¿Otro 11 de abril? Muy difícil, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Oct 28, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
¿Otro 11 de abril? Muy difícil

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Si cada noticia fuera una hoja caída de algún árbol que se cruza en nuestro camino por la cotidianidad, los últimos días han sido como en esas imágenes, casi caleidoscópicas, de miles de hojas cayendo a la vez en el Central Park de Manhattan en octubre. Tanto ese espectáculo otoñal como la seguidilla de acontecimientos en Venezuela quitan el aliento, pero aquel por su belleza, y esta por su brutalidad. Sí, tal vez sea una descripción dura, pero el término “brutal” califica bien lo que ha pasado en el país desde hace ocho días.

Para bien o para mal, pareciera que se está llegando a un punto de inflexión, a un desenlace para la crisis política que comenzó con esas elecciones de hace 11 meses, en las que el chavismo no solo perdió, sino que quedó expuesto como una minoría cuya relativa pequeñez nadie había previsto. La idea de perder el poder, con todos los privilegios que supone detentarlo, llevó al alto mando militar y civil del oficialismo a suspender de facto ese resultado comicial mediante la anulación de la Asamblea Nacional, a postergar inconstitucionalmente las regionales y asesinar en cámara lenta el revocatorio como forma efectiva de llevar el cambio a Miraflores.

Pero mientras todo este acto de magia para desaparecer la democracia se realizaba, otra crisis, la económica, siguió agudizándose, con verdaderas tragedias sociales como consecuencia. Desechando así los sufrimientos de la población, y sobre todo de los pobres a los que tanto jura proteger a capa y espada, el Gobierno cerró decididamente la opción constitucional de salida adelantada por el voto. Por primera vez todos los partidos de la oposición coinciden en llamar “dictadura” al Ejecutivo.

Así las cosas, los dirigentes han tenido que cambiar su estrategia por una que se ha comprometido a traspasar fronteras que no se han pasado desde hace muchos años. Sin duda, la que más destaca es el llamado a toda la población nacional a protestar pacíficamente frente a la sede del Poder Ejecutivo la próxima semana.

Miraflores. Tabú. La idea de elevar el grito de repudio frente a ese edificio francamente nada bonito (y miren que hay muestras de arquitectura fina en Caracas) ha estado por bastante tiempo rodeada por una especie de manto oscuro: el miedo. Inevitablemente aparece como un fantasma que se niega descansar en paz el recuerdo de los proyectiles que sembraron tragedia el 11 de abril de 2002. Es una reacción normal, tanto para opositores como para chavistas, habida cuenta de que ese día gente inocente en ambos polos cayó abatida.

Desde entonces, cualquier mención de una marcha de adversarios del Gobierno hasta Miraflores es asumida como una réplica del 11 de abril, tanto por disidentes que lo ven como la única forma de protestar de forma determinante, como por oficialistas para quienes tal movilización resulta inadmisible. Pero ese es un pensamiento bastante simplista. Es omitir las diferencias entre el contexto de lo ocurrido entonces y el actual. Veamos.

Al igual que en 2016, había una fortísima polarización entre quienes apoyaban y adversaban a Hugo Chávez. Pero ciertamente 80% de la población no estaba de un lado y 20% del otro, como ocurre ahora, según casi todos los estudios de opinión pública (incluyendo en el primer porcentaje a quienes rechazan la gestión de Maduro, aunque no apoyan a los líderes de la oposición). Antes, en todo caso, las posiciones estaban mucho más equilibradas.

En segundo lugar, y tal vez esto sea lo más obvio, Venezuela no estaba ni remotamente cerca del ruinoso estado en el que se encuentra actualmente. La economía había comenzado a levantarse luego de la debacle de los años 90, y todavía no se había pasado por el paro petrolero, escollo que precedió el boom de los precios del crudo entre 2004 y 2008.

