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Cuarta República

40 años después Del buen salvaje al buen revolucionario

carlos

 

En 1976 Carlos Rangel publicó Del buen salvaje al buen revolucionario. El libro es un denso ensayo que analiza críticamente las explicaciones convencionales de lo que Latinoamérica ha creído que es, para proponer lo que Latinoamérica es. Retomando la leyenda negra de la colonia, Rangel sostiene que el mito del “buen salvaje” (corrompido por la conquista) dio lugar al “buen revolucionario” (llamado a salvar a Latinoamérica de sus males, como el imperialismo).

El buen revolucionario se opone al espíritu racionalista de Occidente. Lo hace gracias a su lenguaje tentador, especialmente, “para quienes se sienten preteridos, marginados, frustrados, fracasados, despojados de su derecho natural al goce igual de los bienes de la tierra de que supuestamente disfrutaban los buenos salvajes”.  Sobre esas aspiraciones, el buen revolucionario reivindica la figura del líder, del salvador, que invocando la lucha histórica contra el imperialismo (representado, como no, en Estados Unidos de Norteamérica) degenera muy pronto en formas populistas y autoritarias de gobierno.

Las páginas del libro de Carlos Rangel fueron escritas, exactamente, hace cuarenta años. Al releerlas hoy, parecen haber sido escritas ayer.

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El mito del buen salvaje fomentó el caudillismo en Latinoamérica, y también, en Venezuela. Lo explica así Rangel: “frente a la arbitrariedad, la inseguridad, la ausencia de un marco jurídico e institucional estable y adecuado, los seres humanos responden buscando acomodo y amparo dentro de un sistema piramidal de relaciones personales, con un tirano en el tope de la pirámide”.

Tal fue el caso de Venezuela, desde los inicios de nuestra independencia hasta bien entrado en siglo XX. Pero en 1958 los venezolanos asumimos, en contracorriente, el camino de la democracia. En especial, Rangel destaca la figura de Rómulo Betancourt, calificándolo del “anti-Fidel”. Y recuerda cómo Sartre, al rechazar el Premio Nobel en 1964, aludió a los heroicos guerrilleros comunistas y al horrendo gobierno socialdemócrata en Venezuela.

¿Cómo se logró ello? Rangel no duda en afirmar que el aprismo (en referencia al APRA de Haya de la Torre) “merece mucho más estima de la que le conceden quienes dentro o fuera de América Latina aceptan, ingenuamente o no, la versión comunista de la historia latinoamericana contemporánea”. Y concluye: cualquier evolución política latinoamericana que logre fusionar el progreso social y económico con la libertad y los derechos humanos, deberá mucho al aprismo”.

 En 1976 Venezuela parecía haber vencido al mito del buen revolucionario, al demostrar que el progreso social no dependía de un caudillo autoritario, sino de instituciones democráticas.

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 La realidad era otra.

En el mismo año que Rangel publicó Del buen salvaje al buen revolucionario, se materializó la nacionalización petrolera en Venezuela. Iniciaba así la “Gran Venezuela”, o sea, el Petro-Estado.

Muy pronto el Petro-Estado demostró su incompatibilidad con los postulados republicanos de una sociedad libre. La sociedad comenzó a depender del Estado, todo lo cual abrió paso al paternalismo, al populismo, al clientelismo y a la corrupción.

El Petro-Estado fortaleció al Gobierno Nacional, surgiendo así otra forma de dominación carismática, que no dependían de las características personales del líder sino de los “petro-dólares”. Se trató, en cierto modo, del mito del buen revolucionario, solo que la revolución prometida no dependía de las luchas del caudillo, sino de la hegemonía económica y social del Gobierno Nacional, responsable de innumerables controles y de un amplísimo sector de empresas públicas.

Luego de publicar su libro, Carlos Rangel advirtió sobre las graves consecuencias de este modelo de desarrollo. No era la “economía liberal” la causante de nuestros males: fue el modelo estatista de desarrollo, que aniquiló la economía de mercado, la causa primera de nuestras crisis. En Venezuela (sentenció Carlos) nunca hemos tenido una economía libre.

Rangel reiteró insistentemente esa advertencia. Pero el país no le escuchó. No se si no podía escucharlo o no le convenía escucharlo. En definitiva, el Petro-Estado resultaba un elemento apaciguador muy cómodo.

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No es cuestión de acudir a otro engaño, el de la llamada leyenda negra de la Cuarta República. La propia expresión “Cuarta República” es ahistórica y su uso nos hace cómplices de la perversión del lenguaje. Pero tampoco puede negarse que una de las grandes herencias del modelo político y económico de la segunda mitad del siglo XX (el Petro-Estado) terminó socavando profundamente nuestras bases republicanas, y afectó las bases de nuestra democracia.

Con este panorama, más temprano que tarde llegaría el momento en el cual los venezolanos —como escribieron Naim y Piñango— nos diésemos cuenta de que vivíamos una ilusión de armonía.

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La crisis (inevitable) del modelo venezolano de la segunda mitad del siglo XX degeneró en el discurso de la anti-política, lo que abrió las puertas al caudillismo. Y el mito del buen revolucionario hizo nuevamente su entrada en Venezuela.

Lo peculiar es que el buen revolucionario no reapareció en Venezuela como consecuencia de una “revolución”, sino por las “vías democráticas”. Esta expresión, por supuesto, encierra un engaño, pues no puede calificarse como “democrática” una vía que termina destruyendo la democracia al imponer la figura del revolucionario indispensable.

