Hotel Ruanda (versión criolla), por Winston Smith - Runrun
Hotel Ruanda (versión criolla), por Winston Smith
I.
 
Llegamos al lobby. Caracas tenía 17 horas sin luz. En la recepción se aglomeraba la gente. Fue fácil identificar dónde había tomacorrientes: las personas estaban de pie o sentadas en el piso intentando recargar teléfonos, laptops, iPads. La incertidumbre se entremezclaba con los vasos de whisky y algunas risas nerviosas. Tras los muros del hotel, un país destruido; colas kilométricas para poner gasolina y desesperación.
 
Mi esposo trabaja en una empresa extranjera. Debe estar en contacto con sus colegas. Cuando comenzó la crisis le dijeron que se trasladara a un lugar seguro para seguir atendiendo sus responsabilidades. La aclaratoria es necesaria: estar en el hotel para huir del caos genera sospecha (y algo de remordimiento). Solo las familias de los militares y los enchufados se pueden dar el lujo de escapar de los estragos del socialismo del siglo XXI.
 
Observo el lugar. Soy algo paranoica cuando hay multitudes y ruido. Me ubico en un rincón con mis niños mientras llega mi marido. Advierto que uno de los hijos de Alí Primera hace la cola para chequearse. Escucho la voz de una mujer dirigiéndose a un hombre: «Mi amor, cálmate». El joven aprieta los dientes, se acerca al artista del régimen y le recuerda a su genealogía. Su voz, por un momento, fue la conciencia de todos.
 
II.
 
Primer día en el hotel. La élite que ha arruinado al país honra la frase que el expresidente Hugo Chávez dijo después de la tragedia en Amuay: «El show debe continuar».
 
Traje de baño a los niñitos y tarde de piscina. Cuando entramos al lugar les dije: «No estamos de vacaciones. La gente afuera del hotel está sufriendo. No hay luz. En los hospitales no hay medicinas. Hay que darle gracias a Dios porque nos ahorra incomodidades. Pero hay que rezar por el país».
 
Asienten. Rezan a su manera y a jugar. Me siento. Los veo divertirse. Es difícil. Agradecimiento y dolor a la vez. Quizás es remordimiento. Pienso en el país y se me sale una lágrima que cubren los lentes de sol.
 
Volteo la mirada y veo a cuatro mujeres. Pareciera que son familia, pero la similitud no responde a lazos filiales. Es evidente que las cuatro han pasado por el mismo cirujano plástico. Comen tequeños, papas fritas y parrilla. Beben Dom Perignon. Ríen a carcajadas. Ellas están de vacaciones.
 
Poco a poco el área de la piscina se va llenando de «vacacionistas» que disfrutan de «la temporada de miseria». Algunos maltratan al personal del hotel. Se creen dueños del mundo. No imaginan una vida sin ostentación. Son la barbarie encarnada, un personaje de Rómulo Gallegos en pleno siglo XXI. Whisky va, whisky viene. Champaña sale, la vergüenza permanece.
 
III.
 
En el hotel hay prensa extranjera. Un corresponsal advierte que hablo inglés. Me pregunta: «Who are these people?», refiriéndose al derroche. Me quedo callada. Pienso una respuesta corta y sencilla: «Los culpables de este caos». Pero, decido explicarme mejor. Entre otras cosas porque todos los que vivimos en Venezuela, en mayor o menor medida, sostenemos al régimen. Es imposible vivir en un sistema de dominación de esta naturaleza sin consentir de alguna manera. Por eso permanecer es tan doloroso. Por eso Vaclav Havel tenía razón.
 
Vuelvo al corresponsal. Le explico que las únicas personas que pueden pagar estos privilegios son militares o enchufados. Era un periodista veterano. Asiente. Mi respuesta fue evidente.
 
Después de un silencio incómodo tengo la imperiosa necesidad de hablarle de nuestra honestidad y nuestra nobleza. Le hablé del 23 de enero, de nuestra República, de nuestros héroes civiles, de la grandeza de nuestros poetas. Le sorprendió que la primera vez que votamos lo hicimos por un escritor. Le asombró que, en 1945, coincidieron Rómulo Gallegos en la presidencia de la República y Andrés Eloy Blanco frente al Congreso. «Somos un pueblo bondadoso que vive un momento terrible», insistí. Seguramente hablé de más. Era mi deber.
 
Cuando finalizó la conversación, el hotel era un bochinche. Mientras el país era una boca de lobo y los colectivos acosaban a los sectores populares, «these people» bebía y comía como si el mundo se fuera a acabar. El espectáculo me interpelaba. Cenamos en la habitación y nos acostamos temprano. Suficiente por el día de hoy.
 
IV.
 
Segundo día. Día de marcha. Traspasé los muros del hotel y me encontré un país distinto al que dejé. Más desesperación. Más de treinta horas sin electricidad. Comienzo a caminar con mis compañeros de batalla y siento rabia, impotencia, angustia y dolor.
 
Llegamos a Bello Monte. Hay un piquete de Policía Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional. Bloquean el paso y tienen mirada amenazante. Aparecen dos diputados preñados de buenas intenciones. Nos piden calma y explican que no debemos confrontar. «No debemos pisar el peine», indican.
 
