Sumisión ideológica

LEVANTÉ LA MIRADA POR ENCIMA DEL LIBRO en mis manos. Desde un banco en Central Park mis ojos se dirigieron hacia los rascacielos imponentes de Manhattan. No pude evitar preguntarme en ese momento si fue en uno de los edificios de la zona donde el autor del texto que leía decidió poner fin a su vida hace casi 30 años. Tras unos segundos, mis pupilas volvieron a posarse sobre Antes que anochezca, la autobiografía del escritor cubano Reinaldo Arenas. Mis primeras luces sobre la naturaleza del régimen castrista se remontan a una edad en mi niñez que no puedo precisar, cuando mis padres me hablaron de una isla de la que nadie puede salir sin permiso del gobierno, lo cual me impresionó mucho. Desde hace mucho tiempo sé qué tipo de gobierno es ese, pero leer el desgarrador relato de Arenas sobre un Estado policial y represor, la absoluta intolerancia a la crítica, la persecución de intelectuales disidentes y de homosexuales (como él) y el trato brutal a los presos políticos me ha permitido comprender aún mejor cuán horrorosa ha sido la experiencia estalinista en el Caribe.
El triunfo de la Revolución Cubana acaba de cumplir seis décadas. La extrema izquierda mundial, y sobre todo la latinoamericana, lo celebra por todo lo alto, sin ninguna consideración a lo expuesto en el párrafo anterior, ni a la pobreza que hoy sigue embargando a la inmensa mayoría de los cubanos. El régimen venezolano, aliado número uno de La Habana desde el colapso del bloque soviético, no se iba a quedar atrás. Los mensajes conmemorativos estuvieron a la orden del día a lo largo y ancho del aparato propagandístico oficialista, incluyendo loas a Fidel Castro, un extranjero, por parte de representantes del alto mando militar venezolano. Es como si la victoria de los barbudos en el 59 fuera una efeméride nacional más, igual que la renuncia de Vicente Emparan o la firma del Acta de Independencia. La elite oficialista, tan dada a denunciar “ataques imperialistas contra la soberanía”, celebra con desparpajo el proceso político responsable de la más grave arremetida contra esa misma soberanía desde el bloqueo de 1902. No ve nada de malo en el hecho de que Arnaldo Ochoa, el mismo al que Castro mandó a fusilar por supuestos vínculos con el narcotráfico, estuvo entrenando guerrilleros en los alrededores de El Tocuyo para derrocar gobiernos electos democráticamente por los venezolanos. Tampoco considera repudiable el tosco desembarco de cubanos en Machurucuto con el mismo propósito.
Ahora bien, ¿a qué se debe esa adicción tan fuerte al régimen cubano? Para empezar, podemos hablar de una suerte de sumisión ideológica. Buena parte de la elite oficialista está compuesta por militantes de la extrema izquierda más rancia y recalcitrante, aquella que nunca valoró verdaderamente la democracia como garantía de participación libre ciudadana en la génesis de gobiernos y de debate civilizado entre intereses e ideologías opuestos. Esa izquierda que, a diferencia de dirigentes lúcidos como Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, nunca dejó de ver la lucha armada como forma legítima de tomar el poder. Una izquierda que en Latinoamérica ha idealizado a Fidel Castro y al Che Guevara como sus máximos héroes, por su apego a la ortodoxia marxista-leninista y por su habilidad para mantenerse en el poder por décadas. Esto nos lleva a una segunda explicación de las relaciones entre el castrismo y el chavismo. Sencillamente, los guerrilleros de Sierra Maestra y sus sucesores han demostrado ser unos verdaderos maestros en el arte de gobernar sin límites y sin oposición efectiva, un know-how irresistible para los jerarcas venezolanos.
A menos que aún no haya superado a su predecesor, Maduro es sin duda el mandatario venezolano que más viajes ha acumulado en tal condición. En estos recorridos suele estar acompañado por su esposa, lo cual significa que incluso más personas deben viajar para atender a la pareja y garantizar su seguridad, algo que choca con la austeridad que se esperaría de un país que no puede satisfacer su demanda de medicamentos por culpa de un “bloqueo imperial”. Sin embargo, una revisión de las trayectorias del avión presidencial en cielos extranjeros muestra claramente La Habana como el destino más frecuente, por amplio margen.
Esto no es cosa nueva. Chávez también fue un visitante bastante frecuente de la isla. Incluso antes de ser Presidente, con poco tiempo de haber salido de la cárcel de Yare, fue a Cuba, donde Castro lo recibió como si de un jefe de Estado se tratara. Mientras el cáncer lo consumía, Chávez encomendó su cuerpo a quirófanos cubanos y, según algunos reportes, rechazó ofertas de otros países. Así fue hasta el capítulo final de su vida, y para cuando volvió de su último viaje al otro lado del Caribe, su voz se había apagado para siempre. Maduro, quien recibió formación política (se imaginarán de que tipo) en Cuba en la segunda mitad de los años 80, mantuvo o exacerbó la tendencia de su antecesor. Solo en 2015, realizó cinco viajes a la isla, uno de ellos con el pretexto de celebrar el cumpleaños de Fidel Castro, como si un Estado que para ese momento acumulaba severas dificultades económicas pudiera darse el lujo de gastar en los jolgorios onomásticos de un extranjero. Como si fuera pagar por el taxi de ida y vuelta para asistir a la fiesta de un amigo al otro lado de la ciudad.
En fin, estos recurrentes viajes de Chávez y Maduro no han tenido equivalencia por parte de sus homólogos cubanos. Obviemos desde luego las visitas de Fidel Castro en el 59 y el 89, y limitémonos a los últimos 20 años. Durante todo ese lapso las estadías en Venezuela del líder de la revolución, su hermano Raúl y Miguel Díaz-Canel han sido significativamente menos numerosas. Por supuesto, un estudio detallado del tema tendría en cuenta muchos más factores de los que caben en esta columna, pero si nos atenemos a la diferencia en la cantidad de viajes, es evidente a qué parte de la relación le interesa más mantenerse en contacto.
Comparados con Chávez y Maduro, los seis mandatarios del período democrático fueron viajeros internacionales mucho menos asiduos. Para el aparato propagandístico oficialista, aquellos presidentes fueron todos “vasallos del imperio yanqui”. Pero estos vasallos al parecer no tenían mucho interés en ir al castillo albo a orillas del Potomac a besar el anillo de sus señores anglosajones. El total de visitas de presidentes venezolanos a Estados Unidos durante cuarenta años de democracia es muchísimo más bajo que el de vuelos de sus sucesores socialistas a Cuba. Rómulo Betancourt, particularmente vilipendiado por la versión chavista de la historia venezolana, hizo un solo viaje a Washington durante su quinquenio. Ah, y hay otro detalle: la reciprocidad equilibrada. John F. Kennedy ya había estado antes en Venezuela.
La relación estrecha con la Cuba castrista es uno de los aspectos más turbios y oprobiosos del proceso político que se ha apoderado de Venezuela. Ver a los miembros de la elite oficialista festejar la Revolución Cubana desnuda la sumisión ideológica y el desprecio por la historia venezolana. Estudiar nuestro pasado, así como los testimonios sobre la vida en Cuba y Venezuela bajo sus respectivas revoluciones más allá de la propaganda es la mejor forma de preservar nuestro pensamiento crítico ante el poder que siempre pretende imponerse en ambas naciones. Por eso, a seis décadas de la irrupción de Castro en La Habana, alzo un vaso de ron y brindo, no por su memoria, sino por la de Reinaldo Arenas y otros que nos permiten tal estudio. ¡Salud!