Lo que en realidad sucedió es que las instituciones que han debido oponerse al buen revolucionario se hicieron cómplices de el. Me refiero a los partidos políticos, al sector empresarial, a los medios de comunicación y a los propios órganos del Poder Público, como la Corte Suprema de Justicia de entonces. Todos ellos fueron cómplices de un proceso constituyente que, repitiendo la consigna de otros caudillos, quiso refundar al país. Hacer borrón y cuenta nueva, bajo el firme liderazgo del buen revolucionario.

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En una de las páginas de su libro, Carlos Rangel se hacía esta pregunta:

“¿Llegaremos a ver en América Latina gobiernos ‘socialistas’ tiránicos que liquiden toda disidencia, encarcelen, torturen y fusilen a sus opositores y a los miembros caídos en desgracia de su propio personal, bajo el pretexto de estar extirpando actividades de espionaje o connivencia con el extranjero, según el modelo de los juicios de Moscú, Praga y Budapest?”

Carlos Rangel se hizo esa pregunta hace cuarenta años. Pero parece que hubiese sido formulada ayer.

Fuente José Ignacio Hernández, Prodavinci

Mala nuestra por Elías Pino Iturrieta

HenryRamosAllup

 

No se pueden soltar palabras en vano, reprocha con razón Milagros Socorro por la vía del Twitter. Lo dice porque en este diario, para hacer una biografía resumida de Ramos Allup se dijo con la mayor tranquilidad que había hecho buena parte de su carrera durante la cuarta república. Un periódico como El Nacional no puede expresarse con tanta superficialidad, pero especialmente con tanta irresponsabilidad sobre un período de la historia de Venezuela, especialmente si cuenta con un historiador en funciones de comando, plantea la respetada amiga. Tal vez deba uno ofrecer algunas lecciones al respecto cuando haya oportunidad, especialmente si la sociedad se acerca a tiempos de rectificación, pero de momento, para acompañar la inquietud de una escritora de importancia, conviene seguirle el paso a su preocupación.

Como muchas de las expresadas por Chávez, la denominación “cuarta república” ha tenido fortuna entre sus destinatarios. Sin mayor examen, buena parte de la población la ha hecho suya y la ha repetido hasta la fatiga. Chávez quería anunciar el nacimiento de un período nuevo de la historia, con él a la cabeza, y bautizó así al lapso anterior a su advenimiento para proclamarse como iniciador de una época dorada sin parangón que nos haría mejores y más felices como pueblo. De tanto hablar de los horrores de una tal “cuarta república” mientras contados voceros le llevábamos la contraria, fuimos casi todos aceptando la idea de una ruptura temporal tras la cual se ocultaba la aparición de un fenómeno nuevo y distinto que jamás sucedió, la fragua de un capítulo flamante de nuestra evolución como colectividad que solo se puede captar en el universo de las fantasías, o en los rincones de una retórica lampiña.

Ya en otros textos he tratado de ocuparme del tema: hay un solo proceso de la democracia representativa, iniciado en 1945 y restaurado en 1958, que se fue deteriorado progresivamente hasta llegar a los oscuros pantanos del chavismo en los cuales estamos pasando horas terribles en Venezuela y de las cuales podemos salir en los capítulos de promisión que hemos forjado en nuestros días, he intentado afirmar. Pero ese no es realmente el tema, sino el sugerido en sentido general por la angustia de Milagros Socorro en su Twitter, es decir, el peligro y la estupidez que significa el que sigamos a pie juntillas los vocablos y las pretendidas conceptuaciones de Chávez como si realmente tuvieran sentido, como si contaran con fundamento cuando en realidad son bullas vacuas.

El problema crece en trascendencia si recordamos que el inesperado catedrático no solo se ocupó de calificar los tiempos recientes, sino también las guerras de Independencia, las guerras púnicas, la vida colonial y cualquier tramo o individuo de la historia universal que pasara por su mente para no dejar títere con cabeza si se lo proponía el capricho. Pero igualmente si consideramos que tales disparates de “conceptuación” se han trasladado a los manuales que leen los escolares para convertirse desde la tierna infancia en repetidores de necedades, en caletreros de temas sin substancia.

Aun en el caso de los formadores de opinión pública que escriben en la prensa y en centenares de políticos de oposición observamos la misma inercia, es decir, la misma estulticia, lo cual no solo nos coloca ante un problema de educación de párvulos sino frente a los motivos de una alarma gigantesca. Resulta que aun los ciudadanos más concernidos y maltratados por el palabrerío de un improvisado cuentacuentos se solazan en la reiteración de lo que afirmó Chávez sin considerar que lo hizo contra ellos y contra lo que ellos representan. El tipo se dedica a apostrofarlos y ellos se solazan en sus calificaciones para decir lo contrario, esto es, para contar otra historia sin saberla contar, para terminar diciendo lo mismo sin caer en cuenta.

Y de aquí llegamos la necesidad de decir que Ramos Allup no viene de la “cuarta república” como si viniera de la prehistoria, o como si acabara de salir de las romanas catacumbas del Plan de Barranquilla, sino de la misma época en la cual a duras penas vivimos pese a que un título inconsistente de nuestro periódico haya caído, como dijo un gorjeo de Milagros Socorro, en la superficialidad de no distinguir el grano de la paja. Tal vez no venga el compañerito Henry de los adecos medievales, porque entonces no existían, pero su cuartarepublicanismo es mala nuestra.