Nada que ver con el cuadro de hoy, cuando Venezuela tiene la inflación más alta del mundo y también la más elevada desde que se lleva este registro. El poder adquisitivo está tan pulverizado que el Gobierno decretó un nuevo aumento en el que el bono de alimentación constituye 70% del ingreso mínimo legal, un reconocimiento tácito de que el salario no da ni remotamente para aunque sea comer (ah, y pensar que varios sindicalistas que en los 90 denunciaron furibundos la bonificación del sueldo hoy viven la dolce vita de la clase política). Ya la gente parece entender que estos incrementos por encima de la productividad perjudican más que ayudar. Tal vez no todos comprendan el proceso económico subyacente, pero sus idas semanales al mercado bastan.

Tampoco se veía en 2002 esa colección de osamentas plásticas y metálicas, desprovistas de la sabrosa carne, que son ahora los anaqueles en expendios de bienes de primera necesidad. El hambre era más excepción que regla. Las mayores colas eran para ver juegos entre Caracas y Magallanes. La gente no moría porque no la pudieran recibir en un hospital donde casi ningún servicio funcionara. La inseguridad, aunque muy preocupante, no era la ley del hampa en que pranes y jefes de bandas compiten con las autoridades en el control de territorios desde cárceles y barrios, con “negocios” que cada año dejan impunemente miles de muertos.

Por otro lado, los actores en el juego político eran muy diferentes hace 14 años. La oposición había quedado en la orfandad por el desprestigio de los partidos tradicionales. Quienes asumieron el papel de dirigentes no eran políticos preparados. Eran empresarios, gerentes de medios de comunicación y sindicalistas, personas que a lo mejor tenían mucha competencia en sus respectivos ámbitos, pero no así en el liderazgo político. Me parece que esa es una de las razones que explican lo irresponsable que fue desviar por sorpresa una marcha hacia el centro de Caracas y luego abandonar a su suerte a los manifestantes cuando la cosa se puso fea. También ayuda a comprender por qué luego vino esa barrabasada que fue el “Carmonazo”.

Hoy no es así. En la MUD hay políticos llenos de fallas y a los que es justo y necesario (excusen la expresión litúrgica) hacerles reclamos cuando hace falta. Pero tienen experiencia y han aprendido de algunos errores del pasado, como la negativa a participar en las parlamentarias de 2005. Sus convocatorias llegan o intentan llegar hasta donde lo proponen inicialmente, y si juzgan que es mejor retirarse, piden al instante hacerlo.

Finalmente, el escenario internacional en el que se desenvolvía Venezuela en 2002 era mucho más favorecedor para el Gobierno. Muy pocos en el mundo ponían en duda los credenciales democráticos del chavismo. La llegada al poder por elecciones y la redacción de una nueva Constitución igualmente aprobada en referéndum al parecer hicieron olvidar los orígenes golpistas. Tan es así que cuando Chávez fue detenido en aquella madrugada de abril, el repudio internacional fue casi unánime. La memoria selectiva omite el hecho de que hasta se invocó en defensa del gobierno chavista la Carta Democrática Interamericana, esa misma que, según Maduro ahora, fue creada para “destruir la revolución bolivariana”. Conste que esto ocurrió cuando no habían llegado al poder los amigotes en Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay y Nicaragua, ni Petrocaribe existía para asegurarse el respaldo de ciertas diminutas pero numerosas Antillas.

En 2016, cada vez es mayor la preocupación en el continente por la escalada autoritaria en Venezuela. Doce miembros de la OEA manifestaron su preocupación por la suspensión del revocatorio. Es posible que nos echen del Mercosur, algo que nadie hubiera previsto hace apenas un año. Hay conciencia sobre las penurias que pasan los venezolanos todos los días y muchos no se explican por qué se nos niega el derecho a intentar cambiar eso. Por eso, una represión brutal de manifestantes desarmados por organismos de seguridad o civiles violentos implica riesgos mucho mayores de presión internacional intolerable.

¿Estas diferencias con respecto al 11 de abril significan que la protesta pacífica frente a Miraflores tiene en la actualidad el éxito garantizado? De ninguna manera. Tal vez los marchistas ni siquiera puedan acercarse a la avenida Urdaneta. Pero si el objetivo es dar a entender al oficialismo que tiene que ceder, al final lo que importará es cuántas personas estén dispuestas al menos a intentar llegar al nada agraciado palacete sin recurrir a la violencia, y cuánto perseverarán en esa travesía, que no necesariamente concluirá el 3 de noviembre.

 

@AAAD25