No comprendo. Sin confrontación no habrá liberación. Es un régimen totalitario. Su vocación es reprimir y, cuando no lo hace, es porque no le conviene. No debemos confundir inacción con incapacidad. Había prensa extranjera cubriendo la escena y reportando el triunfo pasajero del dictador: «Piquete de la GBN detiene a marcha opositora». Podía imaginarme el titular.
 
Nuestros representantes toman un megáfono y le hablan a la tropa: «No nos repriman», «Unámonos en un solo abrazo», «Ustedes también sufren», «Sus familias no tienen luz», «Ley de amnistía», «Si nos dejan pasar caminaremos pacíficamente». Los escuché con atención mientras observaba la mirada cínica de los militares.
 
Recordé aquel viejo ensayo de Romano Guardini titulado «El poder». El filósofo afirma que la resistencia pacífica solo funciona cuando quien oprime tiene conciencia. Afirma que es un género de lucha que no funciona cuando se resiste al comunismo. Quizás mi alma vive un proceso de erosión y he perdido la esperanza en quienes tienen dos décadas destruyendo nuestro futuro. Pero me parece ingenuo negar que los militares son capaces de lo peor. Ojalá esté equivocada.
 
Terminó la marcha y regresé al hotel. El bochinche había tomado otras dimensiones. Demasiado whisky, demasiado Dom Perignon, demasiada cerveza, demasiado ron. Muchas «temporadistas» cortadas con el mismo bisturí. Muchachitos bebiendo sentados en el piso. Me siento en un muro al borde de la piscina y no lo puedo evitar: comienzo a llorar.
 
V.
 
Cae la noche. Coinciden la fiesta de un matrimonio de familias árabes, los militares, los enchufafos y los periodistas extranjeros. Finalmente conseguimos una mesa para cenar. El hotel es un caos. La gerente y los empleados dan clases de buena educación y paciencia. «Los vacacionistas» se quejan del servicio. Ellos sonríen y siguen trabajando. Son admirables.
 
Se acerca a la mesa un «empresario» extranjero que felicita al ancla de un medio conocido. Lo acompaña un venezolano. Comienzan dos conversaciones en paralelo: el «businessman» con el ancla, el venezolano con el resto de los periodistas. Todo en inglés.
 
El hombre de negocios cuenta que trabaja en el negocio petrolero. Dice que jamás en su «fucking life» había visto tanta corrupción como en Petróleos de Venezuela. Saca su teléfono y con actitud colonizadora -como quien va para el zoológico y muestra las fotos de un animal exótico- enseña las imágenes de la manifestación chavista. Se echa un palo, se ríe y cuenta que fue invitado por un general que es cercano. «We do bussiness together», agrega.
 
Él habla, yo pienso en Hannah Arendt y la banalidad del mal. En mi imaginación le tiro el trago encima y le explico que la gente se muere, que el petróleo es nuestro y le recuerdo que él forma parte de esa red de corrupción que tanto le escandaliza. Como soy cobarde sonrío y sigo escuchando.
 
En paralelo habla el venezolano. Buen inglés, acento gringo. Dice que se fue del país cuando tenía 14 años y que tiene una empresa «de información». Los periodistas, siempre desconfiados, le preguntan si trabaja para una agencia. Él responde de manera misteriosa: «Information is power». Creo entender que este venezolano con perfecto acento norteamericano es el enchufado que hace el puente entre el general y «the businessman». El enchufado balbucea tres tonterías más, advierte que nadie le cree y se va. Yo sigo sonriendo.
 
VI.
 
Tercer día en el hotel. Los pasillos revelan los excesos de la noche anterior. El apagón continúa. De las tres plantas eléctricas que mantienen la energía solo funcionan dos. También faltan el agua y los suministros.
 
La gerencia toma una decisión: se acabó el bochinche, solo permanecerán alojados los huéspedes con cuentas corporativas. El lobby es una pasarela de enchufados que vuelven a sus casas a vivir la «temporada de miseria» de manera más real. Algunos se quejan, casi todos se van.
 
La piscina está en calma. Quedan las familias de los generales y la prensa extranjera.
 
Leo un libro que se llama La experiencia totalitaria, de Tzvetan Todorov. Es extraordinario. Demasiadas coincidencias con nuestra cotidianidad. Lo recomiendo. Pero advierto que podría deprimir.
 
El libro es rojo y en la portada aparece un cuadro de Stalin. Jonathan, el mesonero que nos atiende, vive en Santa Teresa del Tuy. Lleva cuatro días trabajando y quiere ir a su casa para ver a sus hijos. Tiene dos: el mayor de 4 años y el menor de 2.
 
Cuando se acerca a la mesa ve el libro y me pregunta: «¿Ese es Maduro?».
 
Le respondo: «No es él, pero se parece mucho… en muchas cosas. Asesinó a millones de personas, hizo mucho daño».
 
Jonathan sonríe: «Son igualitos. Y mire…, ¿cómo murió ese Stalin».
 
Le respondí: «Stalin murió en aparente paz. Nunca lo juzgaron por sus crímenes. Pero hay una justicia de la que ni él, ni ninguno de nosotros podrá escapar…».
 
Jonathan es joven y es inteligente. Me dice: «De la justicia divina señora. De Dios nadie se escapa».