Carta abierta a mi maestro José María Salvador
Tenerte a ti frente a la cátedra me permitió ver a un maestro que, a semejanza de la Catedral de la Sagrada Familia, seguía “en construcción”
Querido José María, Carolina y yo estamos muy felices y agradecidos de que tanto Linda como tú nos hayan dedicado buena parte de la tarde, invitándonos a almorzar.
Los músicos, mucho antes de que Einstein escribiera su histórica teoría, gozamos de una certeza práctica e intuitiva de la relatividad del tiempo: algunos de los pasajes musicales que se miran a golpe de vista sobre la partitura y que luego se tocan en unos segundos, dan a veces la sensación (por un mágico efecto que no alcanzo, quiero, ni pretendo entender) de haber detenido el tiempo o de haberlo extendido mucho más allá de lo que marcan sus duraciones sobre el papel. Tal vez ese mismo sortilegio explique que tras habernos retirado de aquel restaurante al que fuimos invitados por ustedes, pueda yo seguir sintiendo y disfrutando de la compañía de ambos y de sus gratos influjos.
Siento alivio por haberte podido balbucear, al menos, la deuda cordial que tengo contigo, del ejemplo contundente que me vino de haber sido tu discípulo en la Universidad Central de Venezuela (aunque esto haya sido inmerecido, por más que los creyentes damos por cierto que Dios no regala los dones por merecimiento sino por amor, lo cual, ante mi deuda, me tranquiliza).
En los años posteriores a tu enseñanza, tras ir madurando, sentí remordimiento de que Dios enviara al imberbe que era yo, mozalbete recién graduado de bachiller, a beber enseñanzas en tu cátedra de Artes Plásticas de la UCV. Pensaba que de haberlas recibido más tarde hubieran sido de mayor provecho. Los años me mostraron, consoladores, que hay aprendizajes que imponen un tiempo considerable entre quien siembra y quien cosecha y hoy me alivia el alma no haber desperdiciado tu ejemplo.
Me he tomado el tiempo de sentarme a escribir estas líneas porque antier, mientras almorzábamos, quizás buscando alguna explicación a la alegría en mi rostro por volverte a ver, de presentarte a mi amada esposa a quien le he hablado siempre de ti (al igual que a mis hijos y estudiantes) me preguntaste extrañado, bajo la cúpula de la modestia tuya, el porqué de la admiración mía, duda comprensible teniendo presente la modestia con que tú te juzgas. No recuerdo con finos detalles qué fue lo que te respondí, pero puedo suponer que mi respuesta no fue satisfactoria, pues no estaba preparado para tal cuestionamiento. Yo me puedo resignar a no haber respondido con suficiente dignidad las preguntas que me hiciste a lo largo de algunos semestres en los exámenes de la UCV, pero permite que, al menos, a esto última responda más a mis anchas concediéndome una segunda oportunidad:
La universidad suele ser un lugar a donde las personas asisten para aprender a ganarse la vida y tras lograr la obtención del título salen a ganar dinero.
Tenerte a ti frente a la cátedra me permitió ver a un maestro que, a semejanza de la Catedral de la Sagrada Familia seguía “en construcción” mientras ya cumplía funciones con sus estudiantes.
Hasta un ignorante en cuestiones arquitectónicas, como yo, sabe que las grandes estructuras que no tienen una base firme y profunda terminan por derrumbarse, de modo que esos veintiún títulos universitarios, los siete doctorados (no cuento el que emprendes actualmente por no pecar de apresurado) y el posdoctorado alcanzados a lo largo de tu vida no parecen haber resquebrajado al ego tuyo, de modo que esas sencillez y modestia que te han acompañado, y la bondad, fueron como unos formidables arbotantes semejantes a los que sostienen el peso de las catedrales góticas que, cual atlantes silenciosos, sustentan por siglos a esas estructuras que se empinan al cielo sin que el edificio colapse.
Por último, quiero decirte que un maestro resulta ser mucho más de lo que lo que expresa su verbo durante la clase y que a diferencia del sonido de mi cuatro y mi guitarra, cuyas pujanzas se rinden a las distancias, el instrumento de tu ejemplo retumba con más fuerza frente al tiempo transcurrido y la distancia, dimensiones que hace años se doblegaron al recuerdo que de ti tengo.
Gracias, también, en nombre de mis hijos, en nombre de quienes a lo largo de años pasaron por mi cátedra de la universidad, el conservatorio y las escuelas de música, quienes te conocieron por la ventana del verbo y la memoria mía.
Espero que alguien más digno que yo les haga justicia a los merecimientos tuyos y me disculpo si con mi gratitud he molestado a la modestia tuya, pero hasta la modestia genuina reconoce que la justicia y el agradecimiento son necesarios también.
Doy término a mis palabras deseando que esa misma potestad de la música de imperar sutilmente sobre el tiempo, prolongándolo o haciéndolo breve, asista a tu lectura de mis líneas y las haga a tu modestia un poco más cortas, más tolerables y un poco más leves.
Con admiración sincera y gratitud sempiterna, tu estudiante de siempre,
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Tenerte a ti frente a la cátedra me permitió ver a un maestro que, a…
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