Las aventuras de Lambucia y Manganzón, por Antonio José Monagas
Las aventuras de Lambucia y Manganzón, por Antonio José Monagas

 

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¡Por el poder del hambre…! vociferaba a todo gañote Lambucia, quien a pesar de su femenina condición, vestía de remisa a lo verde–oliva. Además, con gorra adornada por la estrella revolucionaria de cinco puntas, para emular los resignados milicianos de la Cuba abatida por la pobreza. Poseída por un fanatismo chabacano, se empeñaba en esperar las migajas que, desde los pisos superiores del alto edificio, sede del Ministerio del Poder Popular, pensaba que le caerían como maná del cielo pues bien sabía que la “masa no estaba para bollos”.

Mientras tanto, casi dormitando por culpa del severo trasnocho que nada le dejaba, ni siquiera buenas ideas para enfrentar los rigores de la mañosa revolución vulgariana, Maganzón seguía creyendo en “pajaritos preñados”. Su grito de guerra, no asustaba a nadie. Por el contrario, el mismo solía asustarse de su alarido cuando, por momentos, se le escapaba un fétido eructo producto de su mal comer y su desordenado devenir.

De esa manera sucedían los días de este par de suspicaces personajes, convencidos de las bondades de un presidente que, por sentirse Emperador, pensaba que podía volar más alto que el super héroe que siempre había admirado desde sus tiempos de mozalbete. Aunque lo peor de todo, no era eso. Lo más grave era la somnolencia que acusaba cada movimiento de Lambucia y Maganzón ya que no atinaban a darse cuenta del inmenso lío que venía animándose en el fondo de la situación nacional.

Así como pensaban y vivían Lambucia y Maganzón, asimismo pensaban y vivían muchos otros quienes también se comportaban como ilusos sin comprender que a su interioridad venía cultivándose la semilla del resentimiento combinada con la de la flojera. Fundamentalmente, porque los solapados y disfrazados de demócratas, encaramados en el alto gobierno, buscaban confundirlos con los mismos argumentos que usaban los conquistadores hace más de 500 años para engañar a los indígenas y así robarlos en sus propias narices sin ningún problema.

Lambucia estaba convencida de que su sacrificio de pasar hambre, pertrechada con horribles y baratas franelas rojas que regalaba el gobierno a cambio de su presencia en concentraciones que sólo daban lástima por la precariedad de sus concurrencias, le generaría importantes prebendas que luego la dignificarían como revolucionaria ejemplo de toda una generación de cándidos compatriotas. Craso error.

Por su lado, Maganzón, dado su acentuado desgano, se mostraba indiferente frente a las movilizaciones gubernamentales. Su condición de compañero de Lambucia, no le permitía faltar a las citas de los rojos vestidos a lo “diablo de Yare” aunque no lo hacía con la mejor voluntad. Principalmente, su mediano interés se debía a la acomodaticia excusa que ofrecía al día siguiente para descansar y sacudirse el estrés y justificar otra semana más de disfrute entre dormilonas, sancochos y rumbas orilleras.

Llegó finalmente el tiempo que dicha tendencia de eterna modorra, se convirtió en factor de desespero lo cual incitó a que la mayoría de la población del enfermizo país político y social despertara de modo casi violento. Quienes se hicieron seguidores por falsa admiración de Lambucia y Maganzón, y quienes además llegaron a ser demagogos dirigentes de comunas por el alcance de las mentiras que acostumbraban a utilizar como medios de captación proselitista, se declararon en abierta rebeldía y optaron por cuadrarse con quienes luchaban por reivindicar las libertades y la democracia. De esa manera, Lambucia y Maganzón sólo quedaron como un triste recuerdo el cual casi nadie quiere ya emular por los peligros que, para el futuro de cristalino horizonte democrático, significan. Fueron así como luego se hicieron lección, las aventuras de Lambucia y Maganzón.

 

@ajmonagas