La historia contemporánea nacional, es holgada en episodios que describen las barbaridades cometidas en nombre de cuantos principios y doctrinas reivindicaban libertades y derechos civiles. Hechos de sangre, manifiestos maliciosos de indolencia encubierta, opiniones encontradas cuyos choques incitaban cruentos repudios, demostraciones de equívocos instituidos a fuerza de bayonetas y discursos de confusión y exaltación al sectarismo. Todos ellos, configuran capítulos de esa historia venezolana colmada de ásperos acontecimientos que revelaban el egoísmo de gobernantes cuya actitud empalagada de un moralismo solapado, discrepaba abiertamente del sentido que sus palabras y acciones buscaban proyectar.
Así comenzó a estructurarse la república de Venezuela. Simplemente, como un agregado de intereses y necesidades que poco se afincaba en referentes de desarrollo económico, político y social a partir de los cuales pido haberse apostado a alcanzar algunos niveles de crecimiento en términos de las exigencias propias a las que estaban sometidos los correspondientes procesos. Sin embargo, las ambiciones, ineptitudes y ofuscaciones de los gobernantes de turno, pudieron más que lo que significaba el manejo institucional de la construcción de un país con demostradas potencialidades que redundaban en beneficio de su consolidación geopolítica. Fue entonces como la dirección de un desarrollo posible, se desvió del curso de lo que pudo ser el hecho de cimentar una nación armada de valores de tenacidad, responsabilidad y honestidad. Y así como fueron otras experiencias nacionales, asimismo el proyecto de asentir un país en consonancia con sueños de bonanza y grandeza, se vio resistido por la avaricia de personajes sin contemplación alguna que favorecieran aspiraciones de fortificación nacional en sus distintas esferas de movilización.
Y aunque a ello contribuyó la precariedad del concepto de civilidad que ostentaban buena parte de los gobernantes a quienes correspondió asumir la conducción del país a lo largo de los siglos XIX y XX, igualmente, tan hondo perjuicio, descansó en manos de militares. De hombres que no lograron honrar la vestimenta militar, ya que fueron víctimas de los mismos perjurios o traiciones que su escasa ética les llevó a exhibir. Ni siquiera, luego de la década de los treinta cuando en Venezuela fuera definitivamente establecida una escuela de formación de oficiales del ejército nacional.
La clase militar, salvo contadas excepciones de oficiales meritorios y de vocación democrática e institucionalista, poco o nada contribuyó a cimentar un país que, a decir de sus numerosas constituciones, debía convertirse en un Estado democrático apegado a la justicia, la igualdad, la solidaridad y ganado al ejercicio de la paz. Sin embargo, los discursos siempre dejaron ver la brecha que tendía a fraguarse al momento de pretenderse ejecutorias gubernamentales que afloraran por el desarrollo económico, político y social de la sociedad de manera consuetudinaria. La perseverancia que exhortaban promesas proselitistas, no fue nunca característica propia de alguna gestión de gobierno emprendida. Ni siquiera en tiempos calificados de democracia. Siempre imperaron excusas para sortear contingencias de cualquier índole. Así fue creciendo Venezuela, bajo una cultura de defraudada civilidad y que devino en crear un sentido de ciudadanía que pecaba de exiguo. Y a ello se prestaron civiles ineptos para asumir funciones de gobierno, en conjunto con militares intolerantes. Todos, sin comprender que gobernar no es asunto fácil. Que es cada vez un problema más complejo. Más aún en democracia. ¿Y cuáles son los resultados, ya avanzada la segunda década del siglo XXI?
Indiscutiblemente son decepcionantes. ¿Pero dónde puede hallarse la causa de tan lamentable problema? Un tanto se encuentra en la cultura política la cual ha descansado sobre motivaciones económicas que han habituado al venezolano a una vida cómoda. A ello, ha coadyuvado, terriblemente, el populismo característico de los diferentes regímenes políticos que han gobernado al país en los últimos decenios. Sólo que desde que el militarismo volvió a tomar el control del gobierno nacional, en enero de 1999, a semejanza de momentos igualmente apesadumbrados por el autoritarismo engendrado a consecuencia de la injerencia militar, los desvaríos, desmanes y discordancias se acentuaron. Al extremo que muchos de estas situaciones, transmutaron o se enquistaron convirtiéndose en razón de la aguda crisis de Estado. Crisis ésta que devino en causa de la tragedia que hoy azota al país en todas sus esferas. Sin excepción alguna.
Y en todas esas situaciones de penosa y conflictiva estructuración, han estado en primer posición militares con adhesión política no sólo con la ideología en curso. Fundamentalmente, por las prebendas recibidas a cambio de una supuesta lealtad. Pero de una lealtad falsificada, dado el nivel de corrupción que compromete la confabulación y la alcahuetería en juego. Todo así, para no hablar de envilecimiento, deshonra y degradación moral de quienes olvidan la magnificencia de la institucionalidad militar y su compromiso con la libre determinación del pueblo o lo que constituye la soberanía nacional.
En medio de tantos absurdos y avatares, al lado de civiles corruptos, hubo militares que se pervirtieron entre ofertas envueltas en inmoralidades y deshonestidades. Tanto, que desde mediados de la primera década del siglo XXI, por esas mismas razones arribas expuestas, la institucionalidad militar comenzó a perderse. Y por tanto, a verse cuestionada y hasta repudiada. La Constitución de 1999, ha sido laxa a este respecto. De manera que entrado el tercer período presidencial en 2012, la injerencia militarista ha sido descomunal. Militares por doquier. Militares en funciones administrativas públicas sin conocimiento de cómo lidiar reveses que tienen lugar en complicados problemas que se suscitan al momento de gobernar procesos creativos e inciertos. O en aquellos propios del análisis de situaciones integrales en las cuales participan fuerzas políticas oponentes. Dominadas éstas, además, por el inmediatismo y el pragmatismo vulgar abonándose por consiguiente problemas terminales del sistema social.
En fin, esa burocracia militar, confabulada con civiles aduladores de oficio y de charreteras colmadas de estrellas o de soles, se ha entregado a labores disociadas de la función militar lo cual ha acarreado serios problemas en el ámbito político-institucional al momento de insistirse en una actuación apegada a la subordinación al poder civil y al respeto a los derechos humanos. Haberse alejado de estos valores éticos determinó que, esos militares -enfundados de abalorios por batallas imaginarias- poco o nada les ha importado el resquebrajamiento del sistema democrático venezolano.
Basta ya de consideraciones espurias con las que han pretendido usurpar el poder en beneficio personal. Ya no hay más de donde desgajar en provecho propio. El pueblo democrático se cansó de tanto irrespeto. Y es que Venezuela es un país que no puede más.