses, holandeses– que llegaron a América barrieron con las formas de vida de los habitantes nativos e impusieron sus dioses, sus creencias, sus instituciones, todo. A los comanches, a los aztecas e incas, a los arahuacos, no les quedó otra opción que el lamento, la subordinación total, el suicidio o la rebelión, que era otra forma de perder la vida.

A veces se trata de matices. Los cubanos le han impuesto su sello a Miami, “la ciudad más cercana a Estados Unidos”, como dicen irónicamente los “anglos”. Creo que esa influencia le ha dado cierto mestizaje cultural muy positivo, luego enriquecido con venezolanos, colombianos, nicaragüenses, argentinos y otros latinoamericanos supervivientes de mil catástrofes, siempre dentro de un marcado acento latino, como sucede en Los Ángeles o en San Antonio con relación a los mexicanos.

Al fin y al cabo, tenía razón mi amigo Samuel Huntington, con quien colaboré en el libro Culture Matters junto a Larry Harrison: una riada imparable de inmigrantes modifica el sesgo de la civilización previamente asentada. Así ha sido desde tiempos inmemoriales y así ocurrirá en el futuro.

¿Qué pueden hacer Europa y Estados Unidos ante la inevitable entrada de refugiados?

Resignarse, reducir los daños y convertir la crisis en ventajas. Poner muros es inútil. Los saltarán, los rodearán o cavarán túneles. Y los que lleguen indocumentados, si no les franquean las puertas, constituirán guetos y surgirán mafias que los controlen. Es peor.

Lo sensato es regularlos, explicarles cómo funcionan las sociedades democráticas regidas por la ley, dispersarlos por el territorio, y permitirles que estudien, trabajen y se incorporen plenamente a su nueva realidad. No hay que temerles. La infinita mayoría viene en son de paz. Buscan oportunidades y seguridad para ellos y sus hijos. A medio plazo, convienen y crearán riquezas. Traen el “fuego del inmigrante”.

Lo justo, por otra parte, es exigirles seguro médico y negarles los beneficios del Estado benefactor hasta que hayan contribuido sustancialmente con la riqueza colectiva. Esa limitación desmentiría la hipótesis de que llegan en busca del welfare.

Recuérdese la imponente cifra: cada persona que vive en Estados Unidos, cuando nace o cuando se radica en el país, recibe un valor hipotético en infraestructuras e instituciones intangibles valoradas por el Banco Mundial en aproximadamente medio millón de dólares. El promedio europeo es algo menor, pero en algunos países, como Suiza o Suecia resulta, incluso, un poco mayor.

Las sociedades que durante siglos han amasado ese inmenso patrimonio material e inmaterial a base de trabajo y orden social (lo que las ha hecho inmensamente atractivas) tienen derecho de cuidarlo y de exigirles a los recién llegados que paguen su cuota antes de recibir los beneficios.

Pero lo primero, previo a pasarles la cuenta, es ayudarlos. Hoy se reconocen el derecho y el deber de proteger a las víctimas. Cerrarles la puerta es una vileza. Es la hora de la compasión.

 

@CarlosAMontaner

El Nacional