La perversa resiliencia, por Gonzalo Himiob Santomé
La perversa resiliencia, por Gonzalo Himiob Santomé

Psicólogos y psiquiatras, entre ellos seguramente mi padre, arquearán las cejas y me reprocharán, no más leer el título y con justas razones, mi ignorancia en los temas que a ellos les atañen ¿Cómo va a ser perversa la resiliencia? ¿Cómo vamos a decir que la capacidad del venezolano para adaptarse de manera positiva a las situaciones adversas que padece en la actualidad y desde hace tanto tiempo va a ser negativa? Afirmarlo suena a contradicción, a paradoja. Lo que es positivo no puede a la vez ser perjudicial ¿O sí?

Literalmente, según el DRAE la resiliencia es la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adverso. El concepto lo toma la psicología (referido normalmente a situaciones como la pérdida de un ser querido, el abuso psíquico o físico, las enfermedades crónicas, el abandono afectivo, el fracaso, las catástrofes naturales y la pobreza extrema) de la capacidad que tienen algunos materiales para recuperar su forma o estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que ha estado sometido. En general, un ser resiliente es uno que ante un estímulo externo negativo significativo se dobla, se adapta, para no quebrarse, lo que convierte a la resiliencia en un mecanismo de defensa frente a la adversidad.

Desde allí, y dado que es un concepto de moda entre los venezolanos, yo me pregunto si no es esa misma capacidad nuestra, como cuerpo social, para adaptarnos a la realidad negativa que sufrimos a todo nivel, plena de estímulos negativos y de golpes continuos a nuestro ánimo, a nuestra libertad, a nuestro bolsillo y a nuestra paz, la que nos mantiene atados a este círculo vicioso en el que se ha convertido nuestra cotidianidad. A nivel individual la resiliencia puede ser positiva, pero cuando se la entiende y asume como una cualidad del colectivo, es negativa.

Los ejemplos de que no solo como individuos, sino a nivel social, somos resilientes los encontramos a todo nivel. Mencionemos solo algunos, aunque estoy seguro de que mis lectores podrán pensar en muchos más: Si no tengo los recursos para adquirir los bienes que necesito para subsistir, me convierto en bachaquero o me saco el carnet de patria para ver si de esa manera, al menos, tengo acceso a las cajas CLAP, a la que será, supuestamente, la gasolina subsidiada, o a cualquiera de esas migajas que el gobierno presenta a quienes se le someten disfrazadas de “bonos” de todo tipo; si soy dueño de un medio de comunicación y me amenazan con cerrarlo por mantener una línea crítica al poder, o hasta por simplemente reseñar lo que en verdad ocurre, que no las “versiones” sesgadas del gobierno sobre cualquier suceso de trascendencia nacional, me autocensuro y me “adapto” hasta que lleguen tiempos mejores; si tengo una tienda o un negocio cualquiera y se me aparecen la SUNDDE o el SENIAT para imponerme una serie de exigencias absurdas que no tienen un fin distinto que el de obligarme a bailar al son que se toque desde Miraflores, por equivocado que sea, pues también me adapto y comienzo a cumplir con las directrices que me sean impuestas, aunque vayan contra toda lógica y sean, en definitiva, perjudiciales para mí y para la economía en general; si tengo un banco y el gobierno me cambia a placer las reglas de juego, y hasta el valor de la moneda, cuando le viene en gana, sobre la base además de teorías sin base o francamente contraproducentes y fracasadas, igual le sigo el juego y me quedo callado; si soy militar o funcionario público y me obligan a corear consignas en las que no creo o a hacer cosas que yo sé que no debo hacer, me “hago el loco”, como decimos en Venezuela, me comporto como un autómata y me dedico a cumplir las órdenes que me impartan aunque yo sepa, porque así es, que al hacerlo me deshonro y me humillo, todo con tal de permanecer donde estoy, esperando mi baja o la jubilación al amparo de una relativa, y siempre amenazada, estabilidad. Y así sucesivamente. Eso por solo hablar de los que deciden “doblarse” ante cualquier exabrupto, por absurdo que sea, de los “vivos” criollos, tan “creativos” ellos, que ven en cada desatino o exceso del poder una oportunidad para sacar provecho personal de la desgracia ajena, explotando para propio beneficio las fisuras, los desajustes, las carencias y la escasez que nacen de cada capricho o experimento gubernamental.

El problema es que en la medida en que como país nos adaptamos a la adversidad, así lo veo, perdemos nuestra capacidad de asombro (lo negativo, lo perjudicial, por terrible que sea, empieza parecernos “normal”) y también nuestra capacidad de hastío, todo lo cual nos impide trazar la línea entre lo tolerable y lo intolerable y lo que es peor, no nos deja actuar para lograr los cambios necesarios, cuando se alcanza el umbral de lo insoportable o de lo inaceptable. Si confiamos en que, ante cualquier situación negativa de cualquier índole, siempre podremos sobrevivir o adaptarnos, apoyados en nuestra imaginación y en nuestra creatividad, incluso a costa de nuestra dignidad, de nuestros valores y de nuestra libertad, y pese a que al final el costo sea mucho más alto que el beneficio inmediato y coyuntural, el impulso natural de rechazo ante los abusos y daños, y nuestra capacidad de cuestionarlos y de oponernos a ellos para actuar en consecuencia y hacerlos desaparecer, pasan a un segundo plano o, sencillamente, desaparecen.

La resiliencia de los venezolanos puede ser vista como positiva, como mecanismo de defensa y de subsistencia, siempre que se la considere de manera aislada, individual y relativamente aséptica. Pero no cuando tomas en cuenta que, así lo creo, desde hace años el gobierno en Venezuela la pondera como parte y elemento esencial de las ecuaciones y análisis que hace sobre el impacto que puedan tener sus actos, por descabellados, abusivos o arbitrarios que sean, sobre la ciudadanía. Al parecer, hemos perdido la capacidad de decir “ya basta”, nuestra capacidad de trazar un “hasta aquí”, y nuestra proverbial resiliencia, nuestra innata capacidad, como sociedad, de adaptarnos a la adversidad, por dura que ésta sea, se ha convertido en una herramienta del poder contra nosotros mismos. El poder cuenta con ella, y hasta la promueve para el logro de sus fines. La prueba está en que empleamos toda nuestra imaginación y nuestra creatividad en procurar nuestra propia e individual supervivencia diaria, sin ver más allá, dejando de lado que esas mismas capacidades también, y mejor, podrían servirnos para idear y poner en práctica fórmulas, pacíficas pero contundentes y efectivas, que sirvan para eliminar, de raíz, la causa originaria de nuestros males.

La resiliencia, entendida como cualidad colectiva y en contextos como el nuestro no es una virtud, es un problema. Por muy positivo que parezca ser resilientes, cuando el que perturba nuestra paz está contando con nuestra capacidad de adaptación para seguir haciendo de las suyas, nos convertimos en cómplices e instrumentos de quienes nos dañan. No es lo mismo poder adaptarse a las adversidades, lo que incluso así visto implica una capitulación ante ellas, que decidir que no se las va a seguir tolerando más, que se han cruzado líneas y límites que no se deben cruzar jamás y, consecuentemente, tomar desde allí las fuerzas que se necesitan para enfrentarlas y, en definitiva, vencerlas.

@HimiobSantome